Esa
mañana, la frontera crepuscular entre el sueño y la vigilia era
romana: fuentes salpicando y calles estrechas con arcos. La dorada y
pródiga ciudad de flores y piedra pulida por los años. A veces, en
su semiinconsciencia estaba otra vez en París, o entre escombros de
guerra alemanes, o esquiando en Suiza y en un hotel en la nieve.
Algunas veces también era un barbero de Georgia en una madrugada de
caza. Era Roma esta mañana, en la región sin tiempo de los sueños.
John
Ferris se despertaba en una habitación de un hotel en Nueva York.
Tenía la sensación de que algo desagradable le esperaba; qué
podría ser, no sabía. La sensación, sumergida en las exigencias
mañaneras, se prolongó aun después de haberse vestido y haber
bajado. Era un día de otoño despejado y un sol pálido, en
rebanadas, se metía entre los rascacielos color pastel. Ferris entró
en la cafetería de al lado y se sentó en el compartimiento del
fondo junto al ventanal que daba a la acera. Pidió un desayuno a la
americana de huevos revueltos y salchichas.
Ferris
había venido de París al entierro de su padre, que había sido la
semana anterior en su pueblo, en Georgia. El choque de la muerte le
había hecho darse cuenta de que la juventud había ya pasado. Se le
caía el pelo y las venas de sus ya desnudas sienes quedaban
salientes latiendo; su cuerpo se conservaba bien, a no ser por una
panza incipiente. Ferris había querido mucho a su padre y la unión
entre ellos había sido antes muy fuerte, pero los años habían
debilitado algo esta devoción filial; la muerte, aguardada durante
mucho tiempo, le había dejado con una consternación imprevista.
Había alargado lo posible su estancia en casa, junto a su madre y
sus hermanos. Su avión para París salía a la mañana siguiente.
Ferris
sacó la agenda de direcciones para confirmar un número. Iba
volviendo las páginas con interés creciente. Nombres y direcciones
de Nueva York, de capitales de Europa, unas pocas borrosas de su
estado del Sur. Nombres borrosos en letras de molde, nombres
borrachos, garrapateados. Betty Wills: un amor pasajero, ahora
casada. Charlie Williams: herido en la selva de Hürtgen, paradero
desconocido desde entonces. El gran viejo Williams… ¿vivía o
había muerto? Don Walket: trabajando en la televisión y haciéndose
rico. Henry Green: se chifló después de la guerra, ahora en un
sanatorio, decían. Cozie Hall: había oído que había muerto. La
atolondrada, la alegre Cozie… era extraño pensar que ella también,
tan boba, podía morir. Al cerrar el cuaderno, Ferris padecía una
impresión de azar, de tránsito, casi de miedo.
Fue
entonces cuando su cuerpo dio una sacudida repentina. Miraba por la
ventana cuando allí mismo, pasando por la acera, vio a su antigua
mujer. Elizabeth pasaba muy cerca de él, andando despacio. Ferris no
pudo comprender el estremecimiento salvaje de su corazón ni la
sensación inmediata de desahogo y de gracia que le quedaron cuando
ella hubo pasado.
Ferris
pagó deprisa y salió corriendo a la calle. Elizabeth estaba en la
esquina esperando para cruzar la Quinta Avenida. Corrió hacia ella
pensando en hablarle, pero cambiaron las luces y ella cruzó la calle
antes de que la alcanzara. Ferris la siguió. Al otro lado podría
muy bien haberla alcanzado, pero se sorprendió rezagándose sin
saber por qué. Llevaba el cabello castaño claro recogido con
sencillez, y, mientras la observaba, se acordó Ferris de que su
padre había dicho una vez que Elizabeth tenía «buenos andares».
Elizabeth dobló la esquina siguiente y Ferris la siguió, aunque su
intención de abordarla había desaparecido ya. Ferris se preguntó
el porqué de la agitación de su cuerpo a la vista de Elizabeth, el
sudor de sus manos, los fuertes latidos de su corazón.
Hacía
ocho años que Ferris no había visto a su antigua mujer. Sabía que
se había casado otra vez hacía tiempo. Y tenía niños. Durante los
últimos años raramente había pensado en ella. Pero al principio,
después del divorcio, la pérdida casi le había derrumbado. Luego,
calmado por la acción del tiempo, había amado otra vez, y luego
otra. Ahora era Jeannine. Desde luego, el amor por su antigua mujer
había pasado hacía tiempo. ¿Por qué entonces el desasosiego de su
cuerpo y la mente sacudida? Sólo sabía que su corazón nublado
estaba extrañamente en disonancia con el día de otoño soleado y
claro. Ferris dio la vuelta de repente y, andando a grandes zancadas,
casi corriendo, volvió deprisa al hotel.
Ferris
se sirvió de beber, aunque no eran aún las once. Tumbado en una
butaca como una persona exhausta, se puso a contemplar su vaso de
whisky. Tenía un día entero por delante, y se iba en avión a la
mañana siguiente. Repasó sus obligaciones: llevar su equipaje a la
Air France, almorzar con su jefe, comprarse unos zapatos y un abrigo…
¿No había algo más? Ferris terminó la bebida y abrió la guía de
teléfonos.
La
decisión de llamar a su antigua mujer fue impulsiva. El número
venía en Bailey, el nombre del marido, y Ferris lo marcó sin
tomarse tiempo para pensarlo. Elizabeth y él se habían
intercambiado felicitaciones en Navidad, y Ferris le había mandado
un juego de trinchar cuando recibió la participación de boda. No
había razón para no llamar. Pero mientras esperaba, oyendo la
llamada al otro lado, la duda empezó a inquietarle.
Elizabeth
contestó; su voz familiar fue para él un nuevo choque. Tuvo que
repetir su nombre dos veces, pero cuando fue identificado ella
pareció alegrarse. Le dijo que estaba en la ciudad sólo por un día.
Ellos tenían un compromiso para ir al teatro, dijo ella, pero a ver
si podía venir a cenar temprano. Ferris dijo que le encantaría.
Mientras
iba de una cosa a otra, estaba aún molesto a ratos con la sensación
de que algo importante se le olvidaba. Ferris se bañó y se cambió
a última hora de la tarde, pensando a menudo en Jeannine: estaría
con ella la próxima noche. «Jeannine», diría, «me encontré por
casualidad con mi antigua mujer cuando estaba en Nueva York. Cené
con ella, y con su marido, claro. Fue extraño verla después de
todos estos años».
Elizabeth
vivía en una Avenida Cincuenta y tantos Este, y, mientras Ferris iba
en taxi desde el centro, vislumbraba en los cruces el ocaso
prolongado, pero al llegar a su destino era ya noche otoñal. El
lugar era un edificio con marquesina y portero; el apartamento de
ella estaba en el séptimo piso.
—Entre,
señor Ferris.
Preparado
para Elizabeth, o hasta para el marido no imaginado, Ferris se quedó
asombrado ante el chico pelirrojo y pecoso; sabía lo de los niños,
pero su pensamiento no había sido capaz de imaginárselo de alguna
manera. La sorpresa le hizo dar un paso atrás torpemente.
—Éste
es nuestro apartamento —dijo el niño respetuoso—. ¿No es usted
el señor Ferris? Soy Bill, entre.
En
el cuarto de estar, al otro lado del vestíbulo, el marido le dio
otra sorpresa. Tampoco para él estaba preparado emocionalmente.
Bailey era un hombre macizo, de cabello rojo, con ademanes decididos.
Se levantó y le tendió la mano.
—Soy
Bill Bailey. Encantado de conocerle. Elizabeth vendrá en seguida…
Está terminando de vestirse.
Las
últimas palabras despertaron una serie fluida de vibraciones,
recuerdos de otros años. Elizabeth, clara, rosada y desnuda antes
del baño. A medio vestir delante del espejo de su tocador,
cepillándose el fino cabello castaño. Dulce intimidad casual, la
amabilidad de la carne suave poseída sin discusión. Ferris alejó
de sí los recuerdos indeseados y se obligó a encontrar la mirada de
Bill Bailey.
—Bill,
¿quieres traer esa bandeja de bebidas que hay en la mesa de la
cocina?
El
niño obedeció con prontitud y, cuando se hubo ido, Ferris dijo:
—¡Qué
chico más guapo tienen!
—Nosotros,
por lo menos, lo creemos así.
Se
hizo silencio hasta que el niño volvió con una bandeja de vasos y
la coctelera con martinis. Con el estímulo de la bebida fueron
sacando a flote la conversación: hablaron de Rusia y de la lluvia
artificial en Nueva York, y del problema de los pisos en Manhattan y
París.
—El
señor Ferris volará mañana a través de todo el océano —le dijo
Bailey al niño, que estaba encaramado en el brazo de su butaca,
tranquilo y bien educado—. Apuesto a que te irías de polizón en
su maleta.
Billy
se echó para atrás sus lacios mechones de pelo:
—Yo
quiero volar en un avión y ser periodista como el señor Ferris. —Y
añadió con seguridad repentina—: Esto es lo que quiero ser cuando
sea mayor.
Bailey
dijo:
—Yo
creí que querías ser médico.
—¡Sí!
—dijo Billy—. Seré las dos cosas. También quiero ser un sabio
de bombas atómicas. Elizabeth entró llevando en brazos una niña.
—¡Oh,
John! —dijo. Y colocó a la niña en el regazo de su padre—. Es
tan estupendo volver a verte… Me alegro tanto de que hayas podido
venir…
La
pequeña estaba sentada mimosamente en las rodillas de Bailey.
Llevaba un trajecito de crepé rosa pálido cogido en los hombros con
un lazo y una cinta de seda del mismo color sujetándole los suaves
rizos pálidos. Tenía la piel tostada del verano y sus ojos castaños
estaban moteados de oro. Cuando alcanzó y señaló con el dedo las
gafas de concha de su padre, éste se las quitó y la dejó mirar un
poco con ellas.
—¿Cómo
está mi bomboncito?
Elizabeth
estaba muy hermosa, más hermosa quizá de lo que Ferris la había
visto jamás. Su cabello limpio y liso brillaba. Su rostro era más
suave, brillante y sereno. Era una belleza de Madonna, que se avenía
bien con el ambiente familiar.
—No
has cambiado nada —dijo Elizabeth—. Pero ha pasado mucho tiempo.
—Ocho
años. —Casi inconscientemente se llevó la mano al pelo que ya le
clareaba, mientras se intercambiaban otras vaguedades.
Ferris
se sintió de pronto un espectador, un intruso entre los Bailey. ¿Por
qué había venido? Estaba sufriendo. Su propia vida le parecía tan
solitaria, una columna frágil sin nada que soportar en medio del
naufragio de los años. Sentía que no podría seguir mucho tiempo en
la habitación familiar.
Miró
el reloj.
—¿Vosotros
vais al teatro?
—Es
una pena —dijo Elizabeth—, pero teníamos este compromiso desde
hace más de un mes.
Pero,
John, seguro que cualquier día de éstos te quedarás aquí. ¿No
vas a ser un expatriado, no?
—Expatriado
—repitió Ferris—. No me gusta mucho esa palabra.
—¿Qué
palabra hay mejor? —preguntó ella.
Él
pensó un momento:
—Transeúnte,
quizá.
Ferris
miró otra vez su reloj y Elizabeth se excusó:
—Si
lo hubiera sabido con tiempo…
—Sólo
paso este día en la ciudad. Tuve que ir a casa inesperadamente.
¿Sabes? Papá murió la semana pasada.
—¿Papá
Ferris ha muerto?
—Sí,
en el Johns Hopkins. Estuvo enfermo allí casi un año. El entierro
fue en casa, en Georgia.
—Cuánto
lo siento, John. Papá Ferris fue siempre una de mis personas
predilectas.
El
niño se levantó por detrás de la butaca de modo que pudiera mirar
el rostro de su madre. Preguntó:
—¿Quién
se ha muerto?
Ferris
estaba muy olvidadizo para comprender; pensaba en la muerte de su
padre. Vio otra vez el cadáver, tendido en la seda dorada dentro del
ataúd. Le habían maquillado la cara de una manera grotesca y
aquellas manos familiares yacían unidas y pesadas sobre un
desbordamiento de rosas. El recuerdo se cerró y Ferris se despertó
a la voz tranquila de Elizabeth.
—El
padre del señor Ferris, Bill. Una gran persona; alguien a quien tú
no conocías.
—Pero,
¿por qué le llamas
Papá
Ferris?
Bailey
y Elizabeth intercambiaron una mirada furtiva. Fue Bailey el que
contestó al niño:
—Hace
mucho tiempo —dijo—, tu madre y el señor Ferris estuvieron
casados. Pero antes de que nacieras, hace mucho tiempo.
—¿El
señor Ferris?
El
pequeño se quedó mirando a Ferris incrédulo y desconcertado. Y los
ojos de Ferris, al devolverle la mirada, eran también algo
incrédulos. ¿Sería verdaderamente cierto que una vez había
llamado a esta extraña, a Elizabeth, «patito mío» durante noches
de amor, que habían vivido juntos, habían compartido quizás un
millar de días y noches y que, finalmente, habían soportado juntos,
en medio de la tristeza de la soledad repentina, la pena de ver
destruirse poco a poco (celos, alcohol y discusiones por dinero) el
edificio del amor conyugal?
Bailey
dijo a los niños:
—A
alguien le toca cenar. ¡Hala, vamos!
—¡Pero,
papá! Mamá y el señor Ferris… Yo…
La
mirada insistente de Bill, perpleja y con un brillo de hostilidad, le
recordó a Ferris la mirada de otro niño. El hijo de Jeannine, un
niño de siete años, de carita ensombrecida y rodillas huesudas al
que Ferris evitaba y olvidaba con frecuencia.
—¡De
frente, marchen! —Bailey llevó suavemente a Billy hacia la puerta.
—Di
buenas noches, hijo.
—Buenas
noches, señor Ferris. —Añadió con resentimiento—: Creí que me
iba a quedar para la tarta.
—Puedes
venir luego por la tarta —dijo Elizabeth—. Corre ahora con papá
a cenar.
Ferris
y Elizabeth estaban solos. El peso de la situación gravitó sobre
aquellos primeros momentos de silencio. Ferris pidió permiso para
servirse otro cóctel y Elizabeth le puso la coctelera en la mesa a
su lado. Miró el piano y observó la música en el atril.
—¿Tocas
todavía tan bien como antes?
—Todavía
disfruto tocando.
—Toca,
por favor, Elizabeth.
Elizabeth
se levantó inmediatamente. Su prontitud para tocar cuando se lo
pedían había sido siempre una de sus amabilidades. Nunca se hacía
rogar, excusándose. Ahora, mientras se acercaba al piano, había en
ella, además, la prontitud del alivio.
Empezó
con un preludio y fuga de Bach. El preludio era alegremente irisado,
como un prisma en una habitación por la mañana. La primera voz de
la fuga, un anuncio puro y solitario, se repitió entremezclada con
una segunda voz y repetida otra vez dentro de un marco elaborado; la
música múltiple, horizontal y serena, fluía con majestad, sin
apresuramiento. La melodía principal se trenzaba con otras dos
voces, embellecida con un sinfín de ingeniosidades, dominante unas
veces, sumergidas otras, con la sublimidad de una cosa única que no
teme rendirse al conjunto. Hacia el final, la densidad del material
se reunió para la última insistencia, enriquecida sobre el primer
motivo dominante, y la fuga terminó en un acorde, como una
afirmación final. Ferris descansaba la cabeza sobre el respaldo de
la butaca y cerró los ojos. En el silencio que siguió, una voz alta
y clara vino de la habitación del otro lado del vestíbulo.
«Papá,
pero
cómo
podían
mamá
y el señor Ferris…» Luego se oyó cerrar una puerta.
El
piano empezó otra vez. ¿Qué música era ésta? Sin lugar,
familiar, la melodía límpida llevaba mucho tiempo dormida en su
corazón. Ahora le hablaba de otro tiempo, otro lugar; era la música
que Elizabeth solía tocar. La melodía suave evocó un bosque de
recuerdos. Ferris se perdió en el tumulto de anhelos pasados,
conflictos, deseos ambivalentes. Era extraño que la música, ocasión
de esta anarquía tumultuosa, fuera tan clara y serena. La melodía
principal quedó rota por la aparición de la criada.
—Señora,
la cena está servida.
Todavía,
después que se sentó a la mesa entre sus anfitriones, la música
interrumpida le oscurecía el humor. Estaba algo borracho.
—L’improvisation
de la vie humaine
—dijo—.
No hay nada que te haga darte tanta cuenta de la improvisación de la
existencia humana como una canción sin terminar, o un viejo cuaderno
de direcciones.
—¿Un
cuaderno de recuerdos? —repitió Bailey. Luego se calló prudente.
—Sigues
siendo el mismo, John —dijo Elizabeth con algo de la antigua
ternura.
La
cena de aquella noche era al estilo del Sur, y los platos eran de los
que a él le gustaban: pollo frito y pastel de maíz y batatas en
dulce. Durante la comida, Elizabeth mantuvo viva la conversación
cuando los silencios se hacían demasiado largos. Y así Ferris tuvo
ocasión de hablar de Jeannine.
—La
conocí el otoño pasado, hacia esta época, en Italia. Es cantante y
tenía un contrato en Roma. Creo que nos casaremos pronto.
Las
palabras parecían tan verdaderas, inevitables, que Ferris no se dio
al principio cuenta de que mentía. Él y Jeannine no habían hablado
nunca de matrimonio en todo el año. Y en realidad ella seguía
casada con un ruso blanco, agente de bolsa en París, del que llevaba
separada cinco años. Pero era demasiado tarde para corregir la
mentira. Elizabeth ya estaba diciendo: «Me alegra mucho saberlo.
Enhorabuena, Johnny.»
Trató
de compensarlo con cosas verdaderas:
—El
otoño romano es tan bonito… Suave y florido. —Añadió—:
Jeannine tiene un niño de seis años. Un chico curioso con tres
idiomas; le llevo algunas veces a las Tullerías.
Mentira
otra vez. Había llevado sólo una vez al pequeño a los jardines. El
pálido niño extranjero, con los pantaloncitos cortos que dejaban al
descubierto las piernas huesudas, había echado su barco en el
estanque de cemento y había montado en un caballito. El niño había
querido entrar en el guiñol. Pero no había habido tiempo porque
Ferris tenía un compromiso en el Hotel Scribe. Le había prometido
que irían al guiñol otra tarde. Solamente había llevado una vez a
Valentin a las Tullerías.
Hubo
un revuelo. La criada trajo una tarta blanca con velas rojas. Los
niños entraron en pijama. Ferris no comprendía aún.
—Felicidades,
John —dijo Elizabeth—. Sopla las velas.
Ferris
se acordó de que era el día de su cumpleaños. Las velas se fueron
apagando despacio y olía a cera quemada. Ferris tenía treinta y
ocho años. Las venas de sus sienes se oscurecieron y latieron de una
manera visible.
—Es
hora de ir al teatro.
Ferris
agradeció a Elizabeth la cena de cumpleaños y dijo los adioses
apropiados. La familia entera le despidió en la puerta.
Una
luna alta, fina, brillaba sobre los oscuros rascacielos mellados. En
las calles hacía viento y frío. Ferris fue deprisa a la Tercera
Avenida y llamó un taxi. Miraba la ciudad nocturna con la atención
deliberada de la partida y quizá de despedida. Estaba solo. Deseó
que llegara pronto la hora del vuelo y el viaje.
Al
día siguiente miró la ciudad desde el cielo, bruñida al sol, de
juguete, precisa. Luego, América se quedó atrás y sólo estaba el
Atlántico y la distante costa europea. El océano tenía un color
lechoso, pálido, plácido bajo las nubes. Ferris dormitó casi todo
el día. Hacia el atardecer pensaba en Elizabeth y en la visita de la
tarde anterior. Pensó en Elizabeth entre su familia, con deseo, con
envidia y una pena inexplicable. Buscó la melodía, la frase sin
terminar que le había emocionado tanto. La cadencia, algunos sonidos
dispersos, era todo lo que le quedaba; la melodía misma había
huido. Había encontrado, en cambio, la primera voz de la fuga que
Elizabeth había tocado, irónicamente invertida y en tono menor.
Colgado sobre el océano, las preocupaciones por su soledad y por lo
transitorio de las cosas dejaron de acongojarle y pensó en la muerte
de su padre con ecuanimidad. A la hora de cenar, el avión llegó a
la costa francesa.
A
medianoche, Ferris cruzaba París en un taxi. El cielo estaba
cubierto y la neblina ponía halos a las luces de la plaza de la
Concordia. Los bistrós nocturnos brillaban en los pavimentos
húmedos. Como siempre después de un vuelo transoceánico, el cambio
de continentes era demasiado repentino. Nueva York por la mañana,
esta noche París. Ferris entrevió el desorden de su vida; la
sucesión de ciudades, de amores transitorios; y el tiempo, el
siniestro deslizarse de los años, siempre el tiempo.
—Vite,
vite!
—llamó
con terror—.
Dépêchez-vous.
Valentin
le abrió la puerta. El niño estaba en pijama, con una bata roja que
le venía grande. Sus ojos grises estaban ensombrecidos y, al entrar
Ferris en el piso, chispearon momentáneamente.
—J’attends,
maman.
Jeannine
cantaba en un club nocturno. No estaría en casa hasta dentro de una
hora. Valentin volvió a un dibujo que estaba haciendo, acurrucándose
con sus lápices sobre un papel extendido en el suelo. Ferris miró
el dibujo: era uno que tocaba el banjo con las notas y las líneas
onduladas saliéndole en un globito, como en las historietas.
—Volveremos
otra vez a las Tullerías.
El
niño levantó la cabeza y Ferris se lo acercó a las rodillas. La
melodía, la música sin terminar que Elizabeth había tocado le vino
de repente a la memoria. Sin pedírselo, la memoria desembarcaba en
él su carga; esta vez trayendo sólo reconocimiento y súbita
alegría.
—Monsieur
Jean —dijo el niño—. ¿Le vio usted?
Confuso,
Ferris pensó solamente en otro niño, el niño pecoso, mimado por su
familia.
—¿A
quién, Valentin?
—A
su papá, en Georgia. —El niño añadió—: ¿Estaba bien? Ferris
se apresuró a decir:
—Iremos
a las Tullerías a menudo, a montar en el caballito y ver el guiñol.
Lo veremos y no tendremos prisa nunca más.
—Monsieur
Jean —dijo el niño—. El guiñol está cerrado ahora.
Otra
vez el terror, la comprensión de años desperdiciados, y la muerte.
Valentin, impulsivo y confiado, se acurrucaba entre sus brazos. Su
mejilla tocó la mejilla suave y sintió el roce de las pestañas
delicadas. Con íntima desesperación estrechó al niño como si una
emoción tan cambiante como su amor pudiera dominar el pulso del
tiempo.
El aliento del cielo, 2012.
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