En los tiempos de la ilegalidad,
un día llegó a casa del señor Egge un agente que le mostró un
documento expedido en nombre de quienes dominaban la ciudad y en el
cual se decía que toda vivienda en la que él pusiera el pie pasaría
a pertenecerle; también le pertenecería cualquier comida que
pidiera, y todo hombre que se cruzara en su camino debería asimismo
servirle.
Y el agente se sentó en una
silla, pidió comida, se lavó, se acostó y, con la cara vuelta
hacia la pared, poco antes de dormirse preguntó:
—¿Estás dispuesto a
servirme?
El señor Egge lo cubrió con
una manta, ahuyentó las moscas, veló su sueño y, al igual que
aquel día, lo siguió obedeciendo por espacio de siete años. No
obstante, hiciera lo que hiciera por él, hubo una cosa de la que
siempre se abstuvo: decir aunque sólo fuera una palabra.
Transcurridos los siete años murió el agente, que había engordado
de tanto comer, dormir y dar órdenes. El señor Egge lo envolvió
entonces en la manta ya podrida, lo arrastró fuera de la casa, lavó
el camastro, enjalbegó las paredes, lanzó un suspiro de alivio y
respondió:
—No.
Historias del señor Keuner, 1958.
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