Cuando todo son
malas noticias
o simplemente —y
peor—
todo es una
gigantesca
ausencia de noticias
hace falta algo
para sacar fuerzas
de donde no las hay
y seguir con la
comedia.
El teléfono es Dios
que se ha callado.
El buzón se ha
transformado
en papelera.
La gente
a la que alguna vez
hemos querido
es un recuerdo
que se pudo haber
soñado.
Cualquier cosa puede
servir
y nada sirve:
la muerte de alguien
que nos roce muy
cerca.
Una amenaza de
desahucio
por impago de
alquiler.
El diagnóstico de
alguna
enfermedad, si no
fatal
entretenida al
menos.
Un ataque
de migraña.
Un tumulto histérico
en la calle.
Una vieja
comiéndose un
plátano
en un banco,
bajo la lluvia.
Lo que sea
menos este asco
incoloro
en que se pudre el
corazón.
Bombeando
por pura incapacidad
para otra cosa.
Mensajes en botellas rotas, 1996.
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