Hay una mujer sentada en la playa. Los ojos fijos. Parece estar secando al sol alguna pena. La mar le queda de frente y se mueve adelante, atrás, adelante, atrás, en olas gordas como vientres preñados. Finalmente, una se hincha en una redondez descomunal de espuma blanca y en una última contracción expulsa un pez a la orilla. La mujer, impasible, lo mira boquear a sus pies, abrir las branquias con desesperación, coletear dejando caprichosas huellas en la arena. Le falta una aleta. De pronto la mujer lo recoge, pero no lo devuelve al mar. Lo acuna, intentando retener su cuerpo resbaladizo. Lo protege contra su pecho seco. Ella es otra, más anterior. El pez tampoco es un pez.
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