Para Bernadette y Claude Faragg.
Antes, ayer, yo amaba a Irene.
Hasta ayer en que ella se fue, yo la amé locamente.
Ahora, que trato que la línea
del párpado no se corra, dibujarla como siempre vi que ella la
dibujaba, un ojo ya terminado, el otro sin embargo que sospecho
quedará un poco distinto, más oscuro, con la sombra menos violeta,
tirando al malva (¡lo que es la inexperiencia!), la raya menos dócil
y ondulada y sobre todo de otro color -me estiro el ojo con el índice
de la mano izquierda mientras la otra mano tiembla repasando el borde
donde están plantadas las pestañas- sin saber por qué, ya que he
utilizado el mismo lápiz para uno y otro ojo; que parece que este
arreglito va a resultar un desastre, parado como estoy sobre el piso
mojado del baño y que sus pantuflas de raso me oprimen salvaje los
pies, equilibrándome entre resbalones pues me tengo que inclinar
hacia el espejo donde la luz es más fuerte y todo para que este ojo
quede en lo posible igual al otro, lo que dudo; que siento que el
calor de la ampolleta funde la crema base haciéndola gotear por la
frente y las mejillas como excesivo sudor que amenaza también con
inundar y echar por tierra el paciente trabajo de los ojos; que me
doy cuenta que antes debí ponerme pancake y los polvos ya que de
este modo la piel estaría ahora seca y no chorreando esta especie de
esperma: la siento correr silenciosa por el cuello y es por esto que
me quedo quieto, para no arruinarme el vestido: las manchas de grasa
se impregnan para siempre en la muselina blanca; que advierto, de una
ojeada, que las uñas me quedaron ásperas e irregulares y -lo más
terrible- que no tienen el mismo tono que ella usaba; que no sé
cuándo voy a terminar de darle al ojo ese aspecto ensoñado que ella
conseguía cada vez que en el pasillo me decía estoy lista; que, eso
sí, recuerdo que en la misma comisura del párpado la línea subía
hacia la órbita, debilitándose, terminando en punta con una colita;
que, también debo apurarme porque debe faltar poco para que él
llegue, tengo que ir a sentarme a la sala, encender la tele, repetir
los movimientos que acompañaron nuestras últimas veladas lentas y
silenciosas; que aún me falta ponerme zapatos y todo por este ojo,
que, mierda, no va a quedar nunca igual al otro y parece que será
mejor dejarlo así; ahora, soy Irene.
Quiberville, La Cigogne, octubre
1968.
Excesos, 1971.
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