Nuestras vidas —que nadie lo lamente—
son como cigarrillos
encendidos en un día de tormenta.
Una brasa protegida
por
el hueco de una mano.
Arden hasta consumirse por enteros
como
deudas que no podremos pagar nunca
y se queman tan deprisa
que
uno quisiera encender otro
encender otra vida
que fuera
menos dura que la anterior
pero eso no es posible
y el
cigarrillo ya se ha consumido
y lo único que podemos hacer es
dejarlo caer.
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