domingo, 31 de julio de 2022

La niñera. Philip K. Dick.

—Cuando miro hacia atrás —dijo Mary Fields—, me asombro de que creciéramos sin una Niñera que nos cuidara.
No cabía duda de que la Niñera había cambiado la vida de los Fields desde el momento en que entró a formar parte de su hogar. Desde que los niños abrían los ojos por la mañana hasta que se dormían, la Niñera les hacía compañía, les vigilaba y se encargaba de que se cumplieran todos sus deseos.
El señor Fields sabía, cuando se marchaba a la oficina, que sus hijos estaban en buenas manos, y Mary se libraba de una interminable sucesión de tareas domésticas y preocupaciones. No tenía que despertar a los niños, ni vestirles, ni lavarles, ni prepararles las comidas, ni nada. Ni siquiera les acompañaba al colegio. Y, al terminar las clases, si no llegaban enseguida a casa, se ahorraba la ansiedad de temer que algo les hubiera ocurrido.
La Niñera no les mimaba, por supuesto. Si los niños pedían algo absurdo o peligroso (un montón de caramelos o la moto de un policía, por ejemplo), tropezaban con la voluntad de hierro de la Niñera. Como un buen pastor, sabía cuándo debía negarse a obedecer sus caprichos.
Los dos niños la querían. Una vez que tuvieron que repararla lloraron y lloraron sin cesar. Ni su madre ni su padre pudieron consolarles, pero cuando la Niñera volvió todo se normalizó. ¡Justo a tiempo! La señora Fields estaba agotada.
—Señor —suspiró Mary, derrumbándose en el sofá—. ¿Qué haríamos sin ella?
—¿Sin quién? —preguntó el señor Fields.
—Sin la Niñera.
—Cualquiera sabe.
Después de despertar a los niños mediante un suave y musical zumbido, emitido a escasos centímetros de sus cabecitas, cuidaba de que se vistieran y bajaran enseguida a desayunar, con la cara limpia y de buen humor. Si estaban enfadados les permitía bajar la escalera subidos en su espalda.
¡Codiciado placer! Bobby y Jean divirtiéndose casi como en las montañas rusas, y la Niñera descendiendo peldaño a peldaño de aquella forma tan curiosa.
La Niñera no preparaba el desayuno, por supuesto; de ello se encargaba la cocinera. Sin embargo, rondaba cerca de allí para vigilar que los niños comieran bien y luego, una vez terminado el desayuno, supervisaba sus preparativos para el colegio. Después de que hubieran recogido los libros, se lavaran y se peinaran, llegaba el momento de atender a su tarea más importante: vigilar que no sufrieran el menor daño en las calles atestadas.
Había muchos peligros en la ciudad, los suficientes como para que la Niñera no descuidara la vigilancia: los veloces vehículos de superficie impulsados por cohetes en los que se desplazaban los hombres de negocios. En cierta ocasión, un bravucón trató de golpear a Bobby, pero un rápido empujón de la Niñera envió al individuo por los suelos; y cuando un borracho se acercó a Jean, con Dios sabe qué intenciones, Nanny lo arrojó a la cuneta con un codazo de su potente brazo metálico.
A veces, los niños se paraban fascinados ante un escaparate. La Niñera les obligaba a proseguir su camino. Y si ocurría que llegaban tarde al colegio les aupaba sobre la espalda y se deslizaba por la acera sobre sus ruedas, que zumbaban y rodaban a toda velocidad.
La Niñera estaba con ellos constantemente después del colegio; supervisaba sus juegos, les vigilaba, les protegía y, por fin, cuando empezaba a oscurecer, les apartaba de sus diversiones y emprendían el regreso a casa.
No fallaba nunca: en cuanto se servía la cena aparecía la Niñera en la puerta con Bobby y Jean, amonestándoles con chirridos y cliqueteos. ¡Justo a tiempo para la cena! Una rápida visita al cuarto de baño para lavarse las manos y la cara.
Y por la noche…
La señora Fields estaba silenciosa y fruncía ligeramente el ceño. Por la noche…
—Tom —dijo.
Su marido levantó la vista del periódico.
—¿Qué?
—Quiero hablar contigo de una cosa, algo muy extraño que no consigo comprender. Ya sé que lo ignoro todo acerca de objetos mecánicos, pero Tom, por la noche, cuando todos estamos durmiendo y en la casa no se oye nada, la Niñera…
Se oyó un ruido.
—¡Mamá! —Jean y Bobby irrumpieron en la sala de estar con las caras rojas de excitación—. ¡Mamá, hicimos una carrera con la Niñera hasta casa y ganamos!
—Ganamos —repitió Bobby—. La vencimos.
—Corrimos mucho más rápidamente que ella —dijo Jean.
—¿Dónde está la Niñera, chicos? —preguntó la señora Fields.
—Ahora viene. Hola, papá.
—Hola, chicos —dijo Tom Fields.
Inclinó la cabeza a un lado y escuchó. Desde el porche llegó un sonido inusual, rasposo y chirriante. Sonrió.
—Esa es la Niñera —dijo Bobby.
La Niñera entró en la sala.
El señor Fields la miró con curiosidad. Siempre le había intrigado. El único ruido que rompía la tranquilidad de la sala provenía de sus ruedas de metal en contacto con el suelo de madera, un peculiar sonido rítmico. La Niñera se inmovilizó a pocos pasos del señor Fields. Los ojos sin párpados, dos células fotoeléctricas al extremo de unos pedúnculos de alambre flexible, permanecieron fijos en él. Los pedúnculos ondularon especulativamente y luego se retrajeron.
La Niñera tenía forma de esfera, una esfera ancha achatada en la base. La superficie, mellada y rayada por el uso, estaba recubierta de un esmalte verde oscuro. No había nada más visible, aparte de los ojos pedunculados, ni siquiera las ruedas. A cada lado del casco se dibujaba el perfil de una puerta, de la que surgían agarraderas magnéticas cuando era necesario. La parte delantera del casco estaba reforzada en un punto. Habían soldado las placas adicionales de atrás adelante, por lo que recordaba a un vehículo militar, una especie de tanque o una nave, una nave metálica redonda posada en tierra. Quizá, también, a un insecto de los llamados bicho munición.
—¡Vamos! —aulló Bobby.
La Niñera cobró vida de repente y empezó a girar poco a poco en el sentido de las ruedas que la dirigían. Se abrió una de sus puertas laterales y surgió un largo brazo metálico. La Niñera cogió a Bobby por el brazo y lo atrajo hacia ella. Después se lo cargó a la espalda. Bobby montó a horcajadas y, sin dejar de saltar, le golpeó los flancos con los talones.
—¡Que te dé la vuelta a la manzana! —gritó Jean.
—¡Arre! —chilló Bobby, y la Niñera, como un enorme insecto redondo de metal chirriante, relés, fotocélulas y tubos, salió de la habitación con el niño a cuestas.
Jean corrió detrás de ella.
Se hizo el silencio. Los padres se quedaron solos.
—¿No es sorprendente? —preguntó la señora Fields—. Ya sé que hoy en día es normal ver robots, más que hace unos años. Los ves por todas partes, en los mostradores de las tiendas, conduciendo autobuses, cavando zanjas…
—Pero la Niñera es diferente —murmuró Tom Fields.
—No es… no es como una máquina. Parece una persona, un ser vivo. A fin de cuentas, es mucho más complicada. Ha de serlo, por fuerza. Dicen que es mucho más complicada que la cocina.
—La verdad es que pagamos mucho por ella —dijo Tom.
—Sí —murmuró Mary Fields—. Parece una criatura viva —vibraba un tono extraño en su voz—. Un auténtico ser humano.
—Cuida muy bien a los niños —comentó Tom, volviendo la atención al periódico.
—Sin embargo, estoy preocupada. —Mary dejó la taza de café sobre la mesa y frunció el ceño. Estaban cenando, y era tarde. Los niños ya estaban en la cama. Mary se secó la boca con la servilleta—. Tom, estoy preocupada. Me gustaría que me escucharas.
Tom Fields parpadeó.
—¿Preocupada? ¿Por qué?
—Por ella…, por la Niñera.
—¿Por qué?
—No… no lo sé.
—¿Crees que necesita una nueva reparación? Acabamos de ponerla a punto. ¿Qué pasa esta vez? Si esos niños no la…
—No es eso.
—Entonces, ¿qué?
Su esposa permaneció en silencio un rato. De pronto, se levantó de la mesa y fue hacia la escalera. Miró hacia arriba y escudriñó la oscuridad. Tom la contempló con perplejidad.
—¿Qué ocurre?
—Quiero asegurarme de que no puede oírnos.
—¿Ella? ¿La Niñera?
—Tom, anoche me desperté otra vez a causa de los ruidos. Los oí otra vez, los mismos ruidos que he oído otras veces. ¡Y tú me dijiste que carecían de importancia!
—Y no la tienen —gesticuló él—. ¿Qué quieres decir?
—No lo sé, eso es lo que me preocupa. Cuando estamos dormidos, ella baja, sale de su habitación. Se desliza por la escalera con el mayor sigilo en cuanto está segura de que dormimos.
—Pero ¿por qué?
—¡No lo sé! La otra noche la oí bajar por la escalera, silenciosa como un ratón. La oí moverse por aquí. Y después…
—Después, ¿qué?
—Tom, después la oí salir por la puerta trasera. Salió de la casa y fue al patio de atrás. Eso fue todo lo que oí durante un rato.
Tom se frotó la barbilla.
—Sigue.
—Me senté en la cama y escuché. Tú dormías, claro, como un tronco. Era inútil intentar despertarte. Me levanté y me asomé a la ventana. Alcé la persiana y miré afuera. La Niñera estaba en el patio de atrás.
—¿Qué hacía?
—No lo sé —el rostro de Mary se veía preocupado—. ¡No lo sé! ¿Qué demonios haría la Niñera, a altas horas de la noche, en el patio de atrás?
Estaba oscuro, terriblemente oscuro, pero los filtros infrarrojos se activaron y la oscuridad se disipó. La forma de metal avanzó por la cocina con las ruedas medio retraídas para evitar el ruido. Llegó a la puerta trasera y se detuvo para escuchar.
La casa seguía en silencio. Todos dormían en el piso de arriba. Dormían profundamente.
La Niñera abrió la puerta trasera, salió al porche y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. El aire de la noche era frío, cortante, y transportaba toda clase de olores, olores extraños, estimulantes olores nocturnos que despiertan cuando la primavera se transmuta en verano, cuando la tierra todavía está húmeda y el cálido sol de julio aún no ha gozado de la oportunidad de exterminar las pequeñas cosas que crecen.
La Niñera bajó los peldaños hasta el sendero de cemento. Después se movió cautelosamente sobre la hierba. Las hojas húmedas acariciaban sus costados. Al cabo de unos momentos se detuvo y se alzó sobre las ruedas traseras. Su parte frontal se elevó en el aire. Sus ojos pedunculados, rígidos y tiesos, se estiraron y ondularon con mucha suavidad. Luego recobró su aspecto normal y siguió adelante.
El sonido se produjo cuando daba la vuelta alrededor del melocotonero, en dirección a la casa.
Se inmovilizó al instante, al acecho. Sus puertas laterales se abrieron y surgieron las agarraderas en toda su longitud, ágiles y alertas. Algo se había movido al otro lado de la cerca, más allá de la fila de margaritas. La Niñera aguzó la vista y dispuso los filtros. Solo unas pocas estrellas titilaban en el cielo, pero vio lo que tenía que ver.
Una segunda Niñera se movía al otro lado de la cerca, abriéndose paso en silencio entre las flores. Intentaba hacer el menor ruido posible. Ambas Niñeras se detuvieron, súbitamente paralizadas, mirándose una a la otra… la Niñera verde aguardaba en su patio a la intrusa azul que avanzaba hacia la cerca.
La intrusa azul era de mayores dimensiones, diseñada para manejar a dos muchachos. Sus costados estaban mellados y combados por el uso, pero las agarraderas todavía se mantenían fuertes y poderosas. Además de las placas de refuerzo adicionales que recubrían su parte delantera, tenía una mandíbula prominente de duro metal que se estaba poniendo en posición, preparada y a punto de entrar en acción.
Productos Mecho, el fabricante, había llamado la atención sobre el detalle de la mandíbula: era su marca de fábrica, su único rasgo original. Todos los folletos ponían énfasis en la enorme pala frontal montada en todos los modelos. Y había una prestación opcional: un filo cortante, accionado mecánicamente, que podía instalarse por una cantidad adicional en todos los modelos de lujo.
Así iba equipada la Niñera azul.
La intrusa llegó a la cerca. Se detuvo e inspeccionó con minuciosidad las tablas. Eran de escaso grosor y estaban podridas por el paso de los años. Apretó su pesada cabeza contra la madera. La cerca cedió y se rompió en pedazos. La Niñera verde se alzó al instante sobre sus ruedas traseras y sacó las agarraderas. Se sentía henchida de una feroz alegría, de una insoportable excitación: el salvaje frenesí de la batalla.
Se aproximaron, rodando en silencio sobre la tierra, con las agarraderas dispuestas. Ninguna produjo el menor ruido, ni la Niñera azul de Productos Mecho ni la Niñera verde, más pequeña, más ligera, de la Compañía de Servicios Industriales. Lucharon sin tregua, cuerpo a cuerpo, la gran mandíbula tratando de desgarrar las delicadas ruedas, y la Niñera verde intentando clavar su extremo metálico en los ojos que centelleaban a intervalos contra su flanco. La Niñera verde tenía la desventaja de ser un modelo de precio intermedio, inferior en clase y en peso, pero se debatió con furia y encarnizamiento.
Rodaron por el húmedo suelo sin dejar de combatir, sin hacer el menor ruido: realizaban la violenta tarea para la que cada una había sido diseñada en última instancia.
—No puedo creerlo —murmuró Mary Fields con un movimiento de la cabeza—. No lo entiendo.
—¿Crees que lo hizo algún animal? —aventuró Tom—. ¿Hay perros grandes en el vecindario?
—No. Había un setter irlandés rojo muy grande, pero sus dueños se fueron a vivir al campo. Era el perro del señor Petty.
Ambos contemplaban, taciturnos y preocupados, el estado de la Niñera, que se hallaba posada junto a la puerta del cuarto de baño y vigilaba que Bobby se cepillara los dientes. El casco verde estaba doblado y retorcido. Le habían destrozado un ojo y el cristal estaba astillado. Una agarradera no se retraía por completo; colgaba, inutilizada, fuera de la puerta.
—No consigo entenderlo —repitió Mary—. Llamaré a la tienda de reparaciones, a ver qué dicen. Tom, algo ha sucedido esta noche, mientras dormíamos. Los ruidos que oí…
—Shhh —le advirtió Tom.
La Niñera se aproximaba, cliqueteando y chirriando a intervalos regulares. Pasó de largo, un tubo verde de metal renqueante que emitía un sonido áspero y arrítmico. Tom y Mary Fields la contemplaron con expresión compungida mientras se tambaleaba hasta la sala de estar.
—Me pregunto… —murmuró Mary.
—¿Qué?
—Me pregunto si volverá a suceder. —Levantó los ojos hacia su marido, unos ojos llenos de preocupación—. Ya sabes cuánto la quieren los niños… y cuánto la necesitan. Se sentirían desprotegidos sin ella, ¿verdad?
—Quizá no vuelva a ocurrir —repuso Tom—, quizá fue un accidente.
Pero no lo creía; de hecho, estaba convencido de que no se trataba de un accidente.
Entró en el garaje, dio marcha atrás a su vehículo de superficie y lo maniobró hasta que el maletero quedó frente a la puerta trasera de la casa. Solo tardó un momento en meter dentro a la mellada y maltrecha Niñera. Llegó en diez minutos al departamento de mantenimiento y reparaciones de la Compañía de Servicios Industriales.
El empleado, vestido con un mono blanco manchado de grasa, le recibió en la entrada.
—¿Problemas? —preguntó con desgana; detrás del empleado, en las profundidades del edificio que abarcaba una manzana, se veían filas de Niñeras, en distintas fases de montaje—. ¿Dónde está el fallo esta vez?
Tom no dijo nada. Ordenó a la Niñera que saliera del vehículo y esperó a que el empleado la examinara.
El mecánico meneó la cabeza, se puso en pie y se secó la grasa de las manos.
—Le va a costar un montón de pasta. La transmisión neural está rota.
—¿Ha visto algo parecido antes? —preguntó Tom con la garganta seca—. Usted ya sabe que no se ha roto; fue destrozada.
—Desde luego —asintió en tono neutro el mecánico—. Se emplearon a fondo. A juzgar por los pedazos arrancados —señaló las melladas secciones delanteras del casco—, creo que fue obra de uno de los nuevos modelos Mecho de mandíbula saliente.
La sangre de Tom Fields se heló en sus venas.
—O sea, que no le pilla de sorpresa —dijo suavemente, casi conteniendo la respiración—. Ocurre a menudo.
—Bueno, Mecho acaba de lanzar al mercado ese modelo. No está nada mal… Cuesta el doble que este. Claro que —añadió con aire pensativo— tenemos un equivalente, igual de bueno y por menos dinero.
—Quiero que me arreglen este —dijo Tom con la mayor serenidad posible—. No pienso comprar otro.
—Haré lo que pueda, pero no volverá a ser como antes. La avería es muy grave. Le recomiendo que lo entregue como entrada del nuevo, recuperará casi todo lo que pagó. Cuando lancemos los nuevos modelos, dentro de un mes o así, los vendedores irán como locos para…
—Aclaremos esto. —Tom Fields encendió un cigarrillo con manos trémulas—. Ustedes no quieren reparar estos modelos, ¿verdad? Quieren vender los nuevos en cuanto estos se estropeen… —Se fijó en el mecánico—. Se estropeen, o los estropeen.
El mecánico se encogió de hombros.
—Creo que es una pérdida de tiempo repararlo. De todas maneras, no tardará en estar acabado. —Le dio una patada a la maltrecha esfera verde—. Este modelo tiene ya tres años, señor; no sirve para nada.
—Arréglelo —masculló Tom. Empezaba a comprender en su totalidad la situación y a perder el control de sus nervios—. ¡No voy a comprar uno nuevo! ¡Quiero que me arreglen este!
—Desde luego —se resignó el mecánico. Empezó a llenar un formulario—. Haremos lo que podamos, pero no espere milagros.
Mientras Tom Fields firmaba con brusquedad la hoja, trajeron dos Niñeras averiadas más.
—¿Cuándo puedo pasar a buscarla? —preguntó.
—Dentro de un par de días —respondió el mecánico, señalando la fila de Niñeras a medio reparar—. Como puede ver, no damos abasto.
—Esperaré, aunque tarden un mes.
—¡Vamos al parque! —gritó Jean.
Así que fueron al parque.
Era un día muy agradable; el sol calentaba la tierra, y el viento mecía las flores y la hierba. Los dos niños corrieron por el sendero de grava. Respiraron a pleno pulmón el aire perfumado por el aroma de las rosas, las hortensias y los naranjos. Atravesaron un bosquecillo de oscuros y lustrosos cedros. La tierra que pisaban, la piel aterciopelada y húmeda de un mundo vivo, era suave y blanda. Al otro lado de los cedros se extendía un gran prado verde, iluminado por el sol que brillaba en el cielo azul.
La Niñera les seguía. Se desplazaba lentamente, acompañada por el cliqueteo de las ruedas. La agarradera había sido reparada, y contaba con una unidad óptica nueva en lugar de la averiada, pero se echaba en falta la perfecta coordinación de antaño; tampoco habían pulido el casco. Se detuvo un momento, y los niños hicieron lo mismo, esperando con impaciencia a que les alcanzara.
—¿Qué pasa, Niñera? —preguntó Bobby.
—Algo le falla —se lamentó Jean—. Ha estado muy rara desde el pasado miércoles, rara y lenta. Y se ausentó unos días.
—La llevaron a reparar —anunció Bobby—. Me parece que estaba cansada. Papá dice que es vieja. Oí una conversación entre él y mamá.
Siguieron adelante un poco tristes, con la Niñera tratando de mantener el ritmo. Había unos cuantos bancos esparcidos por el prado, y la gente tomaba perezosamente el sol. Un joven estaba estirado sobre la hierba, con la cara protegida por un periódico y la chaqueta doblada bajo la cabeza, a modo de almohada. Dieron un rodeo para no tropezar con él.
—¡Allí está el lago! —gritó Jean, más animada.
El prado se inclinaba en una suave pendiente, a cuyo pie empezaba un sendero de grava que llevaba hasta el lago. Los niños gritaron de júbilo y se pusieron a correr pendiente abajo, mientras la Niñera hacía denodados esfuerzos para alcanzarles.
—¡El lago!
—¡El último es una maloliente sabandija marciana muerta!
Bajaron sin aliento por el sendero hasta la estrecha franja verde que era la orilla, lamida por las aguas. Bobby se puso a cuatro patas entre risas y jadeos. Jean se acomodó a su lado y se arregló el vestido. En el fondo de las aguas azuladas se movían renacuajos y pececillos artificiales, demasiado pequeños para cogerlos.
En el otro extremo del lago unos niños hacían flotar barcos provistos de ondulantes velas blancas. Un individuo obeso leía un libro sentado en un banco, con una pipa en la boca. Un chico y una chica paseaban por la orilla cogidos del brazo, entregados a su mutua contemplación, ajenos al mundo que les rodeaba.
—Ojalá tuviéramos un barco —suspiró Bobby.
La Niñera consiguió llegar hasta ellos, precedida por toda clase de rechinamientos y sonidos metálicos. Se detuvo y retrajo las ruedas para posarse sobre la hierba. No se movió. El sol se reflejaba en el ojo bueno. El otro no estaba sincronizado; no servía para nada. Acomodó su peso sobre el costado menos dañado, pero se movía con lentitud, imprecisión y torpeza. Olía a aceite quemado y a fricción.
Jean la examinó y palmeó su torcido costado con afecto.
—¡Pobre Niñera! ¿Qué te hicieron, Niñera? ¿Qué te pasó? ¿Te metiste en líos?
—Echémosla al agua —sugirió Bobby—, a ver si sabe nadar. ¿Saben nadar las Niñeras?
Jean dijo que no, porque pesaba demasiado. Se hundiría hasta el fondo y nunca más la volverían a ver.
—Entonces no la echaremos —decidió Bobby.
Estuvieron en silencio durante un rato. Algunos pájaros pasaron volando sobre sus cabezas, manchas redondeadas que surcaban el cielo. Un niño montado en una bicicleta llegó por el sendero de grava. La rueda delantera no estaba del todo firme.
—Me gustaría tener una bicicleta —murmuró Bobby.
El niño pasó de largo a lomos de su bicicleta inestable. El hombre gordo se levantó y golpeó su pipa contra el banco. Cerró el libro y paseó por el sendero mientras se secaba el sudor de la frente con un enorme pañuelo rojo.
—¿Qué pasa cuando las Niñeras se hacen viejas? —preguntó Bobby—. ¿Qué hacen, adónde van?
—Van al cielo. —Jean palmeó cariñosamente el mellado casco verde—. Como todo el mundo.
—¿Las Niñeras nacen? ¿Siempre hubo Niñeras? —Bobby había empezado a profundizar en los misterios cósmicos—. Tal vez hubo un tiempo en que no había Niñeras. Me gustaría saber cómo era el mundo antes de que vivieran las Niñeras.
—Claro que hubo siempre Niñeras —se impacientó Jean—. Si no había, ¿de dónde vinieron?
Bobby no halló respuesta. Meditó un rato, pero se adormeció… Era demasiado joven para resolver tales enigmas. Los párpados le pesaban. Bostezó. Jean y él se tendieron en la hierba, junto al lago, contemplaron el cielo y las nubes, escucharon el sonido del viento que acariciaba los cedros. La castigada Niñera descansó y recuperó sus menguadas fuerzas.
Una preciosa niña, ataviada con un vestido azul y una cinta de colores en el pelo castaño, se acercó poco a poco por el prado, en dirección al lago.
—Mira —dijo Jean—, es Phyllis Casworthy. Tiene una Niñera naranja.
La observaron con mucho interés.
—¿Te imaginas una Niñera naranja? —comentó con desagrado Bobby.
La niña y su Niñera atravesaron el sendero y llegaron a la orilla del lago. La Niñera y ella se detuvieron y contemplaron las aguas, las velas blancas de los barcos de juguete y los peces mecánicos.
—Su Niñera es más grande que la nuestra —observó Jean.
—Es verdad —admitió Bobby. Señaló la esfera verde con cariño—. Pero la nuestra es más bonita, ¿verdad?
Su Niñera no se movió. Se volvió para mirarla, sorprendido. La Niñera verde se mantenía rígida, inmóvil. Su ojo pedunculado bueno estaba extendido del todo y examinaba a la Niñera naranja fijamente, sin pestañear.
—¿Qué ocurre? —inquirió Bobby, preocupado.
—Niñera, ¿qué te pasa? —repitió Jean.
La Niñera verde zumbó. Sus ruedas se enderezaron con un seco chasquido metálico. Las puertas se abrieron y surgieron las agarraderas.
—Niñera, ¿qué haces?
Jean, nerviosa, se levantó de un brinco. Bobby la imitó.
—¡Niñera! ¿Qué ocurre?
—¡Vámonos! —dijo Jean, asustada—. Volvamos a casa.
—Vamos, Niñera —ordenó Bobby—. Volvamos a casa.
La Niñera verde, ignorando sus voces, se apartó. La gran Niñera de color naranja se separó de la niña y se deslizó sobre la hierba.
—¡Niñera, vuelve! —gritó la niña con su aguda vocecilla.
Jean y Bobby subieron corriendo la pendiente cubierta de hierba, alejándose del lago.
—¡Ya vendrá! —dijo Bobby—. ¡Niñera, vuelve, por favor!
Pero la Niñera no volvió.
La Niñera naranja, gigantesca, mucho más grande que el modelo Mecho azul que había penetrado en su patio aquella noche, se aproximó. El modelo armado con una enorme mandíbula se hallaba esparcido en pedazos en el extremo de la cerca, con el casco destrozado y las piezas diseminadas por los alrededores.
Esta Niñera naranja era la más grande que la Niñera verde había visto nunca. La Niñera verde avanzó con movimientos torpes. Levantó las agarraderas y preparó sus escudos internos. La Niñera naranja desdobló un robusto brazo de metal, montado en un largo cable. El brazo metálico se alzó en el aire, remolineó en círculos, cada vez más rápido, hasta alcanzar una ominosa velocidad.
La Niñera verde vaciló. Retrocedió, tratando de eludir la movediza maza metálica. Y, mientras intentaba ordenar sus pensamientos, paralizada por la duda, la otra se lanzó sobre ella.
—¡Niñera! —chilló Jean.
—¡Niñera, Niñera!
Los dos cuerpos de metal rodaron furiosamente sobre la hierba, luchando y debatiéndose con desesperación. La maza de metal golpeó una y otra vez el casco verde. El cálido sol brillaba en lo alto del cielo, y el viento levantaba suaves olas en la superficie del lago.
—¡Niñera! —gritó Bobby, saltando de desesperación.
Pero no obtuvo respuesta de la retorcida masa de restos naranja y verde.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Mary Fields, pálida y con los labios apretados.
—Quédate aquí.
Tom cogió la chaqueta y el sombrero, se los puso y fue hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—¿Está el coche fuera?
Tom abrió la puerta principal y salió al porche. Los dos niños, desolados y temblorosos, le observaron con temor.
—Sí —murmuró Mary—, está fuera. ¿Adónde…?
Tom habló a los niños con brusquedad.
—¿Estáis seguros de que está… muerta?
Bobby asintió con la cabeza. Grandes lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Piezas… desparramadas por la hierba.
—Volveré enseguida —dijo Tom— y no os preocupéis. Quedaos aquí.
Bajó a toda prisa los peldaños hasta el vehículo. Al cabo de un momento le oyeron partir a toda velocidad.
Tuvo que recorrer varias agencias antes de encontrar lo que buscaba. Servicios Industriales no le sirvió de nada. Sin embargo, descubrió en el escaparate, lujosamente iluminado, de Complementos para el Hogar justo lo que necesitaba. Estaban a punto de cerrar, pero el empleado le franqueó el paso al ver la expresión de su rostro.
—Me lo llevaré —dijo Tom, haciendo ademán de sacar su talonario.
—¿Cuál, señor? —preguntó el empleado.
—El más grande, ese negro que hay en el escaparate, con cuatro brazos y el espolón.
El empleado hizo una reverencia y el rostro se le iluminó de satisfacción.
—¡Sí, señor! —exclamó, agitando su cuaderno de pedidos—. El Emperador de lujo, provisto de los últimos adelantos. ¿Desea el modelo equipado con la agarradera de alta velocidad y realimentación por control remoto? Por un módico precio adjuntamos una pantalla de comunicación visual; sin abandonar la comodidad de su hogar puede seguir todos sus pasos.
—¿Sus pasos? —preguntó Tom con brusquedad.
—Cuando entra en acción. —El empleado se puso a escribir con gran rapidez—. Acción es la palabra apropiada… Este modelo ataca a su adversario a los quince segundos de ser activado. No hay comparación con ningún otro modelo, nuestro o ajeno. Hace seis meses decían que sobrepasar el límite de quince segundos era una utopía —el empleado rio histéricamente— pero la ciencia no cesa de progresar.
Una extraña lasitud se apoderó de Tom Fields.
—Escuche —dijo con voz ronca, agarrando al empleado por la solapa. El cuaderno de pedidos cayó al suelo; el empleado tragó saliva, sorprendido y asustado—. Escúcheme atentamente, cada vez construyen modelos más poderosos… ¿verdad? Nuevos modelos, nuevas armas, cada año. Ustedes y las demás compañías… Los dotan de accesorios capaces de destruirse unos a otros.
—¡No! —se indignó el empleado—. Todos los modelos de Complementos para el Hogar son indestructibles. Algunos se averían de vez en cuando, pero no encontrará uno que haya quedado fuera de servicio. —Recogió con dignidad su cuaderno de pedidos y se alisó la chaqueta—. No, señor, nuestros modelos sobreviven. Hace poco vi un modelo antiguo, un 3-S de siete años de edad, que aún funcionaba. Un poco estropeado, pero lleno de energía. Me gustaría ver a uno de esos modelos baratos de Protección y Compañía compitiendo con ese.
Tom, controlándose con un gran esfuerzo, preguntó:
—Pero ¿por qué? ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué se proponen con esta… competencia?
El empleado vaciló. Volvió su atención al cuaderno de pedidos.
—Sí, señor. Competencia: ha puesto el dedo en la llaga. Competencia triunfante, para ser exactos. Complementos para el Hogar no desea la competencia… la destruye.
A Tom Fields le costó un segundo reaccionar, hasta absorber el significado de las palabras.
—Entiendo. En otras palabras, estos objetos quedan superados al año de ser lanzados al mercado: inútiles, pequeños, insuficientes. Si no son reemplazados, si no compras uno nuevo, un modelo más perfeccionado…
—Por cierto, ¿su Niñera actual llevó la peor parte en la contienda? —Sonrió con conocimiento de causa—. ¿Es un modelo algo pasado de moda, quizá? ¿No está a la altura de las exigencias actuales? ¿No hizo acto de presencia por la noche?
—No volvió a casa.
—Sí, fue destruida… Ahora lo comprendo todo. Suele pasar. No le queda otra elección, señor. No es culpa de nadie, señor. No acuse a Complementos para el Hogar.
—Sin embargo —repuso Tom—, cuando uno es destruido, ustedes venden otro, lo que significa que salen beneficiados, dinero en metálico.
—Cierto, pero también exige que estemos a la altura de las circunstancias. No podemos quedarnos atrás… Usted mismo comprobó, si me disculpa, las desafortunadas consecuencias de quedarse atrás.
—Sí —asintió Tom con voz casi inaudible—. Me advirtieron de que no valía la pena repararla, que era mejor cambiarla por otra.
El rostro confiado y resplandeciente del empleado pareció ensancharse. Brilló, como un sol en miniatura, feliz y exaltadamente.
—Ahora todo está arreglado, señor. Con este modelo no habrá competencia posible. Sus problemas se han terminado, señor… ¿A qué nombre redacto la orden de entrega?
Bobby y Jean contemplaron fascinados la enorme caja que los transportistas depositaron en la sala de estar entre gruñidos e imprecaciones.
—Muy bien —dijo con sequedad Tom—. Gracias.
—De nada, señor —los transportistas se marcharon y cerraron la puerta con un fuerte golpe.
—Papá, ¿qué es eso? —susurró Jean. Los dos niños inspeccionaron la caja, asombrados e intrigados.
—Lo veréis dentro de un momento.
—Tom, ya deberían estar acostados —protestó Mary—. ¿No pueden verlo mañana?
—Quiero que lo vean ahora.
Tom desapareció en el sótano y volvió con un destornillador en la mano. Se arrodilló junto a la caja y procedió a sacar los tornillos.
—Por una vez, pueden irse a la cama un poco más tarde.
Sacó las tablas una por una con pericia y tranquilidad. Arrancó la última por fin y la apoyó en la pared, junto con las demás. Sacó el libro de instrucciones y el certificado de garantía por noventa días, y se los tendió a Mary.
—Coge esto.
—¡Es una Niñera! —gritó Bobby.
—¡Una Niñera muy grande!
La gran forma negra yacía en el fondo de la caja, como una gran tortuga de metal, embutida en una capa de grasa, cuidadosamente comprobada, aceitada y garantizada. Tom afirmó con la cabeza.
—Exacto, es una Niñera, una nueva Niñera que ocupará el lugar de la anterior.
—¿Para nosotros?
—Sí. —Tom se sentó en una silla y encendió un cigarrillo—. Mañana por la mañana la pondremos en funcionamiento y veremos qué tal se porta.
Los niños abrieron unos ojos como platos. Ninguno de los dos se atrevía a respirar o a hablar.
—Pero esta vez debéis alejaros del parque —advirtió Mary—. No la llevéis al parque, ¿me oís?
—No —la contradijo Tom—, pueden ir al parque.
Mary le miró, vacilante.
—Pero esa cosa naranja podría…
—No me importa que vayan al parque —sonrió Tom. Se giró hacia Bobby y Jean—. Id al parque cuando os dé la gana, y no tengáis miedo de nada ni de nadie. No os olvidéis.
Propinó una patada a una esquina de la caja.
—No debéis tener miedo a nada. Nunca más.
Bobby y Jean asintieron sin dejar de observar el fondo de la caja.
—Muy bien, papá —susurró Jean.
—¡Caray, mirad eso! —exclamó Bobby—. ¡Miradla! No sé si podré esperar a mañana.

La esposa de Andrew Casworthy se reunió con su marido en la puerta de su lujosa mansión de tres plantas, y agitó las manos con nerviosismo.
—¿Qué sucede? —gruñó Casworthy, sacándose el sombrero. Se secó con un pañuelo el sudor de su encarnado rostro—. Señor, qué calor hace hoy. ¿Qué pasa?
—Andrew, tengo miedo de…
—¿Qué demonios ocurre?
—Phyllis ha vuelto del parque sin su Niñera. Cuando Phyllis la trajo a casa ayer estaba abollada y agrietada, y está tan disgustada que no puedo…
—¿Sin su Niñera?
—Vino sola, por sus propios medios. Completamente sola.
La cólera congestionó las facciones del señor Casworthy.
—¿Qué ocurrió?
—Lo mismo de ayer: algo atacó a su Niñera. ¡La destrozó! No conozco bien los detalles, pero algo negro, algo gigantesco y negro… Tal vez haya sido otra Niñera.
La mandíbula de Casworthy descendió lentamente. Su rostro porcino viró a un rojo intenso, un rubor ominoso que floreció y se disipó. Giró sobre sus talones bruscamente.
—¿Adónde vas? —se inquietó su mujer.
El grueso y encolerizado hombre bajó por el sendero a grandes zancadas en dirección a su coche.
—Voy a comprar otra Niñera —murmuró—, la mejor que encuentre, aunque tenga que recorrer cien tiendas. Quiero la mejor…, la más grande.
—Pero, querido —le advirtió su esposa, corriendo tras él—, ¿nos lo podemos permitir? —Enlazó las manos ansiosamente y prosiguió—: ¿No sería mejor esperar? Pensémoslo un poco más, hasta que hayamos recobrado la… calma.
Pero Andrew Casworthy ya no la escuchaba. El coche retembló, dispuesto a lanzarse adelante.
—Nadie me va a pasar la mano por la cara —dijo con los labios apretados—. Ya les enseñaré yo, aunque tenga que comprar un último modelo. ¡Aunque tenga que hacer fabricar un nuevo modelo para mí solo!
Y, por extraño que pareciera, supo que alguien lo haría.

sábado, 30 de julio de 2022

Cita en la arena. Ernesto Ortega.

Cuando la vi por primera vez estaba tendida al sol, sobre la arena. Llevaba sus gafas oscuras y un bikini rojo, y bastaron un par de segundos, para saber, sin ninguna duda, que quería pasar el resto de mi vida a su lado. Desde entonces, dedico todo mi tiempo a buscarla. Esta tarde, la he encontrado. El sol ya comenzaba a ponerse en el horizonte y una brisa suave me acariciaba el rostro. Mientras corría hacia ella ha vuelto a suceder. La arena ha empezado a desaparecer bajo nuestros pies y nos hemos precipitado al vacío.
Durante un instante he logrado agarrar su mano. Luego todo ha sido muy rápido. Una montaña de arena se nos ha venido encima y nos hemos soltado. Alguien ha debido de darle vuelta al reloj. Ahora tengo que encontrarla de nuevo.

jueves, 28 de julio de 2022

Signifícase la propia brevedad de la vida, sin pensar, y con padecer, salteada de la muerte. Francisco de Quevedo.

¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!
¡Poco antes, nada; y poco después, humo!
¡Y destino ambiciones, y presumo
apenas punto al cerco que me cierra!

Breve combate de importuna guerra,
en mi defensa soy peligro sumo;
y mientras con mis armas me consumo,
menos me hospeda el cuerpo, que me entierra.

Ya no es ayer; mañana no ha llegado;
hoy pasa, y es, y fue, con movimiento
que a la muerte me lleva despeñado.

Azadas son la hora y el momento,
que, a jornal de mi pena y mi cuidado,
cavan en mi vivir mi monumento. 

 

martes, 26 de julio de 2022

El rompecabezas. Isar Hasim Otazo.

El terrorista gritó “Dios es grande” y apretó el detonador. El aire cimbró con la onda explosiva. Los vidrios de los edificios cercanos se pulverizaron y se activaron las alarmas de los carros. Hombres, mujeres, niños, un perro, varias decenas de hormigas que subían por un árbol y un cuervo que sobrevolaba la escena saltaron en pedazos entre una columna de humo.
Al rato, la nube de polvo, carne, vidrio, hojas, sangre y plumas terminó de depositarse sobre la avenida. Escuché las sirenas que se acercaban, y con ellas llegaron policías, guardas militares y paramédicos. Los vi caminar entre los cuerpos, en busca de alguien que pudiera necesitar ayuda. La confusión era tal que nadie se dio cuenta en qué momento otro terrorista se deslizó entre la multitud y reventó por segunda vez el lugar de los hechos.
Cuando juntaron los cadáveres no se sabía de quién era una mano, un pie, una cabeza. Intentaron armar algunos cuerpos, pero no se sabía qué era de quién.
De mi cuerpo lo único auténtico era la cabeza. El tronco creo que era del terrorista porque estaba muy desfigurado. Un brazo era de un paramédico, a juzgar por el guante de látex que revestía su mano. El resto, definitivamente tampoco era mío.
Quise gritarles a los que armaban ese rompecabezas que colocaran todo en su lugar, pero no tenía voz: en mi garganta se alojó, no sé cómo, una pluma del cuervo.

lunes, 25 de julio de 2022

La fiesta en el jardín. Katherine Mansfield.

Y después de todo hacía un tiempo ideal. Ni hecho a la medida, no hubiesen podido tener un día más adecuado para el garden party. No hacía viento, lucía el sol, y no se divisaba una sola nube en todo el cielo. El azul solo estaba velado por una calina de luz dorada, como ocurre a veces a principios de verano. El jardinero andaba atareado desde muy temprano, segando el césped y rastrillándolo bien, hasta dejar perfectos la hierba y los oscuros y llanos rosetones en los que crecían las margaritas que parecían recién bruñidos. Y uno tenía también la sensación de que las rosas habían comprendido que eran las únicas flores que realmente impresionan a la gente que acude a un garden party; las únicas flores que todo el mundo reconoce sin miedo a una equivocación. Cientos, sí, literalmente cientos de ellas, se habían abierto durante la noche; los verdes rosales se doblaban bajo su peso como si aquella noche hubieran sido visitados por los arcángeles.
Todavía no habían terminado de desayunar cuando llegaron los hombres que debían plantar el entoldado.
Mamá, ¿dónde quieres que levanten la marquesina?
Hijita, no me lo preguntes a mí. Este año he decidido ponerlo todo en vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como si fuese un invitado de honor.
Pero Meg no iba a ir a dar instrucciones a los hombres. Se había lavado el pelo antes de desayunar y estaba sentada tomándose el café con un turbante verde en la cabeza y un par de rizos oscuros y húmedos pegados a las mejillas. Josefa, la mariposa, bajaba siempre vestida con unas enaguas de seda y la chaqueta de un kimono.
Tendrás que ir tú, Laura; tú eres el artista de la familia.
Y Laura salió corriendo, llevando todavía en la mano un trocito de pan con mantequilla. Es fantástico encontrar una excusa para poder comer afuera y, además, le encantaba poder arreglar cosas; siempre le había parecido que era capaz de hacerlo mucho mejor que los otros.
En uno de los caminitos del jardín había cuatro hombres en mangas de camisa, esperando. Llevaban gruesos palos enrrollados en las lonas y grandes bolsas de herramientas colgadas a la espalda. Tenían un aspecto que imponía. Ahora Laura deseó no llevar aquel pedacito de pan con mantequilla en la mano, pero no podía dejarlo en ninguna parte y mucho menos tirarlo al suelo. Notó que se ruborizaba e intentó parecer severa e incluso un poco corta de vista mientras se aproximaba a ellos.
Buenos días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonó tan terriblemente afectada que se avergonzó y empezó a tartamudear como una niña—: Ah…, sí…, ya han llegado ¿eh?…, es por el entoldado, ¿verdad?
Exactamente, señorita —dijo el más fornido de los cuatro hombres, un individuo enjuto y pecoso, cambiándose de hombro la bolsa de las herramientas, echándose el sombrero de paja hacia atrás y dirigiéndole una sonrisa—. Hemos venido a poner el entoldado.
Su sonrisa era tan franca, tan animosa, que Laura recobró los ánimos. ¡Qué ojos tan bonitos tenía, chiquitos, pero de un azul tan intenso! Y ahora miró a los otros, y vio que también sonreían. “Anímese, no nos la vamos a comer”, parecían decir sus sonrisas. ¡Qué simpáticos eran los trabajadores! ¡Y qué mañana tan espléndida! No, no debía hablar del día; debía mostrarse eficiente. La marquesina.
Bien, ¿qué les parece la explanada de los lirios? ¿Estaría bien ahí?
Y señaló hacia donde estaban los lirios con la mano que no sostenía el pedacito de pan con mantequilla. Los hombres se giraron mirando en aquella dirección. Uno bajito hizo una mueca con el labio inferior y el más alto frunció el ceño.
No me gusta mucho —dijo—. No resaltará bastante. Mire, con una cosa como un entoldado —dijo volviéndose hacia Laura con sus modales naturales— lo que va bien es ponerlo en un sitio en donde salte a la vista, si entiende lo que quiero decir.
La educación de Laura la obligó a considerar por un instante si era suficientemente respetuoso que un obrero le hablase de aquel modo y del “saltar a la vista”. Pero entendía lo que él quería decir.
Una esquina de la pista de tenis —sugirió—. Aunque la orquesta estará también en una esquina.
Hum…, va a haber una orquesta, ¿eh? —dijo otro de los trabajadores. Este era un tipo pálido, y tenía una mirada macilenta mientras escudriñaba el campo de tenis. ¿En qué pensaba?
No es más que una orquestina —explicó Laura amablemente. Tal vez no le importase tanto si la orquesta era pequeña. Pero el obrero más alto intervino.
Mire, señorita, lo mejor es que lo montemos ahí. Junto a esos árboles. ¿Ve? Ahí. Quedará muy bien.
Junto a las karakas. Pero entonces las karakas quedarían escondidas. Y eran tan bonitas, con sus hojas anchas y relucientes, y los racimos amarillos del fruto. Eran como los árboles que una se imagina creciendo en una isla desierta, orgullosos, solitarios, irguiendo sus hojas y frutos hacia el sol en una especie de silencioso esplendor. ¿Tenían que quedar ocultos por el entoldado?
Pues sí. Los hombres ya habían cargado con palos y lonas y se encaminaban al lugar indicado. Solo el más alto quedó atrás. Y se inclinó, cortó un tallito de lavanda, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el aroma. Cuando Laura advirtió su gesto olvidó por completo las karakas, maravillada de que el hombre gustase de aquellas cosas —gustase de poder oler el aroma de la lavanda—. De todos los hombres que conocía, ¿cuántos hubiesen tenido aquel gesto? Oh, qué extraordinariamente simpáticos son los trabajadores, pensó. ¿Por qué no tendría amigos trabajadores en lugar de todos aquellos muchachos atontados que la sacaban a bailar y que eran invitados a cenar los domingos? Se hubiera llevado muchísimo mejor con hombres como aquellos.
Todo eso es culpa, decidió, mientras el más alto de los trabajadores dibujaba algo en la parte posterior de un sobre, algo que debía ser atado en alto o que podía quedar colgando, todo eso es culpa de estas absurdas distinciones de clase. Aunque ella, por su parte, no les hacía el menor caso. Ni pizca de caso, ni un átomo… Y se empezó a oír el cloc, cloc de los mazos de madera.
Uno silbaba, otro cantaba. “¿Estás ahí, chaval?” “¡Chaval!” Qué amistoso era aquel trato, qué…, qué… Simplemente para demostrar lo contenta que estaba, para probar al obrero más alto que se sentía totalmente a sus anchas y que despreciaba todos aquellos estúpidos convencionalismos, Laura dio un mordisco al trocito de pan con mantequilla mientras contemplaba el dibujo. Se sentía exactamente como una trabajadora más.
¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡Laura, al teléfono! —gritó una voz desde la casa.
¡Ya voy! —Y salió corriendo, por el césped, el senderito y escaleras arriba, por la terraza, hacia el porche. En el recibidor, su padre y Laurie estaban cepillándose los sombreros, listos para salir hacia el despacho.
Oye, Laura —dijo Laurie apresuradamente—, mira si puedes darle un vistazo a mi esmoquin antes de esta tarde. Por si hay que plancharlo.
De acuerdo —respondió. Pero, de pronto, no pudo contenerse y corrió hacia su hermano y le dio un rápido abrazo—. Oh, me encantan las fiestas, ¿a ti no? —dijo, jadeando.
A mí también me gustan bastante —replicó Laurie con su cálida voz infantil, abrazando a su hermana, y dándole una amable palmadita—. Anda, niña, corre al teléfono.
El teléfono.
Sí, sí; claro, sí, no faltaría más. ¿Kitty? Buenos días, guapa. ¿A comer? Pues naturalmente. Encantada. Aunque será una comida de sobras, las migas de los emparedados, los merengues rotos y las sobras. Sí, ¿no te parece una mañana espléndida? ¿El blanco? Desde luego, yo me lo pondría. Un momento, no te retires. Que me llama mamá —y Laura se echó hacia atrás en el asiento—. ¡Mamá! ¿Qué dices? ¡No te oigo!
La voz de la señora Sheridan llegó desde lo alto de las escaleras:
Dile que se ponga aquel sombrerito tan encantador que llevaba el domingo pasado.
Mamá dice que te pongas aquel sombrerito encantador que llevabas el domingo. Dios mío. La una. Adiós, Kitty, adiós.
Laura colgó el auricular, se llevó ambas manos a la cabeza, respiró profundamente, se desperezó y volvió a dejar caer los brazos.
¡Uf! —suspiró, y en cuanto acabó su suspiro volvió a incorporarse velozmente. Permaneció un instante quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían estar abiertas. La mansión estaba despierta, llena de pasos rápidos y apagados, de apresuradas voces. La puerta de gamuza verde que llevaba a las regiones de la cocina se abría y cerraba con un golpe amortiguado. Y ahora llegó un sonido absurdo, largo, apagado. El gran piano al ser movido en sus torpes ruedecillas. ¡Y el aire! Había que pararse para advertirlo. ¿Era el aire siempre así? Una ligera brisa parecía juguetear entrando por la parte alta de los ventanales y escapando de nuevo por las puertas. Y el sol caía formando dos luceros diminutos, uno sobre el tintero y otro sobre el marco de plata de una fotografía, igualmente juguetones. Dos maravillosas manchitas. Sobre todo la que cabriolaba en la tapa del tintero. Cálida. Una cálida estrellita de plata. Le hubiera gustado besarla.
Sonó el timbre de la puerta delantera, y se oyó el fru-frú de la falda estampada de Sadie bajando las escaleras. Murmullos de una voz varonil; y Sadie que respondía:
No sé nada de nada. Espere un momento. Preguntaré a la señora Sheridan.
¿Qué ocurre, Sadie? —dijo Laura yendo hacia el recibidor.
Es el florista, señorita Laura.
Y lo era. El florista. Allí, en el umbral de la puerta, con una bandejita baja pero enorme, repleta de tiestecillos de lirios rosados. Ninguna otra flor. Únicamente lirios —lirios y más lirios, enormes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi sorprendentemente vivas en sus vividos tallitos escarlatas.
¡Oh, Sadie! —dijo Laura, y el sonido de su exclamación fue como un pequeño gemido.
Se agachó, como si quisiese calentarse con aquel resplandor de los lirios; sintió como si los tuviese en los dedos, en los labios, creciéndole en el pecho.
Debe ser un error —musitó débilmente—. No hemos encargado tantos. Salie, ve a buscar a mamá.
Pero en aquel preciso instante apareció la señora Sheridan.
Sí, sí, están bien —dijo tranquilamente—. Sí, los he encargado yo. ¿No te parecen magníficos? —dijo apretando el brazo de Laura—. Ayer pasé frente a la floristería y los vi en el escaparate. Y de pronto pensé que por una vez en la vida podía darme el gusto de tener todos los lirios que quisiera. Y la fiesta es una excelente excusa.
Pero creía que habías dicho que no ibas a meterte en nada —dijo Laura. Sadie ya se había ido. El hombre de la floristería continuaba afuera, junto a la camioneta del reparto. Rodeó con un brazo el cuello de su madre y muy, muy dulcemente, le dio un mordisquito en la oreja.
Hijita, estoy segura de que no te gustaría tener una madre que pecase de lógica, ¿verdad? No me hagas eso. Mira que vuelve ese señor.
El hombre volvía con más lirios, otra canasta llena.
Póngalos todos juntos, por favor. Aquí dentro, al lado de la puerta, a ambos lados del porche —dijo la señora Sheridan—. ¿No crees que ahí estarán bien, Laura?
Oh, estupendamente, mamá.
En la sala de estar, Meg, Josefa y el bueno de Hans por fin habían logrado retirar el piano.
Veamos. Si ponemos este sofá chéster contra la pared y sacamos todo lo que queda en la sala excepto las sillas… ¿Qué os parece?
Bien.
Hans, lleva estas mesitas al fumador y trae una escoba para barrer las señales de la alfombra y…, un momento Hans… —a Josefa le encantaba dar órdenes a los criados y a ellos les encantaba obedecerlas. Siempre les hacía sentir que participaban en una especie de teatro—. Por favor, dile a mi madre y a la señorita Laura que vengan inmediatamente.
Como usted diga, señorita Josefa.
Esta se volvió hacia Meg.
Quiero ver cómo suena este piano, por si esta tarde me piden que cante. Probémoslo. Podemos cantar Oh, qué cansada vida.
¡Pim! ¡Ta-ta-ta! ¡Ti-ta! El piano resonó tan apasionadamente que el rostro de Josefa cambió. Juntó las manos. Y miró triste y enigmáticamente a su madre y a Laura, que entraban en la sala de estar, empezando a cantar:


Oh, qué cansada es la vida,
todo es tristeza y suspiro.
El amor emigra,
cansada es la vida,
una lágrima brilla
y se va el amor.
Adiós, para siempre… ¡Adiós!


Pero a la palabra “¡Adiós!”, aunque el piano sonaba más desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente, que no tenía nada de desolada.
¿Verdad que no ando mal de voz, mami? —dijo Josefa, contenta.


Cansada es la vida,
la esperanza marchita.
Un sueño…, un despertar.


Pero en ese instante Sadie les interrumpió.
¿Qué ocurre, Sadie?
Perdone, señora, la cocinera dice que si tiene la lista de los emparedados.
¿La lista de los emparedados? —repitió, ausente, la señora Sheridan. Y por su cara sus hijas adivinaron que no la tenía—. Déjame pensar. —Y añadió con resolución—: Sadie, por favor, dile a la cocinera que se la daré dentro de diez minutos.
Sadie salió.
Veamos, Laura —dijo su madre rápidamente—, ven conmigo al fumador. Apunté los nombres detrás de un sobre y en algún sitio debe andar. Tendrás que escribirlos tú. Meg, tú sube arriba ahora mismo y sácate esa cosa húmeda de la cabeza. Y tú, Josefa, ya puedes ir corriendo y terminar de vestirte. ¿Me oís, niñas, o queréis que se lo diga a vuestro padre cuando vuelva esta noche? Y…, y, Josefa, si vas a la cocina, tranquiliza a la cocinera, ¿de acuerdo? Esta mañana le tengo verdadero pánico.
El sobre en cuestión apareció por fin tras el reloj del comedor, aunque la señora Sheridan era incapaz de imaginar cómo podía haber ido a parar allí.
Alguna de vosotras me lo debe haber cogido del bolso, porque recuerdo claramente haber apuntado… Crema de queso y natilla de limón. ¿Has hecho estos?
Sí.
Huevo y… —la señora Sheridan alejó el sobre para leer mejor—. Parece que ponga ratones, pero no puede ser ratones, ¿verdad?
Aceitunas, mamá —dijo Laura, leyendo por encima del hombro de su madre.
Ah, claro está, aceitunas. Parece una combinación horrible. Huevo y aceitunas.
Por fin concluyeron y Laura llevó los rótulos a la cocina, en donde encontró a Josefa tranquilizando a la cocinera, cuyo aspecto era perfectamente apacible.
Jamás he visto emparedados tan deliciosos —exclamó Josefa embelesada—. ¿Cuántas clases ha dicho que había, cocinera? ¿Quince?
Quince, señorita Josefa.
Bueno, pues la felicito.
La cocinera barrió las migas con un largo cuchillo de cortar el pan y sonrió satisfecha.
Ha llegado el de casa Godber —anunció Sadie, saliendo de la despensa. Había visto pasar al hombre por la ventana.
Aquello significaba que habían llegado los bollos de nata. La casa Godber era famosa por sus bollos de nata. No había nadie que se atreviese a hacerlos en casa.
Tráelos y ponlos sobre la mesa, niña —ordenó la cocinera.
Sadie entró con los bollos y volvió a la puerta. Naturalmente Josefa y Laura eran demasiado mayores para continuar preocupándose por los dulces, pero, a pesar de todo, estuvieron de acuerdo en que los bollos de Godber parecían muy, muy apetitosos. La cocinera había empezado a arreglarlos, quitándoles el azúcar en polvo que sobraba.
¿No te hacen recordar todas las fiestas a las que has ido? —comentó Laura.—Supongo que sí —dijo Josefa, mucho más práctica, y a quien nunca le gustaba regresar al pasado—. La verdad es que tienen un aspecto delicioso, hinchaditos y esponjosos.
Anda, niñas, coged uno —dijo la cocinera con su voz amable—. La señora no va a enterarse.
Oh, imposible. ¿Imaginas comer un bollo tan temprano, acabadas de desayunar? Una se estremecía solo de pensarlo. Pero al cabo de dos minutos Josefa y Laura estaban chupándose los dedos con esa mirada absorta y reconcentrada que pone uno al tomar nata.
Salgamos al jardín por la puerta trasera —sugirió Laura—. Quiero ver cómo va el trabajo de los hombres del entoldado. Son unos hombres simpatiquísimos.
Pero la puerta trasera se hallaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el mandadero de Godber y Hans.
Algo debía haber ocurrido.
Toc-toc-toc —asentía la cocinera como una gallina espantada. Sadie tenía la mano apoyada en la mejilla, como si tuviese dolor de muelas. Y Hans contraía el rostro en un esfuerzo por comprender. El único que parecía divertirse era el mandadero de la casa Godber. Era él quien había traído la noticia.
¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
Ha habido un terrible accidente —dijo la cocinera—. Un hombre muerto.
¡Un hombre muerto! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Pero el mandadero de la casa Godber no iba a permitir que otros se aprovecharan de su historia, y muchísimo menos delante de sus narices.
¿Sabe esas casitas que están ahí, un poco más abajo, señorita?
¿Si las conocía? No faltaría más.
Pues un hombre joven que vive en ellas, uno llamado Scott, un carretero. Esta mañana su caballo se ha desbocado al encontrarse con un tractor, en la esquina de la calle Hawke. El pobre ha salido despedido de espaldas y ha caído de cabeza. Muerto.
¡Muerto! —exclamó Laura mirando fijamente al hombre.
Cuando le han recogido ya estaba muerto —dijo el mandadero de la casa Godber con fruición—. Cuando yo subía hacia aquí llevaban el cadáver a la casa. —Y, dirigiéndose a la cocinera, añadió—: Deja a la mujer con cinco pequeños.
Josefa, ven un momento —dijo Laura tomando a su hermana por una manga y llevándola por la cocina hasta llegar al otro lado de la puerta de gamuza verde. Una vez allí se detuvo, recostándose contra la puerta—. ¡Josefa! —dijo horrorizada—, ¿cómo haremos para suspender la fiesta?
¿Suspender la fiesta? —exclamó sorprendida Josefa—. ¿Qué quieres decir?
Suspender el garden party, naturalmente. —¿En qué estaba pensando Josefa?
Pero Josefa aún parecía más sorprendida.
¿Suspender el garden party? Laura, guapita, no digas ridiculeces. Nadie espera que lo suspendamos. No seas extravagante.
Pero no vamos a dar una fiesta en nuestro jardín con un hombre de cuerpo presente en una de las casitas de enfrente.
Aquello sí que era grotesco. En realidad las casitas formaban una especie de callejuela apartada y estaban en la falda de la cuesta que llevaba a la casa. Entre ambas quedaba todo el anchuroso camino. Era cierto que estaban demasiado cerca. Seguramente eran la mácula más importante al panorama que se divisaba desde la mansión, y no tenían ningún derecho a estar en aquella vecindad. Eran unas casuchas infames pintadas de color pardusco, chocolate. En sus jardincillos delanteros lo único que había eran rabos de coles, gallinas pelonas y latas de tomate. Incluso el humo que salía de sus chimeneas olía a pobreza. Formaba harapos y girones brumosos y no los grandes penachos plateados que brotaban de las chimeneas de los Sheridan. En la callejuela vivían lavanderas, barrenderos y un zapatero, y un hombre que tenía la fachada de su casa completamente cubierta por pequeñas jaulas de pájaros. Los rapazuelos holgaban a sus anchas. Cuando los Sheridan eran pequeños se les había prohibido acudir allí por culpa de las palabrotas que pudiesen oír y de posibles contagios. Pero ya de mayores, Laura y Laurie habían pasado algunas veces por la callejuela en sus paseos. Era una zona sórdida y repugnante. Cuando pasaban por allí siempre sentían un escalofrío. Así y todo había que conocerlo todo; debían verse todas las caras de la realidad. Por eso pasaban por allí.
Imagínate qué efecto le producirá a esa pobre mujer la música de la orquesta —dijo Laura.
¡Oh, Laura, por Dios! —Josefa empezaba a estar enfadada de verdad—. Si vas a prohibir que toque la orquesta cada vez que alguien tiene un accidente, te garantizo una vida muy dura. Lo siento tanto como tú. También me da lástima. —Su mirada se hizo más dura. Miró a su hermana como acostumbraba a mirarla de pequeñas cuando se peleaban—. Por muy sentimental que seas no conseguirás devolver la vida a un pobre obrero borracho —dijo quedamente.
¡Un borracho! ¿Quién ha dicho que estuviese borracho? —dijo Laura volviéndose furiosa hacia su hermana. Y reaccionó diciendo exactamente las mismas palabras que acostumbrara a decir en tales ocasiones—: Ahora mismo se lo voy a contar a mamá.
Ve, Laura, ve —la animó José.
Mamá, ¿puedo pasar? —preguntó Laura haciendo girar la gran manecilla de vidrio.
Claro, hija. Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué haces tan acalorada? —preguntó la señora Sheridan dándose media vuelta frente al tocador. Se estaba probando un sombrero nuevo.
Mamá, acaba de matarse un hombre —empezó a contar Laura.
¿En nuestro jardín? —la interrumpió su madre.
¡No, no!
¡Oh, qué susto me has dado! —espetó la señora Sheridan suspirando aliviada, y quitándose el gran sombrero que colocó sobre sus rodillas.
Mamá ¿quieres escucharme? —suplicó Laura. Jadeando, casi atragantándose, le contó aquel tremendo suceso—. Naturalmente tenemos que suspender la fiesta, ¿verdad? —suplicó—. Imagínate la orquesta y toda la gente invitada. Nos oirían, mamá: ¡son casi vecinos nuestros!
Pero, hijita, piensa un poco con la cabeza. Solo nos hemos enterado de lo ocurrido por casualidad. Si alguien hubiese muerto de muerte natural, y lo cierto es que no entiendo muy bien cómo siguen viviendo hacinados en esos agujeros sucios, no hubiésemos suspendido la fiesta, ¿de acuerdo?
La única respuesta que Laura podía dar al planteamiento de su madre era un “sí”, pero de algún modo presentía que todo el planteamiento estaba equivocado. Tomó asiento en el sofá de su madre y pellizcó la orla de un cojín.
Mamá, ¿no crees que es mostrarnos tremendamente crueles? —preguntó.
¡Hijita! —exclamó la señora Sheridan incorporándose y acercándose a ella con el sombrero en las manos. Y antes de que Laura hubiese tenido tiempo de detenerla, ya le había colocado el sombrero en la cabeza—. Toma, hija —anunció—, es tuyo. Te viene a la medida. A mí me hace demasiado joven. Nunca te había visto tan elegante. ¡Mírate al espejo! —añadió, entregándole un espejito de mano.
Pero, mamá… —volvió a empezar Laura. Era incapaz de mirarse en el espejo y tuvo que girarse.
Y la señora Sheridan perdió la paciencia, igual como había ocurrido con Josefa.
No seas absurda, Laura —dijo fríamente—. Esa gente no espera ningún sacrificio de nosotros. Y no es muy agradable echar a perder la diversión de los demás, como tú estás haciendo.
No lo comprendo —musitó Laura, saliendo rápidamente de la habitación de su madre y precipitándose en su propio dormitorio. Al entrar lo primero que vio fue, casualmente, su agraciada figura juvenil reflejada en el espejo, el sombrero negro engalanado de doradas margaritas y una larga cinta de terciopelo negro. No se había imaginado que le fuese a sentar tan bien. ¿Tendrá mamá razón?, pensó. Y empezó a desear que sí, que la tuviese. ¿De verdad me estoy mostrando extravagante? Tal vez fuese una extravagancia. Durante un segundo volvió a ver fugazmente a aquella pobre mujer y a sus hijuelos, y a los hombres entrando el cadáver en la casa. Pero todo parecía confuso, irreal, como una de esas fotos de los periódicos. Volveré a pensar en ello cuando termine la fiesta, decidió. Y, por alguna razón, le pareció que aquella era la actitud más sensata…
A la una y media habían terminado de almorzar. A las dos y media ya estaban a punto para empezar la batalla. La orquesta, con sus uniformes verdes, había llegado y estaba aposentada en un rincón de la pista de tenis.
¡Querida! —exclamó Kitty Maitland—. ¿No te parecen igualitos que ranas? Tenías que haberles colocado alrededor del estanque y poner al director en el centro, sobre una hoja de nenúfar.
Llegó Laurie y las saludó mientras subía rápidamente a cambiarse. Al verle, Laura volvió a recordar el accidente. Quería contárselo. Si Laurie estaba de acuerdo con Josefa y con su madre era que estaba bien. Le siguió hasta el recibidor.
¡Laurie!
¿Qué hay? —respondió él, ya a medio subir las escaleras, pero cuando se giró y descubrió a su hermana, pegó un resoplido y abrió los ojos de par en par—. ¡Hermanita, estás imponente! —dijo—. ¡Llevas un sombrero que es una verdadera preciosidad!
Laura comentó débilmente.
¿Tú crees? —y le sonrió, sin atreverse a decirle nada.
Poco después empezaron a llegar los invitados, cada vez en mayor número. La orquesta empezó a tocar; los camareros contratados corrían de la casa al entoldado. Mirara uno a donde mirase se veían parejas paseando, inclinándose a observar las flores, saludando, dirigiéndose al jardín. Eran como aves deslumbrantes que hubiesen ido a posarse en el jardín de los Sheridan por una tarde, antes de proseguir camino hacia…, hacia ¿dónde? ¡Ah, qué felicidad hallarse con gente que rebosa felicidad, estrechar la mano, rozar las mejillas, sonreír a los ojos!
¡Laura, querida, estás hecha una monada!
¡Hijita, qué bien te sienta ese sombrero!
¿Sabes que tienes un aspecto un poco español? Nunca te había visto tan atractiva.
Y Laura, ruborizada, respondía amablemente:
¿Han tomado té? ¿No quiere un helado? Los helados de granadilla son realmente deliciosos. —Corrió hacia su padre y le pidió—: Papaíto, ¿podemos dar algo de beber a los músicos?
Y aquella tarde perfecta fue avanzando lentamente, difuminándose lentamente, cerrando lentamente sus pétalos.
Ha sido una fiesta verdaderamente encantadora…
Un éxito…
El mejor garden party al que hemos asistido últimamente…
Laura ayudó a su madre a despedir a los invitados. Permanecieron juntas, de pie, en el porche, hasta que todos se hubieron ido.
Uf, ya se ha terminado, menos mal —suspiró la señora Sheridan—. Avisa a los demás, Laura. Vamos a tomar un poco de café. Estoy rendida. Sí, ha sido un éxito sensacional. Pero, ¡uy!, estas fiestas. ¡No sé cómo podéis insistir siempre en dar fiestas y más fiestas!
Y todos tomaron asiento bajo el entoldado desierto.
Anda, papá, toma un emparedado. Los letreritos los he escrito yo.
Gracias, hija —dijo el señor Sheridan despachando el emparedado de un solo bocado. Tomó otro—. Supongo que no os habréis enterado de un horrible accidente que ha ocurrido esta mañana —dijo.
Dios mío —dijo la señora Sheridan, levantando una mano—, sí que nos hemos enterado. Por poco nos agua la fiesta. Laura quería que suspendiésemos el party.
¡Oh, mamá! —protestó Laura, que no deseaba que bromeasen sobre aquel incidente.
De todos modos ha sido algo horripilante —prosiguió el señor Sheridan—. El pobre hombre estaba casado. Vivía ahí abajo en el callejón, y, según he oído contar, deja mujer y media docena de niños.
Por unos instantes se produjo un extraño silencio. La señora Sheridan tamborileó con los dedos en su taza. Lo cierto era que su marido estaba mostrando muy poco tacto…
De pronto levantó la cabeza. En la mesa quedaban muchísimos emparedados, pastelillos, bollos, nadie los había tocado, y se echarían a perder. Había tenido una de sus brillantes ideas.
Ya sé —dijo—. Llenemos una canastilla y mandémosle a esa pobre criatura un poco de comida que es absolutamente excelente. De cualquier modo para los niños será un manjar suculento. ¿No os parece? Además seguramente tendrá vecinos que irán a darle el pésame y todas esas cosas. Es perfecto que ya lo tengamos todo preparado. ¡Laura! —llamó, levantándose de un brinco—. Tráeme la canastilla grande que está en el armario de las escaleras.
Pero, mamá, ¿crees realmente que es una buena idea? —intervino la muchacha.
Y otra vez, qué curioso era, pareció que fuese distinta a todos los demás. Llevarle las sobras de su fiesta. ¿Iba realmente a apreciar aquello la pobre mujer?
¡Pues claro está que lo es! ¿Qué demonios te ocurre hoy? Hace un par de horas insistías en que nos mostrásemos compadecidos, y ahora…
¡Oh, estaba bien! Laura salió corriendo en busca de la canastilla, que su madre llenó con un montón rebosante de comida.
Llévasela tú misma, hija —dijo—. Puedes ir tal como vas. No, espera, lleva también unos lirios. A la gente de su condición los lirios les impresionan mucho.
Los tallos le van a echar a perder la falda de encaje, mamá —dijo Josefa, tan práctica como de costumbre.
Era cierto. Suerte que lo había dicho.
Entonces lleva sólo la canastilla. Y, ¡Laura…! —añadió su madre siguiéndola fuera del entoldado—, bajo ningún concepto no…
¿Qué, mamá?
No, era mejor no poner aquellas ideas en la cabeza de la pobre niña.
¡Nada, nada! Anda, corre.
Empezaba a oscurecer y Laura cerró las puertas de la verja del jardín. Un enorme perrazo pasó corriendo como una exhalación. El camino tenía un brillo blanquecino, y en el fondo de la hondonada las casuchas quedaban envueltas por las sombras. Qué tranquilo parecía todo después de aquella tarde. Bajaba el pequeño cerro dirigiéndose a un hogar en el que había un hombre muerto, pero no acababa de hacerse a la idea. ¿Por qué le costaba tanto? Se detuvo un instante. Y le pareció que todos los besos, las voces, el tintineo de las cucharillas, las risas, el aroma del césped pisoteado, reverberaban en su interior. No le cabía nada más. ¡Qué extraño! Miró el pálido celaje y lo único que pudo pensar fue: “Sí, la fiesta ha sido un gran éxito”.
Había llegado al cruce del camino. Allí empezaba el callejón oscuro, lleno de humo. Mujeres envueltas en chales, tocadas con gorras de hombre, de tweed, se afanaban de un lado a otro. Los hombres estaban apoyados en las cercas. Algunos niños jugaban en los umbrales de las casuchas. Un leve zumbido se elevaba de todas aquellas míseras casas. En algunas se veía un destello de luz, y una sombra, como un cangrejo, moviéndose de un lado a otro de la ventana. Laura bajó la cabeza y apretó el paso. Ahora hubiese deseado llevar puesto el abrigo. ¡Qué llamativo resultaba su vestido! Y el gran sombrero con la cinta de terciopelo. ¡Si tan sólo hubiese llevado otro sombrero! ¿La estaban mirando? Seguro. Había cometido un error yendo; desde el primer momento había tenido la impresión de estar cometiendo un error. ¿Iba a dar media vuelta ahora?
No, era demasiado tarde. Aquella era la casa. Tenía que serlo. Afuera se había formado un lóbrego grupito de gente. Junto al portillón había una anciana muy vieja con una muleta, sentada en una silla, mirando. Tenía los pies envueltos en un papel de periódico. Las voces se fueron acallando a medida que Laura se aproximó. El grupo de gente se abrió dejando un pasillo. Era como si la estuviesen esperando, como si hubiesen sabido de antemano que se dirigía hacia ellos.
Se sintió terriblemente nerviosa. Echándose la cinta de terciopelo tras el hombro, preguntó a una mujer que estaba allí parada:
¿Es esta la casa de la señora Scott?
Y la mujer, con una sonrisa enigmática, respondió:
Sí, mocita.
¡Ah, poder escapar de todo aquello! Incluso llegó a musitar:
Dios mío, ayúdame —mientras avanzaba por el estrecho caminillo y llamaba a la puerta.
Poder escapar a aquellas miradas que la seguían, o, al menos, poder taparse con algo, aunque fuese con uno de los chales de aquellas mujeres. Me limitaré a dejar la canastilla y me voy, decidió. No esperaré ni a que la vacíen.
La puerta se abrió. Una mujer vestida de negro apareció en el umbral.
Laura dijo:
¿Es usted la señora Scott?
Pero, ante su horror, la mujer respondió:
Entre, por favor —y cerró la puerta, dejándola encerrada en aquel corredor.
No —replicó Laura—. No pensaba entrar. Sólo quería dejarles esta canastilla. Me manda mi madre…
La mujercilla en el tenebroso corredor pareció no haberla oído.
Por favor, venga por aquí, señorita —dijo con voz untuosa, y Laura la siguió.
De pronto se encontró en una mísera cocina, de techo bajo, iluminada por un ahumante candil. Junto al fuego estaba sentada una mujer.
Em —dijo la criatura que le había franqueado la entrada—. ¡Em! Es una señorita. —Y se volvió hacia Laura, comunicándole intencionadamente—: Yo soy su hermana, señorita. Tiene que disculparla, ¿comprende?
Oh, claro, naturalmente —dijo Laura—. Por favor, por favor, no la moleste. Sólo…, sólo quería dejar…
Pero en aquel instante la mujer sentada junto al fuego se dio media vuelta. Su rostro abotargado, enrojecido, con los ojos y labios hinchados, tenía un aspecto espantoso. Se hubiese dicho que no entendía qué razón había llevado a Laura hasta allí.
¿Qué significaba aquello? ¿Qué hacía aquella extraña en la cocina con una canastilla? ¿Qué era todo aquello? Y el mísero rostro vuelve a sumirse en su abstracción.
Bueno, mujer —dijo la hermana—, ya se las daré yo las gracias a la señorita.
Y volvió a empezar:
Tiene que perdonarla, señorita, comprende, ¿verdad? —y su rostro, también abotargado, intentó esbozar una untuosa sonrisa.
Laura sólo quería salir de allí, escapar. De nuevo estaban en el pasillo. Se abrió una puerta y entró directamente en el aposento en donde yacía el muerto.
Querrá verlo, ¿verdad? —dijo la hermana de Em, y pasó rozando junto a Laura y se acercó a la cama—. No tenga miedo, mocita —su voz se había tornado afectuosa y astuta, y retiró cariñosamente la sábana—, ha quedado como un retrato. No se le nota nada. Acérquese, guapa.
Laura se aproximó.
Allí yacía un hombre joven, profundamente dormido —durmiendo tan apacible y profundamente que se hallaba lejos, muy lejos, de ambas. Ah, un sueño tan remoto y apacible. Estaba soñando. Y no iba a despertar nunca más. Su cabeza estaba ligeramente hundida en la almohada y tenía los ojos cerrados: bajo sus párpados cerrados ya no verían nunca más. Su sueño se lo había llevado.
¿Qué le importaban ya los garden parties, las canastillas de emparedados o los vestidos bordados? Se hallaba muy lejos de todas aquellas cosas. Y era espléndido, hermosísimo. Mientras ellos reían y la orquesta desgranaba sus melodías, aquella maravilla había llegado a aquel callejón. Feliz…, feliz… Todo va bien, decía aquel rostro dormido. Todo es tal y como debe ser. Estoy contento.
Pero, a pesar de todo, era imposible no echarse a llorar, y no podía dejar la habitación sin decirle algo. Laura dejó escapar un sollozo infantil:
Disculpe mi sombrero —dijo.
Y ahora ya no esperó a la hermana de Em. Supo encontrar el camino por el corredor hasta la puerta, y por el caminillo, pasando junto a todas aquellas gentes macilentas. En la esquina del callejón encontró a Laurie. Salió de entre las sombras.
¿Eres tú, Laura?
Sí.
Mamá empezaba a inquietarse. ¿Ha ido todo bien?
Sí, bastante bien. ¡Oh, Laurie! —exclamó cogiéndole del brazo y apretándose contra él.
Vaya, no estarás llorando, ¿verdad? —Preguntó su hermano.
Laura negó con la cabeza. Pero lloraba.
Laurie le echó un brazo al hombro.
No llores —dijo su voz cálida, cariñosa—. ¿Ha sido horrible?
No —sollozó ella—. Ha sido maravilloso. Pero Laurie… —Se detuvo y miró a su hermano—. ¿No es la vida… —balbuceó—, no es la vida…? —Pero era incapaz de explicar lo que la vida era. No importaba. Laurie la había comprendido.
Lo es, querida —dijo él.