No cabía duda de que la Niñera había cambiado la vida de los Fields desde el momento en que entró a formar parte de su hogar. Desde que los niños abrían los ojos por la mañana hasta que se dormían, la Niñera les hacía compañía, les vigilaba y se encargaba de que se cumplieran todos sus deseos.
El señor Fields sabía, cuando se marchaba a la oficina, que sus hijos estaban en buenas manos, y Mary se libraba de una interminable sucesión de tareas domésticas y preocupaciones. No tenía que despertar a los niños, ni vestirles, ni lavarles, ni prepararles las comidas, ni nada. Ni siquiera les acompañaba al colegio. Y, al terminar las clases, si no llegaban enseguida a casa, se ahorraba la ansiedad de temer que algo les hubiera ocurrido.
La Niñera no les mimaba, por supuesto. Si los niños pedían algo absurdo o peligroso (un montón de caramelos o la moto de un policía, por ejemplo), tropezaban con la voluntad de hierro de la Niñera. Como un buen pastor, sabía cuándo debía negarse a obedecer sus caprichos.
Los dos niños la querían. Una vez que tuvieron que repararla lloraron y lloraron sin cesar. Ni su madre ni su padre pudieron consolarles, pero cuando la Niñera volvió todo se normalizó. ¡Justo a tiempo! La señora Fields estaba agotada.
—Señor —suspiró Mary, derrumbándose en el sofá—. ¿Qué haríamos sin ella?
—¿Sin quién? —preguntó el señor Fields.
—Sin la Niñera.
—Cualquiera sabe.
Después de despertar a los niños mediante un suave y musical zumbido, emitido a escasos centímetros de sus cabecitas, cuidaba de que se vistieran y bajaran enseguida a desayunar, con la cara limpia y de buen humor. Si estaban enfadados les permitía bajar la escalera subidos en su espalda.
¡Codiciado placer! Bobby y Jean divirtiéndose casi como en las montañas rusas, y la Niñera descendiendo peldaño a peldaño de aquella forma tan curiosa.
La Niñera no preparaba el desayuno, por supuesto; de ello se encargaba la cocinera. Sin embargo, rondaba cerca de allí para vigilar que los niños comieran bien y luego, una vez terminado el desayuno, supervisaba sus preparativos para el colegio. Después de que hubieran recogido los libros, se lavaran y se peinaran, llegaba el momento de atender a su tarea más importante: vigilar que no sufrieran el menor daño en las calles atestadas.
Había muchos peligros en la ciudad, los suficientes como para que la Niñera no descuidara la vigilancia: los veloces vehículos de superficie impulsados por cohetes en los que se desplazaban los hombres de negocios. En cierta ocasión, un bravucón trató de golpear a Bobby, pero un rápido empujón de la Niñera envió al individuo por los suelos; y cuando un borracho se acercó a Jean, con Dios sabe qué intenciones, Nanny lo arrojó a la cuneta con un codazo de su potente brazo metálico.
A veces, los niños se paraban fascinados ante un escaparate. La Niñera les obligaba a proseguir su camino. Y si ocurría que llegaban tarde al colegio les aupaba sobre la espalda y se deslizaba por la acera sobre sus ruedas, que zumbaban y rodaban a toda velocidad.
La Niñera estaba con ellos constantemente después del colegio; supervisaba sus juegos, les vigilaba, les protegía y, por fin, cuando empezaba a oscurecer, les apartaba de sus diversiones y emprendían el regreso a casa.
No fallaba nunca: en cuanto se servía la cena aparecía la Niñera en la puerta con Bobby y Jean, amonestándoles con chirridos y cliqueteos. ¡Justo a tiempo para la cena! Una rápida visita al cuarto de baño para lavarse las manos y la cara.
Y por la noche…
La señora Fields estaba silenciosa y fruncía ligeramente el ceño. Por la noche…
—Tom —dijo.
Su marido levantó la vista del periódico.
—¿Qué?
—Quiero hablar contigo de una cosa, algo muy extraño que no consigo comprender. Ya sé que lo ignoro todo acerca de objetos mecánicos, pero Tom, por la noche, cuando todos estamos durmiendo y en la casa no se oye nada, la Niñera…
Se oyó un ruido.
—¡Mamá! —Jean y Bobby irrumpieron en la sala de estar con las caras rojas de excitación—. ¡Mamá, hicimos una carrera con la Niñera hasta casa y ganamos!
—Ganamos —repitió Bobby—. La vencimos.
—Corrimos mucho más rápidamente que ella —dijo Jean.
—¿Dónde está la Niñera, chicos? —preguntó la señora Fields.
—Ahora viene. Hola, papá.
—Hola, chicos —dijo Tom Fields.
Inclinó la cabeza a un lado y escuchó. Desde el porche llegó un sonido inusual, rasposo y chirriante. Sonrió.
—Esa es la Niñera —dijo Bobby.
La Niñera entró en la sala.
El señor Fields la miró con curiosidad. Siempre le había intrigado. El único ruido que rompía la tranquilidad de la sala provenía de sus ruedas de metal en contacto con el suelo de madera, un peculiar sonido rítmico. La Niñera se inmovilizó a pocos pasos del señor Fields. Los ojos sin párpados, dos células fotoeléctricas al extremo de unos pedúnculos de alambre flexible, permanecieron fijos en él. Los pedúnculos ondularon especulativamente y luego se retrajeron.
La Niñera tenía forma de esfera, una esfera ancha achatada en la base. La superficie, mellada y rayada por el uso, estaba recubierta de un esmalte verde oscuro. No había nada más visible, aparte de los ojos pedunculados, ni siquiera las ruedas. A cada lado del casco se dibujaba el perfil de una puerta, de la que surgían agarraderas magnéticas cuando era necesario. La parte delantera del casco estaba reforzada en un punto. Habían soldado las placas adicionales de atrás adelante, por lo que recordaba a un vehículo militar, una especie de tanque o una nave, una nave metálica redonda posada en tierra. Quizá, también, a un insecto de los llamados bicho munición.
—¡Vamos! —aulló Bobby.
La Niñera cobró vida de repente y empezó a girar poco a poco en el sentido de las ruedas que la dirigían. Se abrió una de sus puertas laterales y surgió un largo brazo metálico. La Niñera cogió a Bobby por el brazo y lo atrajo hacia ella. Después se lo cargó a la espalda. Bobby montó a horcajadas y, sin dejar de saltar, le golpeó los flancos con los talones.
—¡Que te dé la vuelta a la manzana! —gritó Jean.
—¡Arre! —chilló Bobby, y la Niñera, como un enorme insecto redondo de metal chirriante, relés, fotocélulas y tubos, salió de la habitación con el niño a cuestas.
Jean corrió detrás de ella.
Se hizo el silencio. Los padres se quedaron solos.
—¿No es sorprendente? —preguntó la señora Fields—. Ya sé que hoy en día es normal ver robots, más que hace unos años. Los ves por todas partes, en los mostradores de las tiendas, conduciendo autobuses, cavando zanjas…
—Pero la Niñera es diferente —murmuró Tom Fields.
—No es… no es como una máquina. Parece una persona, un ser vivo. A fin de cuentas, es mucho más complicada. Ha de serlo, por fuerza. Dicen que es mucho más complicada que la cocina.
—La verdad es que pagamos mucho por ella —dijo Tom.
—Sí —murmuró Mary Fields—. Parece una criatura viva —vibraba un tono extraño en su voz—. Un auténtico ser humano.
—Cuida muy bien a los niños —comentó Tom, volviendo la atención al periódico.
—Sin embargo, estoy preocupada. —Mary dejó la taza de café sobre la mesa y frunció el ceño. Estaban cenando, y era tarde. Los niños ya estaban en la cama. Mary se secó la boca con la servilleta—. Tom, estoy preocupada. Me gustaría que me escucharas.
Tom Fields parpadeó.
—¿Preocupada? ¿Por qué?
—Por ella…, por la Niñera.
—¿Por qué?
—No… no lo sé.
—¿Crees que necesita una nueva reparación? Acabamos de ponerla a punto. ¿Qué pasa esta vez? Si esos niños no la…
—No es eso.
—Entonces, ¿qué?
Su esposa permaneció en silencio un rato. De pronto, se levantó de la mesa y fue hacia la escalera. Miró hacia arriba y escudriñó la oscuridad. Tom la contempló con perplejidad.
—¿Qué ocurre?
—Quiero asegurarme de que no puede oírnos.
—¿Ella? ¿La Niñera?
—Tom, anoche me desperté otra vez a causa de los ruidos. Los oí otra vez, los mismos ruidos que he oído otras veces. ¡Y tú me dijiste que carecían de importancia!
—Y no la tienen —gesticuló él—. ¿Qué quieres decir?
—No lo sé, eso es lo que me preocupa. Cuando estamos dormidos, ella baja, sale de su habitación. Se desliza por la escalera con el mayor sigilo en cuanto está segura de que dormimos.
—Pero ¿por qué?
—¡No lo sé! La otra noche la oí bajar por la escalera, silenciosa como un ratón. La oí moverse por aquí. Y después…
—Después, ¿qué?
—Tom, después la oí salir por la puerta trasera. Salió de la casa y fue al patio de atrás. Eso fue todo lo que oí durante un rato.
Tom se frotó la barbilla.
—Sigue.
—Me senté en la cama y escuché. Tú dormías, claro, como un tronco. Era inútil intentar despertarte. Me levanté y me asomé a la ventana. Alcé la persiana y miré afuera. La Niñera estaba en el patio de atrás.
—¿Qué hacía?
—No lo sé —el rostro de Mary se veía preocupado—. ¡No lo sé! ¿Qué demonios haría la Niñera, a altas horas de la noche, en el patio de atrás?
Estaba oscuro, terriblemente oscuro, pero los filtros infrarrojos se activaron y la oscuridad se disipó. La forma de metal avanzó por la cocina con las ruedas medio retraídas para evitar el ruido. Llegó a la puerta trasera y se detuvo para escuchar.
La casa seguía en silencio. Todos dormían en el piso de arriba. Dormían profundamente.
La Niñera abrió la puerta trasera, salió al porche y dejó que la puerta se cerrara a su espalda. El aire de la noche era frío, cortante, y transportaba toda clase de olores, olores extraños, estimulantes olores nocturnos que despiertan cuando la primavera se transmuta en verano, cuando la tierra todavía está húmeda y el cálido sol de julio aún no ha gozado de la oportunidad de exterminar las pequeñas cosas que crecen.
La Niñera bajó los peldaños hasta el sendero de cemento. Después se movió cautelosamente sobre la hierba. Las hojas húmedas acariciaban sus costados. Al cabo de unos momentos se detuvo y se alzó sobre las ruedas traseras. Su parte frontal se elevó en el aire. Sus ojos pedunculados, rígidos y tiesos, se estiraron y ondularon con mucha suavidad. Luego recobró su aspecto normal y siguió adelante.
El sonido se produjo cuando daba la vuelta alrededor del melocotonero, en dirección a la casa.
Se inmovilizó al instante, al acecho. Sus puertas laterales se abrieron y surgieron las agarraderas en toda su longitud, ágiles y alertas. Algo se había movido al otro lado de la cerca, más allá de la fila de margaritas. La Niñera aguzó la vista y dispuso los filtros. Solo unas pocas estrellas titilaban en el cielo, pero vio lo que tenía que ver.
Una segunda Niñera se movía al otro lado de la cerca, abriéndose paso en silencio entre las flores. Intentaba hacer el menor ruido posible. Ambas Niñeras se detuvieron, súbitamente paralizadas, mirándose una a la otra… la Niñera verde aguardaba en su patio a la intrusa azul que avanzaba hacia la cerca.
La intrusa azul era de mayores dimensiones, diseñada para manejar a dos muchachos. Sus costados estaban mellados y combados por el uso, pero las agarraderas todavía se mantenían fuertes y poderosas. Además de las placas de refuerzo adicionales que recubrían su parte delantera, tenía una mandíbula prominente de duro metal que se estaba poniendo en posición, preparada y a punto de entrar en acción.
Productos Mecho, el fabricante, había llamado la atención sobre el detalle de la mandíbula: era su marca de fábrica, su único rasgo original. Todos los folletos ponían énfasis en la enorme pala frontal montada en todos los modelos. Y había una prestación opcional: un filo cortante, accionado mecánicamente, que podía instalarse por una cantidad adicional en todos los modelos de lujo.
Así iba equipada la Niñera azul.
La intrusa llegó a la cerca. Se detuvo e inspeccionó con minuciosidad las tablas. Eran de escaso grosor y estaban podridas por el paso de los años. Apretó su pesada cabeza contra la madera. La cerca cedió y se rompió en pedazos. La Niñera verde se alzó al instante sobre sus ruedas traseras y sacó las agarraderas. Se sentía henchida de una feroz alegría, de una insoportable excitación: el salvaje frenesí de la batalla.
Se aproximaron, rodando en silencio sobre la tierra, con las agarraderas dispuestas. Ninguna produjo el menor ruido, ni la Niñera azul de Productos Mecho ni la Niñera verde, más pequeña, más ligera, de la Compañía de Servicios Industriales. Lucharon sin tregua, cuerpo a cuerpo, la gran mandíbula tratando de desgarrar las delicadas ruedas, y la Niñera verde intentando clavar su extremo metálico en los ojos que centelleaban a intervalos contra su flanco. La Niñera verde tenía la desventaja de ser un modelo de precio intermedio, inferior en clase y en peso, pero se debatió con furia y encarnizamiento.
Rodaron por el húmedo suelo sin dejar de combatir, sin hacer el menor ruido: realizaban la violenta tarea para la que cada una había sido diseñada en última instancia.
—No puedo creerlo —murmuró Mary Fields con un movimiento de la cabeza—. No lo entiendo.
—¿Crees que lo hizo algún animal? —aventuró Tom—. ¿Hay perros grandes en el vecindario?
—No. Había un setter irlandés rojo muy grande, pero sus dueños se fueron a vivir al campo. Era el perro del señor Petty.
Ambos contemplaban, taciturnos y preocupados, el estado de la Niñera, que se hallaba posada junto a la puerta del cuarto de baño y vigilaba que Bobby se cepillara los dientes. El casco verde estaba doblado y retorcido. Le habían destrozado un ojo y el cristal estaba astillado. Una agarradera no se retraía por completo; colgaba, inutilizada, fuera de la puerta.
—No consigo entenderlo —repitió Mary—. Llamaré a la tienda de reparaciones, a ver qué dicen. Tom, algo ha sucedido esta noche, mientras dormíamos. Los ruidos que oí…
—Shhh —le advirtió Tom.
La Niñera se aproximaba, cliqueteando y chirriando a intervalos regulares. Pasó de largo, un tubo verde de metal renqueante que emitía un sonido áspero y arrítmico. Tom y Mary Fields la contemplaron con expresión compungida mientras se tambaleaba hasta la sala de estar.
—Me pregunto… —murmuró Mary.
—¿Qué?
—Me pregunto si volverá a suceder. —Levantó los ojos hacia su marido, unos ojos llenos de preocupación—. Ya sabes cuánto la quieren los niños… y cuánto la necesitan. Se sentirían desprotegidos sin ella, ¿verdad?
—Quizá no vuelva a ocurrir —repuso Tom—, quizá fue un accidente.
Pero no lo creía; de hecho, estaba convencido de que no se trataba de un accidente.
Entró en el garaje, dio marcha atrás a su vehículo de superficie y lo maniobró hasta que el maletero quedó frente a la puerta trasera de la casa. Solo tardó un momento en meter dentro a la mellada y maltrecha Niñera. Llegó en diez minutos al departamento de mantenimiento y reparaciones de la Compañía de Servicios Industriales.
El empleado, vestido con un mono blanco manchado de grasa, le recibió en la entrada.
—¿Problemas? —preguntó con desgana; detrás del empleado, en las profundidades del edificio que abarcaba una manzana, se veían filas de Niñeras, en distintas fases de montaje—. ¿Dónde está el fallo esta vez?
Tom no dijo nada. Ordenó a la Niñera que saliera del vehículo y esperó a que el empleado la examinara.
El mecánico meneó la cabeza, se puso en pie y se secó la grasa de las manos.
—Le va a costar un montón de pasta. La transmisión neural está rota.
—¿Ha visto algo parecido antes? —preguntó Tom con la garganta seca—. Usted ya sabe que no se ha roto; fue destrozada.
—Desde luego —asintió en tono neutro el mecánico—. Se emplearon a fondo. A juzgar por los pedazos arrancados —señaló las melladas secciones delanteras del casco—, creo que fue obra de uno de los nuevos modelos Mecho de mandíbula saliente.
La sangre de Tom Fields se heló en sus venas.
—O sea, que no le pilla de sorpresa —dijo suavemente, casi conteniendo la respiración—. Ocurre a menudo.
—Bueno, Mecho acaba de lanzar al mercado ese modelo. No está nada mal… Cuesta el doble que este. Claro que —añadió con aire pensativo— tenemos un equivalente, igual de bueno y por menos dinero.
—Quiero que me arreglen este —dijo Tom con la mayor serenidad posible—. No pienso comprar otro.
—Haré lo que pueda, pero no volverá a ser como antes. La avería es muy grave. Le recomiendo que lo entregue como entrada del nuevo, recuperará casi todo lo que pagó. Cuando lancemos los nuevos modelos, dentro de un mes o así, los vendedores irán como locos para…
—Aclaremos esto. —Tom Fields encendió un cigarrillo con manos trémulas—. Ustedes no quieren reparar estos modelos, ¿verdad? Quieren vender los nuevos en cuanto estos se estropeen… —Se fijó en el mecánico—. Se estropeen, o los estropeen.
El mecánico se encogió de hombros.
—Creo que es una pérdida de tiempo repararlo. De todas maneras, no tardará en estar acabado. —Le dio una patada a la maltrecha esfera verde—. Este modelo tiene ya tres años, señor; no sirve para nada.
—Arréglelo —masculló Tom. Empezaba a comprender en su totalidad la situación y a perder el control de sus nervios—. ¡No voy a comprar uno nuevo! ¡Quiero que me arreglen este!
—Desde luego —se resignó el mecánico. Empezó a llenar un formulario—. Haremos lo que podamos, pero no espere milagros.
Mientras Tom Fields firmaba con brusquedad la hoja, trajeron dos Niñeras averiadas más.
—¿Cuándo puedo pasar a buscarla? —preguntó.
—Dentro de un par de días —respondió el mecánico, señalando la fila de Niñeras a medio reparar—. Como puede ver, no damos abasto.
—Esperaré, aunque tarden un mes.
—¡Vamos al parque! —gritó Jean.
Así que fueron al parque.
Era un día muy agradable; el sol calentaba la tierra, y el viento mecía las flores y la hierba. Los dos niños corrieron por el sendero de grava. Respiraron a pleno pulmón el aire perfumado por el aroma de las rosas, las hortensias y los naranjos. Atravesaron un bosquecillo de oscuros y lustrosos cedros. La tierra que pisaban, la piel aterciopelada y húmeda de un mundo vivo, era suave y blanda. Al otro lado de los cedros se extendía un gran prado verde, iluminado por el sol que brillaba en el cielo azul.
La Niñera les seguía. Se desplazaba lentamente, acompañada por el cliqueteo de las ruedas. La agarradera había sido reparada, y contaba con una unidad óptica nueva en lugar de la averiada, pero se echaba en falta la perfecta coordinación de antaño; tampoco habían pulido el casco. Se detuvo un momento, y los niños hicieron lo mismo, esperando con impaciencia a que les alcanzara.
—¿Qué pasa, Niñera? —preguntó Bobby.
—Algo le falla —se lamentó Jean—. Ha estado muy rara desde el pasado miércoles, rara y lenta. Y se ausentó unos días.
—La llevaron a reparar —anunció Bobby—. Me parece que estaba cansada. Papá dice que es vieja. Oí una conversación entre él y mamá.
Siguieron adelante un poco tristes, con la Niñera tratando de mantener el ritmo. Había unos cuantos bancos esparcidos por el prado, y la gente tomaba perezosamente el sol. Un joven estaba estirado sobre la hierba, con la cara protegida por un periódico y la chaqueta doblada bajo la cabeza, a modo de almohada. Dieron un rodeo para no tropezar con él.
—¡Allí está el lago! —gritó Jean, más animada.
El prado se inclinaba en una suave pendiente, a cuyo pie empezaba un sendero de grava que llevaba hasta el lago. Los niños gritaron de júbilo y se pusieron a correr pendiente abajo, mientras la Niñera hacía denodados esfuerzos para alcanzarles.
—¡El lago!
—¡El último es una maloliente sabandija marciana muerta!
Bajaron sin aliento por el sendero hasta la estrecha franja verde que era la orilla, lamida por las aguas. Bobby se puso a cuatro patas entre risas y jadeos. Jean se acomodó a su lado y se arregló el vestido. En el fondo de las aguas azuladas se movían renacuajos y pececillos artificiales, demasiado pequeños para cogerlos.
En el otro extremo del lago unos niños hacían flotar barcos provistos de ondulantes velas blancas. Un individuo obeso leía un libro sentado en un banco, con una pipa en la boca. Un chico y una chica paseaban por la orilla cogidos del brazo, entregados a su mutua contemplación, ajenos al mundo que les rodeaba.
—Ojalá tuviéramos un barco —suspiró Bobby.
La Niñera consiguió llegar hasta ellos, precedida por toda clase de rechinamientos y sonidos metálicos. Se detuvo y retrajo las ruedas para posarse sobre la hierba. No se movió. El sol se reflejaba en el ojo bueno. El otro no estaba sincronizado; no servía para nada. Acomodó su peso sobre el costado menos dañado, pero se movía con lentitud, imprecisión y torpeza. Olía a aceite quemado y a fricción.
Jean la examinó y palmeó su torcido costado con afecto.
—¡Pobre Niñera! ¿Qué te hicieron, Niñera? ¿Qué te pasó? ¿Te metiste en líos?
—Echémosla al agua —sugirió Bobby—, a ver si sabe nadar. ¿Saben nadar las Niñeras?
Jean dijo que no, porque pesaba demasiado. Se hundiría hasta el fondo y nunca más la volverían a ver.
—Entonces no la echaremos —decidió Bobby.
Estuvieron en silencio durante un rato. Algunos pájaros pasaron volando sobre sus cabezas, manchas redondeadas que surcaban el cielo. Un niño montado en una bicicleta llegó por el sendero de grava. La rueda delantera no estaba del todo firme.
—Me gustaría tener una bicicleta —murmuró Bobby.
El niño pasó de largo a lomos de su bicicleta inestable. El hombre gordo se levantó y golpeó su pipa contra el banco. Cerró el libro y paseó por el sendero mientras se secaba el sudor de la frente con un enorme pañuelo rojo.
—¿Qué pasa cuando las Niñeras se hacen viejas? —preguntó Bobby—. ¿Qué hacen, adónde van?
—Van al cielo. —Jean palmeó cariñosamente el mellado casco verde—. Como todo el mundo.
—¿Las Niñeras nacen? ¿Siempre hubo Niñeras? —Bobby había empezado a profundizar en los misterios cósmicos—. Tal vez hubo un tiempo en que no había Niñeras. Me gustaría saber cómo era el mundo antes de que vivieran las Niñeras.
—Claro que hubo siempre Niñeras —se impacientó Jean—. Si no había, ¿de dónde vinieron?
Bobby no halló respuesta. Meditó un rato, pero se adormeció… Era demasiado joven para resolver tales enigmas. Los párpados le pesaban. Bostezó. Jean y él se tendieron en la hierba, junto al lago, contemplaron el cielo y las nubes, escucharon el sonido del viento que acariciaba los cedros. La castigada Niñera descansó y recuperó sus menguadas fuerzas.
Una preciosa niña, ataviada con un vestido azul y una cinta de colores en el pelo castaño, se acercó poco a poco por el prado, en dirección al lago.
—Mira —dijo Jean—, es Phyllis Casworthy. Tiene una Niñera naranja.
La observaron con mucho interés.
—¿Te imaginas una Niñera naranja? —comentó con desagrado Bobby.
La niña y su Niñera atravesaron el sendero y llegaron a la orilla del lago. La Niñera y ella se detuvieron y contemplaron las aguas, las velas blancas de los barcos de juguete y los peces mecánicos.
—Su Niñera es más grande que la nuestra —observó Jean.
—Es verdad —admitió Bobby. Señaló la esfera verde con cariño—. Pero la nuestra es más bonita, ¿verdad?
Su Niñera no se movió. Se volvió para mirarla, sorprendido. La Niñera verde se mantenía rígida, inmóvil. Su ojo pedunculado bueno estaba extendido del todo y examinaba a la Niñera naranja fijamente, sin pestañear.
—¿Qué ocurre? —inquirió Bobby, preocupado.
—Niñera, ¿qué te pasa? —repitió Jean.
La Niñera verde zumbó. Sus ruedas se enderezaron con un seco chasquido metálico. Las puertas se abrieron y surgieron las agarraderas.
—Niñera, ¿qué haces?
Jean, nerviosa, se levantó de un brinco. Bobby la imitó.
—¡Niñera! ¿Qué ocurre?
—¡Vámonos! —dijo Jean, asustada—. Volvamos a casa.
—Vamos, Niñera —ordenó Bobby—. Volvamos a casa.
La Niñera verde, ignorando sus voces, se apartó. La gran Niñera de color naranja se separó de la niña y se deslizó sobre la hierba.
—¡Niñera, vuelve! —gritó la niña con su aguda vocecilla.
Jean y Bobby subieron corriendo la pendiente cubierta de hierba, alejándose del lago.
—¡Ya vendrá! —dijo Bobby—. ¡Niñera, vuelve, por favor!
Pero la Niñera no volvió.
La Niñera naranja, gigantesca, mucho más grande que el modelo Mecho azul que había penetrado en su patio aquella noche, se aproximó. El modelo armado con una enorme mandíbula se hallaba esparcido en pedazos en el extremo de la cerca, con el casco destrozado y las piezas diseminadas por los alrededores.
Esta Niñera naranja era la más grande que la Niñera verde había visto nunca. La Niñera verde avanzó con movimientos torpes. Levantó las agarraderas y preparó sus escudos internos. La Niñera naranja desdobló un robusto brazo de metal, montado en un largo cable. El brazo metálico se alzó en el aire, remolineó en círculos, cada vez más rápido, hasta alcanzar una ominosa velocidad.
La Niñera verde vaciló. Retrocedió, tratando de eludir la movediza maza metálica. Y, mientras intentaba ordenar sus pensamientos, paralizada por la duda, la otra se lanzó sobre ella.
—¡Niñera! —chilló Jean.
—¡Niñera, Niñera!
Los dos cuerpos de metal rodaron furiosamente sobre la hierba, luchando y debatiéndose con desesperación. La maza de metal golpeó una y otra vez el casco verde. El cálido sol brillaba en lo alto del cielo, y el viento levantaba suaves olas en la superficie del lago.
—¡Niñera! —gritó Bobby, saltando de desesperación.
Pero no obtuvo respuesta de la retorcida masa de restos naranja y verde.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Mary Fields, pálida y con los labios apretados.
—Quédate aquí.
Tom cogió la chaqueta y el sombrero, se los puso y fue hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—¿Está el coche fuera?
Tom abrió la puerta principal y salió al porche. Los dos niños, desolados y temblorosos, le observaron con temor.
—Sí —murmuró Mary—, está fuera. ¿Adónde…?
Tom habló a los niños con brusquedad.
—¿Estáis seguros de que está… muerta?
Bobby asintió con la cabeza. Grandes lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Piezas… desparramadas por la hierba.
—Volveré enseguida —dijo Tom— y no os preocupéis. Quedaos aquí.
Bajó a toda prisa los peldaños hasta el vehículo. Al cabo de un momento le oyeron partir a toda velocidad.
Tuvo que recorrer varias agencias antes de encontrar lo que buscaba. Servicios Industriales no le sirvió de nada. Sin embargo, descubrió en el escaparate, lujosamente iluminado, de Complementos para el Hogar justo lo que necesitaba. Estaban a punto de cerrar, pero el empleado le franqueó el paso al ver la expresión de su rostro.
—Me lo llevaré —dijo Tom, haciendo ademán de sacar su talonario.
—¿Cuál, señor? —preguntó el empleado.
—El más grande, ese negro que hay en el escaparate, con cuatro brazos y el espolón.
El empleado hizo una reverencia y el rostro se le iluminó de satisfacción.
—¡Sí, señor! —exclamó, agitando su cuaderno de pedidos—. El Emperador de lujo, provisto de los últimos adelantos. ¿Desea el modelo equipado con la agarradera de alta velocidad y realimentación por control remoto? Por un módico precio adjuntamos una pantalla de comunicación visual; sin abandonar la comodidad de su hogar puede seguir todos sus pasos.
—¿Sus pasos? —preguntó Tom con brusquedad.
—Cuando entra en acción. —El empleado se puso a escribir con gran rapidez—. Acción es la palabra apropiada… Este modelo ataca a su adversario a los quince segundos de ser activado. No hay comparación con ningún otro modelo, nuestro o ajeno. Hace seis meses decían que sobrepasar el límite de quince segundos era una utopía —el empleado rio histéricamente— pero la ciencia no cesa de progresar.
Una extraña lasitud se apoderó de Tom Fields.
—Escuche —dijo con voz ronca, agarrando al empleado por la solapa. El cuaderno de pedidos cayó al suelo; el empleado tragó saliva, sorprendido y asustado—. Escúcheme atentamente, cada vez construyen modelos más poderosos… ¿verdad? Nuevos modelos, nuevas armas, cada año. Ustedes y las demás compañías… Los dotan de accesorios capaces de destruirse unos a otros.
—¡No! —se indignó el empleado—. Todos los modelos de Complementos para el Hogar son indestructibles. Algunos se averían de vez en cuando, pero no encontrará uno que haya quedado fuera de servicio. —Recogió con dignidad su cuaderno de pedidos y se alisó la chaqueta—. No, señor, nuestros modelos sobreviven. Hace poco vi un modelo antiguo, un 3-S de siete años de edad, que aún funcionaba. Un poco estropeado, pero lleno de energía. Me gustaría ver a uno de esos modelos baratos de Protección y Compañía compitiendo con ese.
Tom, controlándose con un gran esfuerzo, preguntó:
—Pero ¿por qué? ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué se proponen con esta… competencia?
El empleado vaciló. Volvió su atención al cuaderno de pedidos.
—Sí, señor. Competencia: ha puesto el dedo en la llaga. Competencia triunfante, para ser exactos. Complementos para el Hogar no desea la competencia… la destruye.
A Tom Fields le costó un segundo reaccionar, hasta absorber el significado de las palabras.
—Entiendo. En otras palabras, estos objetos quedan superados al año de ser lanzados al mercado: inútiles, pequeños, insuficientes. Si no son reemplazados, si no compras uno nuevo, un modelo más perfeccionado…
—Por cierto, ¿su Niñera actual llevó la peor parte en la contienda? —Sonrió con conocimiento de causa—. ¿Es un modelo algo pasado de moda, quizá? ¿No está a la altura de las exigencias actuales? ¿No hizo acto de presencia por la noche?
—No volvió a casa.
—Sí, fue destruida… Ahora lo comprendo todo. Suele pasar. No le queda otra elección, señor. No es culpa de nadie, señor. No acuse a Complementos para el Hogar.
—Sin embargo —repuso Tom—, cuando uno es destruido, ustedes venden otro, lo que significa que salen beneficiados, dinero en metálico.
—Cierto, pero también exige que estemos a la altura de las circunstancias. No podemos quedarnos atrás… Usted mismo comprobó, si me disculpa, las desafortunadas consecuencias de quedarse atrás.
—Sí —asintió Tom con voz casi inaudible—. Me advirtieron de que no valía la pena repararla, que era mejor cambiarla por otra.
El rostro confiado y resplandeciente del empleado pareció ensancharse. Brilló, como un sol en miniatura, feliz y exaltadamente.
—Ahora todo está arreglado, señor. Con este modelo no habrá competencia posible. Sus problemas se han terminado, señor… ¿A qué nombre redacto la orden de entrega?
Bobby y Jean contemplaron fascinados la enorme caja que los transportistas depositaron en la sala de estar entre gruñidos e imprecaciones.
—Muy bien —dijo con sequedad Tom—. Gracias.
—De nada, señor —los transportistas se marcharon y cerraron la puerta con un fuerte golpe.
—Papá, ¿qué es eso? —susurró Jean. Los dos niños inspeccionaron la caja, asombrados e intrigados.
—Lo veréis dentro de un momento.
—Tom, ya deberían estar acostados —protestó Mary—. ¿No pueden verlo mañana?
—Quiero que lo vean ahora.
Tom desapareció en el sótano y volvió con un destornillador en la mano. Se arrodilló junto a la caja y procedió a sacar los tornillos.
—Por una vez, pueden irse a la cama un poco más tarde.
Sacó las tablas una por una con pericia y tranquilidad. Arrancó la última por fin y la apoyó en la pared, junto con las demás. Sacó el libro de instrucciones y el certificado de garantía por noventa días, y se los tendió a Mary.
—Coge esto.
—¡Es una Niñera! —gritó Bobby.
—¡Una Niñera muy grande!
La gran forma negra yacía en el fondo de la caja, como una gran tortuga de metal, embutida en una capa de grasa, cuidadosamente comprobada, aceitada y garantizada. Tom afirmó con la cabeza.
—Exacto, es una Niñera, una nueva Niñera que ocupará el lugar de la anterior.
—¿Para nosotros?
—Sí. —Tom se sentó en una silla y encendió un cigarrillo—. Mañana por la mañana la pondremos en funcionamiento y veremos qué tal se porta.
Los niños abrieron unos ojos como platos. Ninguno de los dos se atrevía a respirar o a hablar.
—Pero esta vez debéis alejaros del parque —advirtió Mary—. No la llevéis al parque, ¿me oís?
—No —la contradijo Tom—, pueden ir al parque.
Mary le miró, vacilante.
—Pero esa cosa naranja podría…
—No me importa que vayan al parque —sonrió Tom. Se giró hacia Bobby y Jean—. Id al parque cuando os dé la gana, y no tengáis miedo de nada ni de nadie. No os olvidéis.
Propinó una patada a una esquina de la caja.
—No debéis tener miedo a nada. Nunca más.
Bobby y Jean asintieron sin dejar de observar el fondo de la caja.
—Muy bien, papá —susurró Jean.
—¡Caray, mirad eso! —exclamó Bobby—. ¡Miradla! No sé si podré esperar a mañana.
La esposa de Andrew Casworthy se reunió con su
marido en la puerta de su lujosa mansión de tres plantas, y agitó
las manos con nerviosismo.
—¿Qué sucede? —gruñó Casworthy, sacándose el
sombrero. Se secó con un pañuelo el sudor de su encarnado rostro—.
Señor, qué calor hace hoy. ¿Qué pasa?
—Andrew, tengo miedo de…
—¿Qué demonios ocurre?
—Phyllis ha vuelto del parque sin su Niñera.
Cuando Phyllis la trajo a casa ayer estaba abollada y agrietada, y
está tan disgustada que no puedo…
—¿Sin su Niñera?
—Vino sola, por sus propios medios. Completamente
sola.
La cólera congestionó las facciones del señor
Casworthy.
—¿Qué ocurrió?
—Lo mismo de ayer: algo atacó a su Niñera. ¡La
destrozó! No conozco bien los detalles, pero algo negro, algo
gigantesco y negro… Tal vez haya sido otra Niñera.
La mandíbula de Casworthy descendió lentamente. Su
rostro porcino viró a un rojo intenso, un rubor ominoso que floreció
y se disipó. Giró sobre sus talones bruscamente.
—¿Adónde vas? —se inquietó su mujer.
El grueso y encolerizado hombre bajó por el sendero
a grandes zancadas en dirección a su coche.
—Voy a comprar otra Niñera —murmuró—, la
mejor que encuentre, aunque tenga que recorrer cien tiendas. Quiero
la mejor…, la más grande.
—Pero, querido —le advirtió su esposa, corriendo
tras él—, ¿nos lo podemos permitir? —Enlazó las manos
ansiosamente y prosiguió—: ¿No sería mejor esperar? Pensémoslo
un poco más, hasta que hayamos recobrado la… calma.
Pero Andrew Casworthy ya no la escuchaba. El coche
retembló, dispuesto a lanzarse adelante.
—Nadie me va a pasar la mano por la cara —dijo
con los labios apretados—. Ya les enseñaré yo, aunque tenga que
comprar un último modelo. ¡Aunque tenga que hacer fabricar un nuevo
modelo para mí solo!
Y, por extraño que pareciera, supo que alguien lo
haría.
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