Ella sentía
tanto pudor que evitaba desvestirse en su presencia. Un pudor
desmedido, observó él. Un pudor que ocultaba, se diría, algún
misterio. Por fin le dio la espalda, se quitó la blusa y volteó
enseñándole sus senos puntiagudos, aunque cruzando los brazos a la
altura del abdomen.
"¿Ves?",
le dijo sin mirarlo. "Ningún hombre ha visto antes esto",
y le mostró en consecuencia su asombroso cuerpo sin ombligo.
"Cuando
nací —contó—, no hizo falta cortar el cordón umbilical.
Tiraron de él y mi ombligo se arrancó, limpio y entero, del
vientre. Mi padre me puso Eva, como la primera mujer que, al nacer de
la costilla de Adán, también carecía de un ombligo. Mi madre se
sobresaltó y, en un arranque de superstición, exclamó que si la
primera mujer había nacido sin ombligo, ahora yo podía muy bien ser
la última. Los médicos rieron de buena gana: aun así, hasta que en
el ala contraria no nació la siguiente niña, una incertidumbre (no
sé si exagerada) reinó en aquel hospital".
Él
escuchó en silencio su relato y se rió de la misma forma que los
médicos parteros. Luego recorrió con la lengua en vientre liso. Y
la amó como si en efecto fuera la última mujer de la tierra.
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