No lo hice a posta. Salí de aquel pueblo una mañana de abril con todos los catálogos. No había hecho más que doblar dos o tres curvas cuando se desató la tormenta. Creo que me confundí de carretera y como no había carteles, acabé en el quinto infierno. Pasé por tremendas tempestades, por pruebas difíciles y tentaciones sin cuento y de todas escapé. Al llegar a una especie de aldea desierta vi a una anciana y le pregunté el camino a casa, pero ella se encogió de hombros y al cabo apareció con un ciego. El ciego, que se llamaba Tiresias, me escuchó en silencio y me dibujó en un croquis el camino que debía tomar. Al llegar a casa el perro me reconoció, pero vi que la fachada estaba cuarteada y sucia. Llamé al timbre. Una mujer que llevaba en la mano unas madejas de lana, se quedó de piedra al verme con la maleta en el suelo y la carpeta de los catálogos bajo el brazo. Era mi mujer. Te creía muerto, musitó con miedo y dio un paso hacia atrás. Me disponía a entrar en casa, cuando escuché el llanto de un bebé. La miré desconcertado. Han pasado once años, se excusó temblando. Volví sobre mis pasos, me metí en el coche, encendí un cigarro, giré la llave, el motor gruñó. Creo que eso fue todo.
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