Dedos
Quería
ser novia de Brahms. Que tocáramos juntos muchos acordes y me
hablase en mayúscula. Desconfiaba del corazón como oficina de
correos, de las cacofónicas caricias. No quise que los días fuesen
conejos muertos sacados del sombrero.
Conocí
a Lucio mientras atravesábamos tres siglos con los dedos. Primero
fue Bach, luego Beethoven, Sibelius y Ligeti. Él parecía un
centauro, mitad hombre, mitad chelo.
Él
y yo lo sabíamos; poner los dedos es tirar los dados. Cuando
llegamos a su casa, aún olíamos a aplausos. Nos duchamos para
partir de cero y acabamos como archipiélago desparramado en la
alfombra. No era buen dueño del hogar, Lucio. Todo el suelo con
pelusas, involuntarios peluches de tiempo.
Haciendo
el amor descubrí unos ojos llenos de buenos rincones. Acaricié sus
piernas, sus hermosas costillas, iguales a los libros inclinados de
su biblioteca. Y su sexo era alta cultura. Yo quise ser culta.
Aquella
noche nos mantuvimos despiertos hasta que los enchufes bostezaron.
Hablamos de música, de personas a las que imaginábamos inteligentes
y horizontales. Hablábamos bien del pasado, con la benevolencia con
la que se recuerda a un canalla difunto.
¿Para
qué tanto recordar? Recordar es ponerse calcetines usados y con
agujeros, dijo con su voz de avena. Mejor las horas bien ceñidas a
los huesos. No ir con la vista puesta en más de dos o tres compases
por delante y sobre todo, cantar, cantar bien la melodía.
Salimos
a caminar por la mañana. El sol era una ardilla.
A
partir de entonces, pusimos durante meses los codos sobre la noche.
Fue un invierno marsupial, mucho bueno cupo dentro.
Él
era leve. En bicicleta o a pie, no alcanzaba el cielo a montarse
sobre sus hombros.
¿Se
cansó la vida de tolerar tanta alegría?
Deprisa
Ruedas
y semáforos en negro. Una sirena. Los oídos todavía le funcionan.
Y se esparce con sus propias manos. ¿Es que nadie puede aligerar su
labor de muerto?
Segundos
lo apartan de sí. Pertenece aún y odia las despedidas. Viviría
incluso en la letra A o en el chirriar de un grillo.
Con
paciencia contempla, encontrando un paisaje donde parece no haberlo.
Recuerda:
al comenzar, todo era ella. Ella, eya, älla, hella. Dejaron caer el
exterior dentro.
¿Y
si el tiempo no pasa, tan solo cambia de sitio?
No
cerrar los ojos ahora. Quedarse y cantar. No caer al compás vacío.
O al sabor del asombro cuando se enfríen los labios.
Pensar,
sentir. Quizá por eso lágrimas deprisa.
Un
pentagrama
Andar
en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y
otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días.
Hacia delante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo
tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?
Corazón
de origami
En
el funeral el cura, con su bigote lento, con sus palabras pasadas por
harina y huevo.
(Suena
Bach.)
Chao,
Lucio. ¿Adónde crees que vas? Suelta ahora mismo ese mirar hacinado
tras los párpados. No seas literal con esto de morir, no seas
rígido. Piensa que estudiaste tantos años el chelo no para dejarte
las manos hechas polvo.
Has
muerto, lo admito, pero no hay fin que pueda contigo. Si quieres que
te olvide, tendrás que entrar a desalojar mi cuerpo.
Por
las noches me repueblo y me extermino. Busco sonidos como andamios.
Guardo
un papelito con su letra
El
sol se puso frívolo y las estrellas pordioseaban. Todo olía a necio
y de mi viola salían notas como garbanzos secos (¿o como costras,
mejor?). Una viola no es una alcancía.
Vivir
era una posibilidad entre muchas. ¿Vivir con la sangre alquilada a
un dios-gasolinera? Mis palabras tenían las rodillas sucias de tanto
hincarse frente a él.
Ese
año el cielo estuvo pésimo. Necesité músculo para mantener una
sonrisa, con dos ya no pude.
Diez bicicletas para treinta sonámbulos, 2019.
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