A un hombrecito le gusta el cine y
llega y funda un cine club, y lo primero que hace es programar un
ciclo larguísimo de películas de vampiros, desde Murnau y Dreyer
hasta Fisher y ese film que vio hace poco de Dan Curtis. Al principio
hay mucha acogida y todo: el teatro se llena. Pero semana tras semana
va bajando la audiencia. Como se sabe, el público cineclubista está
compuesto en su mayoría por gente despistada que acude a ver acá
«el cine de calidad» que no puede ver en los teatros cuando estos
sólo exhiben vaqueros y espías; imbéciles que abuchean una
película de John Ford con John Wayne «porque el ejército de ee uu
siempre mata muchos indios», que le dicen imbécil a Jerry Lewis.
Esa gente cómo le va a coger la onda a los vampiros, no falta por
allí uno que insulte al hombrecito del cine club por estar
exhibiendo cosas de estas cuando los estudiantes luchan en las
calles, gente que únicamente sueña de noche y que siempre duerme
bien y al otro día se despiertan y pueden hablar de amor, de
papitas, de viajes, de política y cuando llegue la noche se ponen a
soñar de lo mismo que han hablado durante todo el día. Pues bien,
el hombrecito de nuestra historia comenzó a perder grandes
cantidades de dinero, porque ya al final no iban más que diez
personas a sus películas de vampiros, nueve, ocho, siete, seis,
cinco, los últimos cuatro sí empezaron a conversar, a contarse
recuerdos, pasó el tiempo y uno de ellos se mudó de ciudad, otro
amaneció un día muerto, uno se graduó de arquitectura y nunca
nadie más lo volvió a ver por estas tierras.
El
hecho es que el sábado 25 de septiembre de 1971, el hombrecito
encontró, al ir a introducir el último film del ciclo, que no había
más que un espectador en la sala, allá detrás, en un rincón,
mitad luz y mitad sombra.
El
hombrecito iba a comenzar a hablar de la película que amaba tanto,
pero el Conde se paró de su butaca y le sonrió, y el hombrecito
tuvo que bajar los ojos.
Calicalabozo, 1998.
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