Se puede comprar a Alys la Gris
cualquier cosa que se desee. Pero es mejor que no.
La
dama Melange, de quien decían que era una joven lista y prudente,
así como implacablemente justa, no fue en persona a ver a Alys la
Gris. La dama Melange había oído los rumores: quienes cerraban
tratos con Alys la Gris los hacían por su cuenta y riesgo. Alys la
Gris no rechazaba a nadie que fuera a verla y siempre conseguía lo
que le pedían. Sin embargo, cuando todo había terminado, quienes
habían acudido a ella nunca quedaban contentos con las cosas que
obtenían, las mismas cosas que habían deseado antes. La dama
Melange sabía todo aquello, puesto que gobernaba aquellas tierras
desde la alta torre del homenaje, construida en la ladera de la
montaña. Tal vez precisamente por eso no fue a verla en persona.
En
su lugar, quien fue a ver a Alys la Gris fue Jerais: Jerais el Azul,
el paladín de la dama, el mejor de los caballeros que guardaban la
altísima torre y encabezaban el ejército en las batallas, así como
el capitán de los portaestandartes. Jerais iba vestido de seda azul
claro debajo de la armadura esmaltada en azul intenso. El emblema de
su escudo era un torbellino de un centenar de tonos distintos de
azul, y la empuñadura de la espada llevaba incrustado un zafiro tan
grande como el ojo de un águila. Cuando estuvo en presencia de Alys
la Gris, se quitó el casco, y esta vio que sus ojos eran exactamente
del mismo tono que la joya; sin embargo, el pelo de color rojo
contrastaba inapropiadamente.
Alys
la Gris lo recibió en la vieja casita de piedra donde vivía, en el
corazón sombrío de la ciudad situada al pie de la montaña. Lo
esperó en una sala polvorienta y sin ventanas que apestaba a moho,
sentada en una silla vieja de respaldo alto que aún empequeñecía
más su cuerpecillo menudo. En el regazo tenía una rata gris del
tamaño de un perro pequeño. No dejó de acariciarla con languidez
mientras Jerais entró, se quitó el casco y se tomó unos instantes
para que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad.
—¿Sí?
—dijo por fin la mujer.
—¿Eres
tú aquella a quien llaman Alys la Gris?
—Sí.
—Yo
soy Jerais. He venido a instancias de la dama Melange.
—La
sabia y bella dama Melange. —Alys la Gris seguía acariciando a la
rata, suave como el terciopelo, con sus dedos largos y blancos—.
¿Por qué manda la señora a su paladín a casa de alguien tan pobre
y simple como yo?
—Incluso
a la torre llegan historias sobre ti.
—Ya
veo.
—Dicen
que, a cambio de un precio determinado, vendes cosas extrañas y
maravillosas.
—¿Acaso
la dama Melange quiere comprar algo?
—También
dicen que tienes poderes. Dicen que tu apariencia no es siempre la
que tienes ahora, la de una joven esbelta de edad incierta y vestida
de gris. Dicen que puedes rejuvenecer y envejecer a tu antojo. Dicen
que a veces eres un hombre, una vieja o un niño. Dicen que conoces
los secretos de la transformación, que puedes viajar convertida en
felino, oso o pájaro, que cambias de piel cuando lo deseas y no
estás sometida a la tiranía de la luna como los metamorfos de las
tierras perdidas.
—Sí,
eso dicen —reconoció Alys la Gris.
Jerais
se desató una faltriquera del cinturón y se acercó a Alys la Gris.
Liberó el cordón que la cerraba y esparció el contenido en la mesa
que había al lado de Alys. Gemas. Una docena, cada una de un color
distinto. Alys la Gris cogió una y se la acercó a los ojos,
observando la llama de la vela a través de ella. La dejó junto a
las demás y asintió.
—¿Qué
querría comprarme la señora?
—Tu
secreto —dijo Jerais con una sonrisa—. La dama Melange desea
cambiar.
—Dicen
que es joven y bella —replicó Alys la Gris—. Incluso al pie de
la torre llegan historias sobre ella. No tiene pareja, sino muchos
amantes. Dicen que todos los portaestandartes la aman, y tú entre
ellos. ¿Por qué desearía cambiar?
—No
me has entendido. La dama Melange no busca la juventud ni la belleza.
Ningún cambio podría hacerla más hermosa de lo que es. Lo que
quiere de ti es el poder para convertirse en una bestia. En un lobo.
—¿Por
qué? —preguntó Alys la Gris.
—Eso
no es de tu incumbencia. ¿Le venderás ese don?
—No
rechazo a nadie. Deja las gemas aquí. Regresa dentro de un mes y te
daré lo que desea la dama Melange.
Jerais
asintió, pensativo.
—¿No
rechazas a nadie?
—A
nadie.
Con
una sonrisa torcida, rebuscó en el cinturón y le tendió la mano.
En la palma enguantada en arrugado terciopelo azul sostenía otra
joya, un zafiro más grande que el de la empuñadura de la espada.
—Acepta
esto como pago, si te place. Yo también quiero comprar.
Alys
la Gris cogió el zafiro, lo sostuvo entre el pulgar y el índice
contra la llama de la vela, asintió y lo dejó junto a las otras
gemas.
—¿Qué
quieres, Jerais?
—Quiero
tu fracaso. —Se le ensanchó la sonrisa—. No quiero que la dama
Melange obtenga el poder que desea.
Alys
la Gris lo miró sin alterarse, clavando sus serenos ojos grises en
los azules y fríos de Jerais.
—Llevas
el color equivocado —dijo por fin—. El azul es el color de la
lealtad, pero tú traicionas a tu señora y la misión que te ha
encomendado.
—Soy
leal —protestó Jerais—. Sé qué le conviene; lo sé mejor que
ella. Melange es joven y estúpida. Cree que, cuando obtenga el poder
que busca, podrá mantenerlo en secreto. Pero se equivoca. Y cuando
la gente se entere, la destruirá. No puede gobernar al pueblo de día
y desgarrarles el cuello de noche.
Alys
la Gris reflexionó unos instantes, acariciando la rata que
descansaba en su regazo.
—Mientes,
Jerais —dijo al cabo de un poco—. Los motivos que me das no son
tus verdaderos motivos.
Jerais
frunció el ceño. Como por casualidad puso su mano enguantada en la
empuñadura de la espada y acarició el gran zafiro con el pulgar.
—No
discutiré contigo —dijo con brusquedad—. Si no me vendes lo que
te pido, devuélveme la gema, y que te parta un rayo.
—No
rechazo a nadie —respondió Alys la Gris, y Jerais arrugó la
frente, desconcertado. —Entonces, ¿tendré lo que te pido?
—Tendrás
lo que deseas.
—Excelente
—dijo Jerais, sonriendo de nuevo—. ¿Dentro de un mes?
—Un
mes.
Así
las cosas, Alys la Gris envió el mensaje por vías que solo ella
conocía. El mensaje pasó de boca en boca por las sombras, los
callejones y los pasos secretos de las cloacas, y también por las
casas altas de madera escarlata y vidrieras de colores donde moraban
los más nobles y los ricos. Ratas grises y ligeras con diminutas
manos humanas se lo susurraron en sueños a los niños, y estos
compartieron el secreto entre sí, y entonaron un canto nuevo y
extraño al saltar a la comba. El mensaje voló hasta los puestos del
ejército en la frontera del este y viajó hacia el oeste con las
grandes caravanas hasta el corazón del viejo imperio, del que la
ciudad del pie de la montaña no era más que una minúscula parte.
Aves enormes que parecían de cuero, con cara de monos astutos, lo
llevaron al sur, más allá de los bosques y los ríos, a una docena
de reinos, donde hombres y mujeres tan pálidos y terribles como Alys
la Gris lo escucharon en la soledad de sus torres. El mensaje llegó
incluso hasta el norte, más allá de las montañas, a las tierras
perdidas.
No
tuvo que esperar mucho. Menos de dos semanas después, alguien fue a
visitarla.
—Sé
donde puedes encontrar lo que necesitas —le dijo—. Puedo
conducirte hasta un hombre lobo.
Era
un chico joven, delgado e imberbe. Llevaba la ropa habitual de cuero
gastado de los aventureros que vivían y cazaban en el páramo
azotado por el viento del otro lado de las montañas. Tenía la piel
curtida del que ha pasado toda la vida al aire libre, y el pelo
blanco como la nieve de las montañas, enredado y descuidado, le
llegaba por los hombros. No llevaba armadura, y solo un cuchillo
largo en lugar de espada. Sus movimientos eran elegantes y cautos.
Entre los mechones blancos que le caían por la cara le asomaban los
ojos, oscuros y soñolientos. Pese a que su sonrisa era franca y
afable, adolecía de una especie de desidia, y los labios se le
torcían ligeramente en un gesto soñador y sensual cuando creía que
nadie lo miraba. Se hacía llamar Boyce.
Alys
la Gris lo observó y lo escuchó con atención.
—¿Dónde?
—preguntó.
—En
el norte, a una semana de viaje. En las tierras perdidas.
—¿Vives
en las tierras perdidas, Boyce? —le preguntó Alys la Gris.
—No.
No es lugar para vivir. Tengo una casa aquí, en la ciudad, pero a
menudo cruzo las montañas. Soy cazador. Conozco bien las tierras
perdidas y sé qué seres viven allí. Buscas un hombre que camina
como un lobo. Puedo llevarte hasta él, pero tenemos que salir de
inmediato si queremos llegar antes de la luna llena.
—Mi
carro está cargado —dijo Alys la Gris, levantándose—. Mis
caballos están ahítos y herrados. Vámonos, pues.
Boyce
se apartó el pelo fino y blanco de los ojos y sonrió perezosamente.
El
collado era alto, empinado y rocoso, y en algunos tramos, apenas lo
bastante ancho para que el carro de Alys la Gris pudiera pasar. Era
un armatoste largo y pesado, totalmente cerrado. Antaño había
estado pintado de colores brillantes, pero el tiempo y el clima los
habían desgastado tanto que las paredes de madera eran de un gris
tristón. Tenía seis estrepitosas ruedas de hierro, y los dos
caballos que tiraban de él eran, por necesidad, unos monstruos el
doble de grandes que los caballos normales. A pesar de ello,
avanzaban muy despacio. Boyce, que no tenía montura, caminaba por
delante o al lado, y algunas veces se sentaba en el pescante junto a
Alys la Gris. El carro crujía lastimeramente. Tardaron tres días en
completar el ascenso, y entre las montañas contemplaron la llanura
estéril e infinita de las tierras perdidas. Les costó tres días
más bajar.
—A
partir de ahora iremos más deprisa —prometió Boyce a Alys cuando
llegaron a la llanura de las tierras perdidas—. Aquí, el terreno
es llano y desierto, y la marcha no será difícil. Dentro de un día,
o de dos como mucho, tendrás lo que buscas.—Bien
—dijo Alys la Gris.
Llenaron
los bidones de agua antes de alejarse de las montañas. Boyce fue a
cazar por la ladera y regresó con tres conejos negros y un ciervo
pequeño curiosamente deforme. Cuando Alys la Gris le preguntó cómo
los había cazado si solo tenía el cuchillo largo, Boyce sonrió y
sacó una honda con la que lanzó unos cuantos guijarros, que
silbaron al cortar el aire. Alys la Gris asintió. Encendieron una
hoguera y cocinaron dos conejos; después salaron el resto de la
carne. A la mañana siguiente, al alba, se adentraron en las tierras
perdidas.
En
efecto, avanzaron deprisa. Las tierras perdidas eran un lugar frío y
desierto, y el suelo era tan compacto, duro y firme como los caminos
que atravesaban el imperio, al otro lado de las montañas. El carro
rodaba con decisión entre traqueteos, crujidos y balanceos. En las
tierras perdidas no había matorrales entre los que abrirse paso ni
ríos que cruzar. Ante ellos se extendía la más pura e interminable
desolación. De tarde en tarde veían un grupo de árboles nudosos y
enredados entre sí, con las ramas cargadas de frutos gordos de piel
añil y brillante. De tarde en tarde atravesaban un arroyuelo rocoso
de un palmo de profundidad. De tarde en tarde encontraban extensas
manchas formadas por hongos blancos que cubrían la tierra gris y
árida. Sin embargo, era raro que se topasen con algo. Lo que
abundaba era la nada, la llanura estéril que se extendía a su
alrededor, y el viento. El viento era terrible; nunca dejaba de
soplar, y era frío y cortante. A veces olía a ceniza, y otras veces
parecía ulular y chillar como si fuera un alma en pena.
Llegaron
tan lejos que Alys la Gris vio el límite de las tierras perdidas:
una cadena de montañas muy, muy al norte; una línea borrosa entre
azul y blanca recortada contra el horizonte gris. Alys la Gris sabía
que, aunque viajaran durante semanas, no llegarían a aquellos
lejanos picos, pero las tierras perdidas eran tan llanas y desiertas
que la vista los alcanzaba con claridad, aun desde tan lejos.
Al
anochecer, Alys la Gris y Boyce montaron el campamento bajo un grupo
de árboles tortuosos como los que habían visto durante la jornada,
que les proporcionaron una tregua momentánea de la furia del viento,
pero siguieron oyéndolo y notando cómo los acosaba y empujaba, y
viendo cómo retorcía el fuego de mil formas salvajes y evocadoras.
—Sí
que están perdidas estas tierras, sí —dijo Alys la Gris mientras
comían.
—Tienen
una belleza propia. —Boyce pinchó un pedazo de carne con el
cuchillo largo y le dio vueltas sobre el fuego—. Por la noche, si
se despejan las nubes, podrás ver unas luces violetas, grises y
granates moviéndose sobre las montañas del norte, ondulándose como
si fueran cortinas atrapadas en el viento incesante. —Ya he visto
esas luces antes —dijo Alys la Gris.
—Yo
las he visto muchas veces. —Boyce mordió la carne y tiró de ella
con los dientes. Un hilo de grasa le cayó por la comisura del labio
y sonrió.
—Vienes
muy a menudo a las tierras perdidas —dijo Alys la Gris.
—Soy
cazador —repuso Boyce, encogiéndose de hombros.
—Pero
¿hay vida aquí? —preguntó Alys la Gris—. ¿Vive algo en este
desierto?
—Oh,
sí. Hay que fijarse bien y conocer las tierras, pero sí que hay.
Bestias extrañas y contrahechas jamás vistas al otro lado de las
montañas, seres de leyendas y de pesadillas, seres encantados y
malditos, seres de carne inimaginablemente rara y deliciosa. También
hay humanos o, más bien, seres casi humanos. Niños cambiados,
metamorfos, siluetas grises que caminan solo después del crepúsculo,
seres erráticos medio vivos y medio muertos… —Su sonrisa era
amable y burlona—. Pero tú eres Alys la Gris y ya debes de saber
todo esto. Dicen que provienes de las tierras perdidas, que hace
mucho tiempo saliste de aquí.
—Sí,
eso dicen.
—Tú
y yo somos iguales. Me gustan la ciudad, la gente, la música, la
alegría y los chismes. Disfruto de la comodidad del hogar, de la
buena comida y el buen vino. Me deleito con los actores que van en
otoño a la alta torre del homenaje y actúan para la dama Melange.
Me gustan la ropa elegante, las joyas y las mujeres dulces y bellas.
Sin embargo, una parte de mí se siente en casa solo aquí, en las
tierras perdidas, escuchando el viento, observando con cautela las
sombras al anochecer, soñando con cosas con las que la gente de
ciudad jamás se atrevería a soñar. —Entretanto ya se había
hecho completamente de noche. Boyce señaló al norte con el
cuchillo, donde las luces tenues empezaban a resplandecer sobre las
montañas—. Mira, Alys. Mira cómo cambian y titilan las luces. Si
se mira mucho rato, pueden verse figuras que se mueven en la
oscuridad: hombres, mujeres y seres que no son hombres ni mujeres. El
viento arrastra sus voces. Observa y escucha. Esas luces son como
grandes dramas, como obras más magníficas y extrañas que las que
se representan en el escenario de la señora. ¿Lo oyes? ¿Lo ves?
Alys
la Gris estaba sentada en la tierra dura y compacta con las piernas
cruzadas. Observaba en silencio con una mirada inescrutable en los
ojos grises.
—Sí
—dijo por fin. No habló más. Boyce enfundo el cuchillo largo;
rodeó la hoguera, que ya se había reducido a un puñado de ascuas
de un apagado tono rojizo, y se sentó a su lado.
—Sabía
que lo verías. Tú y yo somos iguales. Nuestra carne es urbana, pero
el viento frío de las tierras perdidas sopla por nuestras venas. Lo
he visto en tus ojos, Alys la Gris.
Ella
no contestó; se quedó sentada mirando las luces y sintiendo la
cálida presencia de Boyce a su lado. Poco después, él le pasó el
brazo por los hombros, y ella no protestó. Al cabo de un rato, de
mucho más rato, cuando las ascuas se habían apagado y la noche ya
era muy fría, Boyce le tomó la cara con ambas manos, delicadamente,
y se la giró. La besó con dulzura en los labios finos solo una vez.
Entonces,
Alys la Gris se despertó como de un sueño, lo tumbó en el suelo de
un empujón, lo desnudó con manos decididas y expertas, y lo poseyó
sin más preámbulos. Boyce la dejó hacer. Se tumbó en la tierra
dura y fría con las manos entrelazadas tras la cabeza, los ojos
soñadores y los labios torcidos en una sonrisa lánguida y
satisfecha, mientras Alys la Gris lo cabalgaba, primero suavemente,
después cada vez más deprisa, acercándose al clímax entre
estremecimientos. Cuando llegó, tensó el cuerpo, echó la cabeza
atrás y abrió la boca como si fuera a gritar, pero no salió ningún
sonido. Solo aullaba el viento, helado y salvaje, y el grito no era
de placer.
El
día siguiente amaneció nublado y frío. El cielo que se extendía
ante ellos estaba cubierto de jirones de nubes finas y grises que
corrían mucho más deprisa que lo que solían correr las nubes, y la
poca luz que se filtraba era pálida y apagada. Boyce caminaba junto
al carro, y Alys la Gris lo conducía a ritmo pausado.
—Ya
estamos cerca —le dijo Boyce—. Muy cerca.
—Bien.
Boyce
le sonrió. Su sonrisa había cambiado desde que eran amantes. Era
dulce y misteriosa, un poco más que condescendiente; era una sonrisa
de presunción.
—Esta
noche —le dijo.
—Esta
noche habrá luna llena —dijo Alys la Gris.
Boyce
sonrió y se apartó el pelo de los ojos sin decir nada.
Bastante
antes del anochecer se detuvieron en las ruinas de una ciudad cuyo
nombre había sido olvidado mucho tiempo atrás, incluso por los
moradores de las tierras perdidas. Quedaba muy poca cosa que rompiera
la nada envolvente; solo una pila desamparada y lastimera de
escombros. Todavía se distinguían vagamente los contornos de las
murallas, y quedaban medio en pie un par de chimeneas rotas que roían
el horizonte como dientes negros y cariados. La ciudad no tenía vida
ni refugio que ofrecer. Cuando Alys la Gris terminó de dar de comer
a los caballos paseó por las ruinas, pero no encontró casi nada. No
había cerámica, ni armas oxidadas, ni libros. Ni siquiera huesos.
Nada que permitiera hacerse una idea de qué clase de gente había
vivido allí, si es que había sido gente.
Las
tierras perdidas habían absorbido la vida de aquel lugar, y el
viento se había llevado hasta los fantasmas. No quedaba ni un
vestigio, ni un recuerdo. El sol, oculto tras las nubes escurridizas,
se hundía y casi rozaba el horizonte, y la escena habló con la voz
del viento, gritó su soledad y su desesperación. Alys la Gris
estuvo allí largo rato a solas, viendo como se ponía el sol,
sintiendo cómo el manto fino y harapiento se le hinchaba en la
espalda y cómo el viento frío le azotaba el alma. Por fin, regresó
al carro.
Boyce
había encendido una hoguera y estaba sentado calentando vino en un
cazo de cobre y añadiéndole especias de vez en cuando. Dedicó una
de aquellas sonrisas nuevas a Alys la Gris cuando ella lo miró.
—El
viento es frío —dijo Boyce—. He pensado que una bebida caliente
haría nuestra cena más placentera.
Alys
la Gris miró a lo lejos, al sol casi hundido, y luego de nuevo a
Boyce.
—Este
no es ni el momento ni el lugar para el placer, Boyce. Ya es casi de
noche, y la luna llena está a punto de salir.
—Bien.
—Boyce vertió vino caliente en la copa con un cucharón y lo
probó—. Tampoco hay que tener prisa por salir a cazar —añadió
con una sonrisa lánguida—. El lobo vendrá a nosotros. El viento
transportará nuestro olor por esta nada hasta muy lejos, y él
vendrá corriendo cuando perciba el aroma de la carne fresca.
Alys
la Gris no dijo nada. Le dio la espalda y subió los tres peldaños
del carro. Encendió un brasero con calma y observó cómo cambiaba y
parpadeaba la luz al reflejarse en las planchas desgastadas y grises
que protegían las paredes y en el montón de pieles del lecho.
Cuando la luz se estabilizó, Alys la Gris corrió un panel de la
pared y se quedó mirando el estrecho armario, donde una larga hilera
de ropa vieja colgaba de ganchos. Había mantos, capas y blusones muy
holgados; vestidos demasiado cortos y trajes que se ajustaban como
una segunda piel desde la cabeza hasta los pies; ropa de cuero, de
pieles y de plumas. Vaciló un momento y luego alargó la mano para
sacar un gran manto hecho de mil plumas largas y plateadas, todas
acabadas delicadamente en punta negra. Se quitó el que llevaba y se
abrochó al cuello la amplia prenda de plumas. Cuando giró sobre sí,
el manto se ahuecó, y el aire muerto del carro se agitó y pareció
volver a la vida momentáneamente, antes de que las plumas volvieran
a posarse. Después, Alys la Gris se agachó y abrió un enorme arcón
de roble con correas de cuero y remaches de hierro. Sacó una caja
pequeña donde diez anillos reposaban en el viejo lecho de fieltro
gris. Cada uno llevaba engarzada una larga y curva garra de plata en
lugar de una gema. Alys la Gris se puso los anillos por orden, uno en
cada dedo, y cuando se levantó y cerró los puños, las garras
amenazadoras reflejaron la tenue luz del brasero.
Fuera
ya estaba oscuro. Al sentarse al otro lado del fuego, frente al
aventurero de pelo blanco que disfrutaba del vino, Alys la Gris
advirtió que este no había preparado nada para cenar.
—Qué
manto tan bonito —comentó Boyce, amable. —Ningún manto va a
ayudarte cuando venga.
Alys
la Gris levantó la mano y la apretó en un puño. Las garras de
plata centellearon a la luz de la hoguera.
—Ah
—dijo Boyce—. Son de plata.
—Sí,
son de plata —corroboró Alys la Gris, bajando la mano.
—Otros
lo han atacado antes con armas de plata. Espadas de plata, cuchillos
de plata, flechas con punta de plata. Y ahora, todos esos guerreros
plateados no son más que polvo. Se dio un festín con su carne.
Alys
la Gris se encogió de hombros.
Boyce
le dirigió una mirada inquisitiva, pero luego sonrió y volvió a su
vino. Alys la Gris se arrebujó en el manto para protegerse del
viento helado. Al cabo de un rato, mirando a lo lejos, vio las luces
que se movían sobre las montañas del norte. Recordó las historias
que había visto en ellas y los relatos de aquel teatro de colores
que había invocado Boyce para ella. Eran historias lúgubres y
horribles. No las había de otra clase en las tierras perdidas.
Por
fin, otra luz llamó su atención, una luz mate y creciente que
procedía del este, enfermiza y ominosa. La luz de la luna.
Alys
la Gris miró al otro lado de la hoguera agonizante. Boyce había
empezado a cambiar.
Contempló
cómo se le retorcía el cuerpo mientras los músculos y los huesos
se le transformaban por dentro, cómo le crecía el pelo blanco, cómo
la sonrisa lánguida se convertía en una amplia mueca roja que le
dividió la cara, cómo se le alargaban los caninos y cómo le
colgaba la lengua, cómo cayó la copa de vino cuando las manos se le
deformaron, se le contorsionaron y se le tornaron garras. Empezó a
decir algo, pero de las fauces no salieron palabras, sino un gruñido
grave y brutal de alegría, medio humano y medio animal. Entonces
echó la cabeza atrás y aulló, y se desgarró la ropa hasta que
todos los pedazos quedaron esparcidos a su alrededor. Ya no era
Boyce. Al otro lado del fuego había un lobo, una bestia enorme,
blanca y peluda, el doble de grande que un lobo común, con una boca
que se abría roja y feroz, y ojos de brillo escarlata. Alys la Gris
clavó la mirada en ellos mientras se levantaba y se sacudía el
polvo del manto de plumas. Aquellos ojos eran astutos, maliciosos e
inteligentes, y en lo más profundo de ellos destellaba una sonrisa,
una sonrisa de presunción.
Una
sonrisa que se pasaba de lista.
El
lobo aulló de nuevo; el sonido largo y bestial se disolvió en el
viento. Entonces saltó por encima de las brasas de la hoguera que él
mismo había encendido.
Alys
la Gris extendió los brazos sujetando el manto con las manos y se
transformó.
Su
metamorfosis fue más rápida que la de Boyce; terminó casi antes de
empezar, pero a Alys la Gris le pareció que duraba una eternidad.
Comenzó con una extraña sensación de ahogo pegajoso provocada por
el manto al adherírsele a la piel; después, un mareo y una extraña
debilidad líquida a medida que sus músculos se disolvían, fluían
y tomaban nueva forma. Y al final, la euforia, mientras la invadía y
corría por sus venas un poder mucho más violento, ardiente y
salvaje que el triste vino especiado que había calentado Boyce en la
hoguera.
Batió
las amplias alas de plata, cuyas plumas tenían la punta negra, y el
polvo se levantó y se arremolinó mientras alzaba el vuelo bajo la
luz de la luna, a salvo del salto del lobo blanco, arriba y más
arriba, hasta que las ruinas se tornaron puntos insignificantes. El
viento la sostuvo y la acunó con manos heladas y temblorosas; ella
se entregó a él y remontó el vuelo. Sus alas se llenaron con la
melodía espeluznante de las tierras perdidas y la elevaron más aún.
El pico cruel y curvado se abrió, se cerró y volvió a abrirse,
pero no emitió ningún sonido. Dio vueltas por el cielo, embriagada
por la sensación de volar. Sus ojos, más agudos que los de ningún
hombre, veían a distancia inimaginable, descubrían los secretos de
cada sombra, captaban todos los seres moribundos o medio muertos que
se arrastraban por la baldía superficie de las tierras perdidas. Las
cortinas de luz danzaban en el norte, al frente, mil veces más
brillantes y espectaculares que cuando solo podía percibirlas con
los ojos miserables de la entidad insignificante llamada Alys la
Gris. Quiso volar hacia ellas, volar hacia el norte, el norte,
siempre hacia el norte, y retozar en ellas y rasgarlas en jirones
brillantes.
Levantó
las garras engarabitadas como si desafiara a las luces. Eran largas,
letalmente curvas y afiladas, y la luz de la luna les arrancaba
destellos plateados en toda su longitud. Pero entonces recordó.
Trazó un amplio círculo a su pesar, dando la espalda a las
irresistibles luces del norte. Batió las alas una y otra vez, y con
un chillido que atravesó la noche empezó a descender en picado
hacia su presa.
Lo
vio abajo, muy lejos. La figura blanca se alejaba como una exhalación
del carro y del fuego, en busca de protección en las sombras y los
lugares oscuros. Pero no había protección en las tierras perdidas.
El lobo era fuerte e incansable, y sus patas largas y poderosas lo
transportaban a un ritmo constante y veloz. Devoraba la distancia
como si nada, y ya había recorrido un largo trecho desde el
campamento. Pero por muy rápido que fuera, ella lo era más. Solo
era un lobo, al fin y al cabo, mientras que ella era el propio
viento.
Descendió
en un silencio mortal, cortando el aire como un cuchillo, con las
garras de plata extendidas. Él debió de atisbar su sombra
abalanzándose sobre él, perfilada claramente por la luz de la luna,
ya que, cuando se acercó, aceleró desesperado, espoleado por el
miedo. No sirvió de nada. Corría tanto como era capaz, pero ella le
pasó por encima y lo arañó con las garras, que le penetraron el
pelaje y le rasgaron la carne como diez espadas de plata. Él menguó
el paso, se tambaleó y cayó.
Ella
batió las alas y describió un círculo en el aire para dar otra
pasada, y mientras tanto, el lobo se levantó y contempló su
terrible silueta, que se recortaba contra la luna, con los ojos más
brillantes que nunca, febriles a causa del miedo. Echó atrás la
cabeza y emitió un aullido desgarrado y sangriento que pedía
piedad.
Pero
no había piedad en ella. Descendió con las garras manchadas de
sangre y el pico abierto dispuesto a rasgar y a destrozar. El lobo la
esperó y saltó a su encuentro, gruñendo y lanzando una dentellada.
Pero el combate era demasiado desigual.
Ella
eludió su ataque con facilidad y lo rajó al pasar, abriéndole
cinco nuevos cortes profundos y largos que no tardaron en empaparse
de sangre.
La
tercera vez que descendió, el lobo estaba demasiado débil tanto
para correr como para atacarla. Pero la observó mientras giraba y
descendía, y justo antes de que lo golpeara, un escalofrío le
recorrió el cuerpo grande y peludo.
Abrió
los ojos, débil todavía. Veía borroso, gruñó y se movió con
torpeza. Era de día, y estaba en el campamento, junto al fuego. Alys
la Gris se acercó a él cuando lo oyó moverse. Se arrodilló, le
levantó la cabeza, le llevó una copa de vino a los labios y la
sostuvo hasta que la vació. Cuando Boyce volvió a tumbarse, Alys la
Gris vio el asombro en su mirada, la sorpresa ante el hecho de seguir
vivo.
—Lo
sabías —dijo con la voz quebrada—. Sabías qué era.
—Sí.
Alys
la Gris volvía a ser la misma de antes: una mujer delgada, menuda y
sin edad, de grandes ojos grises, envuelta en ropa desvaída. El
manto de plumas descansaba en el armario, y las garras de plata ya no
le adornaban los dedos.
Boyce
intentó incorporarse, pero el dolor le arrancó una mueca, y volvió
a tumbarse en la manta que Alys la Gris había extendido para él.
—Pensaba…
Pensaba que estaba muerto.
—Has
estado muy cerca de la muerte —le dijo ella.
—La
plata —dijo Boyce con acritud—. La plata corta y quema mucho.
—Sí.
—Pero
me salvaste. —Estaba confuso.
—Volví
a mi ser, te traje de regreso y te curé.
Boyce
sonrió, aunque su sonrisa no era más que una sombra descolorida de
la antigua. —Tú puedes cambiar a voluntad —dijo, maravillado—.
Ah, ¡mataría por ese don, Alys la Gris! —Ella no dijo nada—. El
campo es demasiado abierto aquí —continuó —. Debería haberte
llevado a otro sitio. Si hubiera tenido un lugar donde refugiarme…
Edificios, un bosque, algo… Entonces no lo habrías tenido tan
fácil.
—Tengo
otras pieles —repuso Alys la Gris—. Un oso, un felino. Habría
dado igual.
—Ah.
—Boyce cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, sonrió con
amargura —. Qué hermosa eras, Alys. Estuve mucho rato mirando cómo
volabas antes de comprender qué pasaría y echar a correr. No podía
apartar los ojos de ti. Sabía que eras mi perdición, pero no podía
dejar de mirarte. Qué hermosa. Toda de humo y plata, y fuego en los
ojos. La última vez, mientras contemplaba como bajabas directa hacía
mí, me sentía casi feliz. Mejor morir a manos de Alys la Gris, tan
terrible y grácil, pensé, que a manos de cualquier espadachín
sucio e insignificante con un palo de punta de plata.
—Lo
siento.
—No
—se apresuró a contestar Boyce—. Es mejor que me hayas salvado.
Me curaré deprisa, ya verás. Las heridas causadas por la plata
sangran, pero poco. Y luego estaremos juntos.
—Todavía
estás débil —dijo Alys la Gris—. Duérmete.
—Sí
—dijo Boyce. Le sonrió y cerró los ojos.
Boyce
se despertó horas después. Había recuperado fuerzas y se le habían
cerrado las heridas. Pero cuando trató de levantarse, no pudo. Se
encontraba amarrado e inmovilizado, espatarrado de brazos y piernas,
con las manos y los pies atados a palos clavados en aquella tierra
dura y gris.
Alys
la Gris lo observó apercibirse de la situación y lo oyó gritar
asustado. Se le acercó, le levantó la cabeza y le dio más vino.
Cuando se apartó de él, Boyce movió la cabeza con desesperación,
mirando las ataduras y luego a ella.
—¿Qué
has hecho? —le gritó. Alys la Gris no contestó—. ¿Por qué? No
lo entiendo. ¿Por qué? Me salvas, me curas, ¿y ahora me atas?
—No
te gustaría mi respuesta, Boyce.
—¡La
luna! —bramó—. Tienes miedo de lo que pueda pasar esta noche
cuando me transforme de nuevo. —Sonrió, satisfecho de haber
resuelto el misterio—. No seas tonta. No te haría daño, y menos
ahora, después de lo que ha pasado entre nosotros, después de lo
que sé. Estamos hechos el uno para el otro, Alys la Gris. Tú y yo
somos iguales. Hemos contemplado juntos las luces, ¡y te he visto
volar! ¡Debemos confiar el uno en el otro! Suéltame.
Alys
la Gris frunció el ceño, suspiró y dio la callada por respuesta.
Boyce la miró sin comprender.
—¿Por
qué? —volvió a preguntar—. Desátame, Alys, y te demostraré
que no miento. No tienes por qué tenerme miedo.
—No
te tengo miedo, Boyce —dijo ella con tristeza.
—¡Bien!
—dijo, animado—. Entonces, suéltame, y cambia conmigo.
Conviértete en un felino grande esta noche y corre a mi lado, caza
conmigo. Puedo llevarte a cazar seres con los que nunca has soñado.
Tenemos tanto que compartir… Sabes qué se siente al cambiar, sabes
la verdad del cambio, has saboreado el poder y la libertad, has visto
las luces con los ojos de un animal, has olido sangre fresca, te has
entregado al placer de matar. Conoces… la libertad…, la
embriaguez que da… la… Ya sabes…
—Lo
sé —reconoció Alys la Gris.
—¡Pues
suéltame! Estamos hechos el uno para el otro. Viviremos juntos,
amaremos juntos, cazaremos juntos. —Alys la Gris hizo un gesto de
negación—. No lo entiendo. —Boyce tiró de las cuerdas hacia
arriba, maldijo y se derrumbó de nuevo —. ¿Acaso soy feo? ¿Te
parezco repugnante o espantoso?
—No.
—Entonces,
¿qué sucede? —preguntó con amargura—. Muchas otras mujeres me
han amado; les parecía atractivo. Damas ricas y hermosas, las
mejores del país. Todas me han deseado, incluso sabiendo qué era
yo.
—Pero
nunca les devolvías ese amor, Boyce.
—No
—admitió él—. Bueno, las quise a mi manera. Nunca he
traicionado la confianza de ninguna, si es eso lo que estás
pensando. Mi presa está aquí, en las tierras perdidas, no entre los
que me quieren. —Boyce sintió el peso de la mirada penetrante de
Alys la Gris y prosiguió—: ¿Cómo habría podido amarlas más de
lo que las amaba? —dijo con vehemencia—. Solo podían conocer una
mitad de mí; solo la mitad que vivía en la ciudad; la mitad a la
que le gusta el vino, las canciones y las sábanas perfumadas. La
otra mitad vivía aquí, en las tierras perdidas, y sabía cosas que
ellas, esos seres tristes y débiles, nunca podrían saber. Se lo
dije a quienes me insistieron. Les dije que para ser uno conmigo
debían correr y cazar a mi lado. Como tú. Suéltame, Alys. Vuela
para mí, mírame correr. Caza conmigo.
—Lo
siento, Boyce —dijo Alys la Gris, levantándose y soltando un
suspiro—. Si pudiera, no te haría pasar por esto, pero lo que debe
suceder, debe suceder. Si hubieras muerto anoche no habría servido
de nada. Los muertos no tienen poder. La noche y el día, el blanco y
el negro son débiles. La fuerza proviene del reino intermedio, de la
penumbra, de la sombra, del lugar terrible que hay entre la vida y la
muerte. De lo gris, Boyce, de lo gris.
Volvió
a tirar de las cuerdas con furia, y empezó a llorar, a maldecir y a
apretar los dientes. Alys la Gris le dio la espalda y buscó la
soledad de su carro. Se quedó horas allí, sentada a solas en la
oscuridad mientras escuchaba los gritos e improperios de Boyce, que
amenazaba, suplicaba y prometía amor eterno. Alys la Gris no salió
hasta un buen rato después de que se levantara la luna. No quería
verlo cambiar. No quería ver como su humanidad lo abandonaba por
última vez.
Por
fin, cuando los gritos se convirtieron en aullidos brutales,
desamparados y dolorosos, Alys la Gris reapareció. La luna llena
arrojaba una luz blanquecina y melancólica a la escena. Atado a la
tierra dura, el gran lobo blanco se retorcía, aullaba, se debatía y
la miraba con hambrientos ojos escarlata.
Alys
la Gris se acercó muy lentamente a él. En la mano llevaba el largo
cuchillo de desollar, en cuya hoja de plata había delicados grabados
rúnicos.
Cuando
dejó de debatirse, el trabajo fue más fácil, pero de todas formas
fue una noche larga y sangrienta. Lo mató en el momento en el que
terminó, antes de que llegara el alba, lo cambiara y le devolviese
una voz humana con la que gritar de agonía. Después, Alys la Gris
colgó la piel y sacó las herramientas necesarias para cavar una
tumba muy, muy profunda en la tierra compacta y fría. Apiló piedras
y cascotes encima para protegerla de los seres que merodeaban por las
tierras perdidas, los gules, las cornejas negras y otras criaturas
que no hacían ascos a la carne muerta. Empleó casi todo el día en
enterrarlo porque la tierra era muy dura, pese a saber de antemano
que era una tarea inútil.
Cuando
por fin terminó, casi había regresado el crepúsculo. Alys la Gris
entró de nuevo en el carro y salió con el gran manto de plumas
plateadas de punta negra. Entonces se metamorfoseó y voló, voló
furibunda e infatigable, bañada en extrañas luces y casada con la
oscuridad. Voló toda la noche bajo la luna llena y burlona, y solo
gritó una vez, justo antes del amanecer. Fue un chillido agudo de
desesperación y congoja que vibró y lloró en el borde afilado del
viento y cambió su sonido para siempre.
Tal
vez Jerais tuviera miedo de lo que fuera a darle Alys la Gris, ya que
no fue a verla solo. Se hizo acompañar por dos caballeros: un
hombretón vestido de blanco, cuyo escudo estaba decorado con una
calavera tallada en hielo, y otro de carmesí, cuyo emblema era un
hombre en llamas. Ambos se quedaron en la puerta, con el casco puesto
y sin decir palabra. Jerais se acercó a Alys la Gris con recelo.
—¿Y
bien? —le preguntó Jerais.
En
el regazo de la mujer había una piel de lobo que debía de haber
pertenecido a un animal colosal, completamente blanca como la nieve
de las montañas. Alys la Gris se levantó y se la entregó a Jerais
el Azul, colocándosela en el brazo extendido.
—Dile
a la dama Melange que se haga un corte y vierta su sangre en la piel.
Que lo haga una noche de luna llena, justo cuando esta salga.
Entonces, el poder será suyo. Después no tendrá más que ponerse
la piel como un manto y desear la metamorfosis, sin necesidad de que
sea de día o de noche ni de que haya luna llena o nueva.
—Vaya.
—Jerais miró la piel blanca y pesada y le dedicó una sonrisa
forzada—. ¿Una piel de lobo? No me lo esperaba. Creía que me
darías una poción o un hechizo.
—No
—dijo Alys la Gris—. Es la piel de un hombre lobo.
—¿De
un hombre lobo? —La boca de Jerais se torció en una mueca torva, y
sus ojos zafiro centellearon—. Muy bien, Alys la Gris, has cumplido
lo que te pidió la dama Melange, pero no lo que yo pedí. Te pagué
por tu fracaso. Devuélveme la gema.
—No
—respondió Alys la Gris—. Me la he ganado.
—No
tengo lo que pedí.
—Pero
tienes lo que querías, y eso fue lo que prometí. —Lo miró a los
ojos sin temor—. Creías que mi fracaso te ayudaría a conseguir lo
que realmente deseabas, y que mi éxito te condenaría. Estabas
equivocado.
—¿Y
qué deseo de verdad? —preguntó Jerais con sarcasmo.
—A
la dama Melange. Has sido un amante entre muchos, pero querías más.
Lo querías todo. Te sabías plato de segunda mesa. Pero he cambiado
eso. Preséntate ante ella y llévale lo que ha comprado.
Aquel
día hubo amargos lamentos en la alta torre del homenaje cuando
Jerais el Azul se arrodilló ante la dama Melange y le ofreció la
piel blanca de lobo. Y cuando los gritos, las lágrimas y el duelo
llegaron a su fin, la dama Melange cogió el gran manto blanco y
vertió su sangre en él y aprendió a metamorfosearse. No era la
unión que deseaba, pero era una unión, a fin de cuentas. De modo
que por las noches merodea en las almenas y la ladera de la montaña,
y la gente de la ciudad dice que su aullido es un lamento salvaje que
quiebra el corazón.
Y
Jerais el Azul, que se casó con ella un mes después de que Alys la
Gris regresara de las tierras perdidas, de día se sienta al lado de
una loca en el salón principal, y de noche se encierra en sus
aposentos, aterrorizado por los ojos rojos y ardientes de su esposa,
y ha dejado de cazar, de reír y de desear.
Se
puede comprar a Alys la Gris cualquier cosa que se desee. Pero es
mejor que no.
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