Un niño tenía trece dedos en
cada mano, y sus tías lo pusieron en seguida al arpa, cosa de
aprovechar las sobras y completar el profesorado en la mitad del
tiempo que los pobres pentadígitos.
Con
esto el niño llegó a tocar de tal manera que no había partitura
que le bastara. Cuando empezó a producir conciertos era tan
extraordinaria la cantidad de música que concentraba en el tiempo y
el espacio con sus veintiséis dedos que los oyentes no podían
seguirlo y acababan siempre retrasados, de modo que cuando el joven
artisto liquidaba La fuente de Aretusa (transcripción) la
pobre gente estaba todavía en el Tambourin Chinois (arreglo).
Esto naturalmente creaba confusiones hórridas, pero todos reconocían
que el niño tocaba-como-un-ángel.
Así
pasó que los oyentes fieles, tales como los abonados a palcos y los
críticos de los diarios, continuaron yendo a los conciertos del
niño, tratando con toda buena voluntad de no quedarse atrás en el
desarrollo del programa. Tanto escuchaban que a varios de ellos
empezaron a crecerles orejas en la cara, y a cada nueva oreja que les
crecía se acercaban un poco más a la música de los veintiséis
dedos en el arpa. El inconveniente residía en que a la salida de la
Wagneriana se producían desmayos por docena al ver aparecer a los
oyentes con el semblante recubierto de orejas, y entonces el
Intendente Municipal cortó por lo sano, y al niño lo pusieron en
Impuestos Internos, sección mecanografía, donde trabajaba tan
rápido que era un placer para sus jefes y la muerte para sus
compañeros. En cuanto a la música, del salón en el ángulo oscuro,
por su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase
el arpa.
Un tal Lucas, 1979.
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