Un empleado público se monta a
las dos del día en su bus de todos los días, paga, registra, y para
su satisfacción queda un puesto por allá, se dirige al asiento
vacío sin ver a nadie conocido, pero para qué conocidos a esta hora
y con este calor, así que el empleado público en lo único que
piensa es en el almuerzo que su mamá le tiene cuando llegue a casa,
en la siestecita de cinco minutos, en el sueñito que sueñe, y por
pensar en eso ni se ha dado cuenta que este bus en el que se ha
montado no para cada cuatro cuadras ni para en ninguna parte, y
cuando cae en la cuenta el hombrecito lo que hace es apretar las
manos que le sudan pero nada más, o tal vez voltear a mirar a los
pasajeros, todos hombres, una mujer en la última banca vestida de
negro, todos de piel oscura y por qué será que todos están así de
flacos y por qué a todos se les ve el hambre en la cara, por qué,
sobre todo el chofer cuando voltea la cara y lo mira a él. Y da la
señal. Entonces el bus para y todos se le van encima, y cuando al
hombrecito le arrancan el primer pedazo de mejilla piensa en lo que
dirán sus compañeros de oficina cuando salga mañana en el
periódico.
Pero
mañana no va a salir nada en el periódico.
Calicalabozo, 1998.
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