No pude resistirme. Ver ahí la
espita, tan disimulada y coqueta en aquel rincón del andén,
mientras esperaba el metro de cada mañana. Y tirar yo de la espita,
soltarla como el que liberta un palomar o un bote de espuma. Y sonar
un pitido ensordecedor. Y comenzar a desinflarse entonces el mundo
como un globo enorme, arrugándose en trono a la válvula
enloquecida.
Alguien
debió avisarme, alguien debió evitar que mi mano sucumbiera a la
curiosidad de trastear despreocupadamente en aquel cierre del pulmón
universal. Junto a la culpa que siento en este instante una pizca de
orgullo me cosquillea en el estómago y me impide volver a cerrar la
boca del silbante holocausto: yo, el deshacedor del planeta, promotor
del fin de los fines, una mañana cualquiera en el andén del metro,
mientras el orbe entero y un servidor dentro de él poco a poco nos
desinfffffffffff
Baúl de prodigios, 2007.
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