La primera vez que lo oí,
pensé que alguien había entrado en casa. Eran las siete de la
tarde, mi mujer se había ido al cine con unas amigas, yo estaba en
la sala leyendo el periódico y me llegó su murmullo desde el otro
lado del piso. Me levanté: al fondo del pasillo, tras la puerta
abierta de mi estudio, brillaba la lámpara de la mesa y una voz
tatareaba una melodía familiar. Me quedé escuchándola hasta
descubrir que el causante del tarareo era yo mismo: me había quedado
allí a pesar de haberme ido a la sala. Muy asustado por el
incidente, regresé a la sala y permanecí escuchando el tarareo
hasta que se extinguió. Volví a mi estudio: la lámpara estaba
apagada y no había nadie.
Unos
días después, otra tarde en la que también mi mujer estaba
ausente, se repitió el fenómeno: esta vez me encontraba en mi
estudio, enfrentado al ordenador, cuando empecé a escuchar la
televisión en la sala. Desde el pasillo, vislumbré mi propio bulto
sentado en el sofá con el periódico en las manos.
Ahora,
cuando me encuentro solo en casa, soy consciente de estar en la sala
o en el estudio, pero sé que al mismo tiempo me encuentro en otro
lugar. Mi temor inicial se ha ido apaciguando, pero permanezco sin
moverme hasta que mi ruido en el otro sitio se extingue y la luz se
apaga, horrorizado de que algún día podamos encontrarnos yo y yo.
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