Mi hermana no escribe poemas,
y probablemente ya
nunca se pondrá a escribir poemas,
lo heredó de
nuestra madre, que tampoco escribía poemas,
y de nuestro padre,
que tampoco escribía poemas.
Y, aunque mis
palabras suenen a texto de Adam Macedónski,
en mi familia nadie
escribe poemas.
Los cajones de mi
hermana no guardan viejos poemas,
en su bolso no hay
poemas recién escritos.
Y cuando mi hermana
me invita a comer,
sé que no lo hace
con la intención de leerme sus poemas.
Sus sopas son
deliciosas y carentes de ocultos significados.
Y el café no se
derrama sobre los manuscritos.
En muchas familias
nadie escribe poemas,
pero si uno de sus
miembros empieza, suele sembrar el contagio.
A veces la poesía
cae en cascada sobre las generaciones
y origina remolinos
capaces de engullir sentimientos familiares.
Mi hermana practica
una prosa aceptable
y su obra literaria
se reduce a las postales turísticas
con un texto que
cada año repite la misma promesa:
cuando vuelva
contará
todo
todito.
Paisaje con grano de arena, 1997.
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