Entra en el camposanto como un
torero a hombros de cuatro porteadores sentado en el ataúd,
saludando a diestro y siniestro con una mano mientras en la otra
sostiene una cerveza. La banda de música toca When the saints go
marching in, tal y como ha dejado escrito. Las mujeres que han
representado algo en su vida le tiran rosas rojas, su color favorito;
los amigos van detrás abrazados, cantando y cambiándose la botella
de bourbon de mano en mano. Todos ríen. El punto álgido se produce
cuando se pone de pie en el féretro y, aún a hombros, se pone a
bailar claqué aprovechando el suelo de madera. Los aplausos no se
hacen esperar. Más rosas, más bourbon, carcajadas. Poco antes de
meterlo en la fosa se concentran en círculo alrededor de ella y
rememoran las anécdotas más divertidas. Los amigos de toda la vida,
los de la infancia; los amigos de la universidad, los de la
adolescencia. Cada historia se sella con un abrazo entre el
protagonista y el que la ha contado. No recuerda haberse reído tanto
en la vida. Un gran tipo, sí señor.
El
sepulturero espera un tiempo prudente y cuando ve que aquello se va a
alargar dice que está a punto de terminar su jornada y que tendrían
que ir acabando. El homenajeado no quiere molestar más. Se lleva las
manos a la boca, reparte besos y guiños aquí y allá, y por fin se
tumba en la caja. Cuando lo bajan todavía se le oye cantar.
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