jueves, 5 de octubre de 2023

Domingo de lluvia. Donald Ray Pollock.

Era la una de la madrugada de un domingo de lluvia y Sharon estaba sentada a la mesa de la cocina, debatiéndose entre si meterse o no en la boca otra loncha de queso procesado de supermercado, cuando su tía Joan la llamó para suplicarle que la acompañara al pueblo.
¿Te importa que lo intentemos una vez más? —le preguntó su tía.
Su voz sonó pastosa y poco clara por el teléfono, y Sharon supuso que había vuelto a tomarse unas pastillas que no eran para ella. La tía Joan llevaba desde la muerte de su padre trabajando en un geriátrico de Meade, cambiando pañales y metiendo cucharadas de papilla en la boca a unos viejos a quienes ya hacía tiempo que nadie quería en este mundo. Y consideraba que tomarse la medicación de los viejos era uno de los beneficios extra de su empleo.
Sharon apartó la cortina y miró por la ventana. Bajo el resplandor de la luz de seguridad, vio que en el camino frente a la casa había un par de palmos de agua.
Dios bendito, mujer —le dijo a su tía—, pero si todavía está diluviando.
No quería volver a salir. Aquel día ya se había calado hasta los huesos persiguiendo a Dean, su marido trastornado, por el jardín. Le dolía la garganta y sentía que estaba pillando un resfriado. El tiempo lluvioso era lo que más miedo le daba a Sharon en el mundo.
Por favor, cariño, esta noche me siento muy sola. Te juro por Dios que no volveré a pedírtelo.
Sharon suspiró. La última vez le había dicho a su tía que no volvería a hacerlo. No sólo era peligroso, sino que también la hacía sentirse sucia. Además, si Dean se enteraba, no volvería a darle ni uno de sus cheques de la seguridad social. Pero aquella noche no podía pensar con claridad. Dean tenía la tele a todo trapo en la sala de estar, donde vociferaba un predicador bocazas con un pelo rubio y crespo que le rodeaba la cabeza como un halo, y no importaba a qué parte de la diminuta casa se fuera ella: no podía librarse del ruido de la religión televisada. Todo eran Puertas del Paraíso y Fosos Hirvientes. Así que, entre Dean agitando los brazos como un ángel que intentara volar bajo el techo, el predicador suplicando que le dieran más dinero y la tía Joan prometiendo que esta vez sería la última, terminó por rendirse.
Escucha, es la última vez —advirtió Sharon—. ¿Seguro que puedes conducir?
Dentro de diez minutos estoy ahí —respondió la tía Joan, con la voz ya más animada—. Y cariño, no te pongas esa estúpida gorra de béisbol. Necesito que estés guapa.
Sharon colgó el teléfono y le quitó el envoltorio de plástico a otra loncha de queso ceroso. Volvió a gritarle a Dean que bajara el volumen de la tele. Después se metió en el cuarto de baño y empezó a maquillarse. En el último año le había encontrado cinco hombres a su tía, pero según ésta ninguno se había quedado el tiempo suficiente para probar las salchichas con salsa del desayuno. Cuando Sharon le pedía más detalles, su tía se cerraba en banda y se negaba a hablar. No había nada que hacer. Aunque sólo tenía cuarenta y pico años, se ponía vestidos de vieja que colgaban como sábanas fláccidas de su cuerpo gordo y chanclos de goma por encima de los zapatos ortopédicos negros, incluso cuando no llovía. Llevaba el pelo gris recogido de cualquier modo encima de la cabeza en un moño del tamaño de una pelota de tenis y no había probado a pintarse los labios en la vida. Sharon también era corpulenta, pero con los años había aprendido los secretos del maquillaje y a camuflar su cuerpo grueso con chándales de colores vivos. Tampoco era tan difícil conservar a un hombre si una se cuidaba un poco.
Justo cuando se estaba terminando los ojos, oyó que Dean gritaba algo sobre una tortuga gigante y salía corriendo por la puerta de atrás. Estaba demasiado cansada y desanimada para perseguirlo, por mucho que detestara que la gente lo viera en medio de uno de sus episodios, especialmente su tía. Para cuando ésta llegó, ya estaba liado a hachazos con la alta antena de televisión que había apoyada en un lado de la casa. Mientras Sharon se subía al coche, la tía Joan dijo:
¿Qué demonios está haciendo ahora?
¿Quién sabe? —contestó Sharon. Empujó unas cuantas latas de refresco vacías y envoltorios de comida rápida debajo del asiento a fin de hacer sitio para los pies—. Esta lluvia lo tiene desquiciado.
Al arrancar con rumbo al pueblo, esperó a que su tía le largara el sermón de costumbre acerca de casarse con un hombre que tenía una placa de acero dentro de la cabeza, pero no fue el caso; lo que hizo Joan fue ponerse a contar historias de su hermana Bessie, la madre de Sharon.
Cuando tu madre y yo estábamos creciendo, los chavales de Knockemstiff nos llamaban las Cavernícolas. —Sharon había oído casi todas las historias de la tía Joan un centenar de veces, y las odiaba todas, pero aquélla más que ninguna. Siempre le venía a la cabeza la imagen de dos criaturas peludas, encorvadas y simiescas—. Tu madre, sin embargo —continuó, mirando la carretera mojada y oscura por el parabrisas resquebrajado del New Yorker—, no se merecía que la insultaran así, ella no era como yo. Era guapa, igual que tú.
Sí, pero mira cómo acabó. —Sharon le gorreó un Kool, pensando que tal vez el mentolado le aliviaría el dolor de garganta—. Al final quizá te ha ido mejor a ti.
¿El qué? ¿Ser la fea? ¿Pasarme tantos años cuidando a mi padre como una esclava? —Se frotó la nariz y se limpió algo en el abrigo—. No, no lo creo. Por lo menos tu madre se divirtió.
No había casi nadie en el condado que no hubiera oído hablar de Big Bessie. Se había ido de casa nada más cumplir los dieciocho y se había pasado la vida entera trabajando de camarera en Meade. Los hombres se enamoraban de su cara y cuando se la llevaban a la cama trataban de imaginarse un cuerpo distinto, más delgado. Una noche no volvió a casa después del trabajo, pero Sharon dio por sentado que se habría largado con alguno de sus amigos camioneros. Era algo que Bessie hacía de vez en cuando, desde que Sharon fue lo bastante mayor como para cuidar de sí misma; se limitaba a dejar un trabajo y a largarse un par de semanas a Florida o a Texas. Solamente llevaba tres días fuera cuando a Sharon la llamó un detective de Milton, West Virginia. Habían encontrado el cadáver de su madre en un contenedor de basura detrás de una cafetería. Todavía hoy, diez años más tarde, la tía Joan seguía llamando al departamento de policía de aquel lugar para ver si habían detenido a alguien.
La echo mucho de menos —dijo la tía Joan.
Mientras se acercaban al puente de cemento de Knockemstiff que pasaba por encima del pequeño arroyo que llamaban Shady Glen, Sharon advirtió:
Ten cuidado.
Oh, siempre dices lo mismo —dijo la tía Joan con una risa, pero aun así pisó un poco el freno.
Ya lo sé, pero no puedo evitarlo.
Ya no confiaba en nadie que fuera al volante. Hacía cuatro años, Dean había estrellado el coche contra un puente, justo cuando estaban a punto de casarse. Unos compañeros de la formación profesional le habían montado una despedida de soltero, y la policía de carreteras calculó que iba a 130 kilómetros por hora cuando salió volando a través del parabrisas. A la mañana siguiente, después de que las ambulancias se marcharan, uno de los chavales de los Myers de la hondonada encontró en la hierba unas bragas negras y un cacho de cerebro rosado. Nadie creyó que fuera a sobrevivir, y sin embargo, ocho meses más tarde salía caminando con muletas del centro de rehabilitación. Llevaba la placa de acero de la parte de atrás de la cabeza cubierta con una fina capa de piel que le habían sacado del culo. Sharon todavía se acordaba de vez en cuando de aquellas bragas y trataba de imaginarse a aquella chica que llevaba una talla 36. Ella no llevaba ropa interior tan pequeña desde tercero de primaria.
Creo que has tardado demasiado en llamar —dijo Sharon mientras pasaban lentamente por delante del Tecumseh Lounge a oscuras.
Era el último tugurio en el que había trabajado su madre. El propietario seguía teniendo una fotografía de Big Bessie en la pared detrás de la caja registradora. Ella y la tía Joan habían ligado dos veces allí.
Mierda, confiaba en llegar justo antes de las últimas rondas —dijo la tía Joan—. Los borrachos son los más fáciles.
Detuvo el coche al borde del aparcamiento vacío y se puso a rebuscar en el bolso un paquete de cigarrillos sin abrir. Aunque durante el largo trayecto al pueblo prácticamente había dejado de llover, ahora volvía a empezar. Sharon se preguntó si Dean habría conseguido entrar en casa de nuevo.
En fin —suspiró la tía Joan—. ¿Por qué no vamos a por unas rosquillas? A mí siempre me apetece un dulce, ¿a ti no?
Aparte de la camarera bizca, sólo había una persona en el Crispie Creme: un joven de aspecto consumido que parecía estar hablando solo. Mientras esperaban para pedir delante del mostrador de cristal, la tía Joan susurró que era el mismo tipo que habían visto allí la última vez que habían ido al pueblo.
¿Te acuerdas? Estaba con un tipo que tenía la boca partida.
Creo que sí —respondió Sharon.
Parece que quiere compañía.
El tipo levantó la vista de su taza y las miró con los ojos entornados bajo la potente luz de los fluorescentes. Les sacó la lengua manchada de café.
Estás de broma, ¿verdad? —dijo Sharon.
¿Qué quieres decir?
Joder, tía Joan, que parece un puñetero asesino en serie.
A mí no me parece peor que los demás, Sharon. Además, no creo que vayamos a encontrar a ninguna estrella de Hollywood a estas horas. —Contó las monedas exactas para dárselas a la silenciosa camarera—. Venga, vamos a sentarnos.
Maldita sea —masculló Sharon.
Había tenido la esperanza de que su tía se olvidara de encontrar a un hombre aquella noche. Con sus chocolates calientes y su caja de rosquillas, se sentaron en un reservado próximo al tipo. Las saludó con la cabeza, parpadeó con los ojos inyectados en sangre y les enseñó todos los dientes amarillos. La tía Joan le dedicó una sonrisa tímida y se puso a darle patadas en la espinilla a Sharon hasta que por fin su sobrina lo invitó a sentarse con ellas.
El tipo les dijo que se llamaba Jimmy mientras se sentaba ansiosamente en el reservado, al lado de Sharon. El pelo grasiento le colgaba por delante de los ojos y una barba irregular le cubría el flaco cuello. Tenía los nudillos decorados con letras azules descoloridas.
Fue la tía Joan quien llevó el peso de la conversación, haciéndole preguntas estúpidas sobre sus orígenes familiares y quejándose de la lluvia. Sharon sabía que lo estaba analizando, intentando decidir si aquél podía ser un hombre con quien no le importara despertarse por la mañana. Por su parte, Jimmy se limitaba a repetir una y otra vez las mismas expresiones. Daba la sensación de que las únicas palabras que conocía eran «mola» y «¡fiesta!». A Sharon le pareció obvio que era un completo descerebrado. A su tía le parecería perfecto.
Por fin la tía Joan le hizo una señal con la cabeza a Sharon y se excusó. Miraron cómo se iba al lavabo y Sharon rezó en su fuero interno por no llegar a tener nunca aquellos andares bamboleantes. Jimmy se arrimó a ella y le sugirió que se deshicieran de aquella vaca vieja, pero Sharon no le hizo caso. Para cuando la tía Joan volvió, ya estaba rodeando con el brazo a su sobrina y metiéndole la lengua en la oreja. Cinco minutos más tarde, se metían los tres en el coche.
Vosotros dos sentaos atrás —dijo la tía Joan—. Ya conduzco yo.
En cuanto salieron del aparcamiento, Jimmy se sacó una bolsa de plástico y un bote de espray del bolsillo del abrigo.
¡Fiesta! —volvió a decir, y le dio un codazo a Sharon.
Miró cómo llenaba la bolsa de espray, metía la cara en ella e inhalaba profundamente varias veces. Fuera lo que fuese aquello, olía a éter, y bajó la ventanilla a pesar de la lluvia. Por fin Jimmy dejó caer el bote al suelo y se reclinó hacia atrás en el asiento. De la barba sucia le colgaba un hilo de baba. Los ojos se le apagaron como una tele al desenchufarse. Sharon levantó la vista y vio que su tía le sonreía por el retrovisor.
El efecto de lo que el tipo había esnifado no duró mucho, y tan pronto como Jimmy salió de su estupor, la tía Joan se inclinó hacia el otro asiento y abrió la guantera. Sacó un botellín de whisky, desenroscó teatralmente el tapón y fingió dar un sorbo. En el último semáforo de Meade, se lo pasó al tipo. Él dio un trago y se lo ofreció a Sharon. Esta negó con la cabeza y dijo que ya había bebido demasiado chocolate a la taza. Jimmy y la tía Joan se pasaron el botellín varias veces, y cada vez que él daba otro trago, metía la mano más adentro en los pantalones de chándal de Sharon. Por fin la tía Joan dijo:
Sharon, ¿qué te apuestas a que tu novio no puede acabarse la botella?
Jimmy sostuvo el botellín en alto y se lo quedó mirando.
Señora, usted no conoce muy bien a Jimmy, ¿verdad que no?
Mientras se lo llevaba a la boca, Sharon vio que su tía estiraba el brazo y subía la calefacción al máximo. El coche se llenó de aire caliente. Cuando terminó de engullir, Jimmy se relamió y dijo:
Me podría pasar la noche entera bebiendo así.
Luego volvió a meterle la lengua en la oreja. Justo cuando a Sharon empezaba a gustarle un poco, la mano de él dejó de moverse dentro de sus pantalones. Ella se la sacó de golpe y él se dejó caer contra la portezuela, murmurando algo así como que las gordas eran unas estrechas.
Muy bien —dijo Sharon mientras se limpiaba la oreja de babas—. Para el coche.
¿Qué pasa? —La tía Joan puso el intermitente y empezó a reducir la velocidad.
No pasa nada. Pero no pienso quedarme aquí sentada todo el camino de vuelta. Este tío huele a botiquín.
Llevando el coche hasta la cuneta, la tía Joan preguntó:
¿Pero qué es el espray ese?
Sharon buscó a tientas por el suelo hasta encontrar el bote. Lo sostuvo en alto a la luz de los faros de un coche que pasaba.
Bactine. Muy bien, tía Joan, tú sí que sabes ligar.
Tíralo fuera. Dicen que esnifar ese mejunje te pudre el cerebro.
Ya es demasiado tarde para éste —dijo Sharon después de pasarse al asiento delantero y cerrar la portezuela de golpe—. El Señor Fiesta. Ja. Vaya cerdo.
La tía Joan se rio.
Oh, no hables así de mi nuevo novio. Puede que me lo acabe quedando.
Un camión con remolque pasó a toda pastilla antes de que el enorme coche de la tía Joan pudiera volver a coger la carretera.
No tiene gracia —gritó Sharon—. Me estaba metiendo toda la mano.
Cómete una de esas rosquillas.
No quiero rosquillas. Lo que quiero es irme a casa.
Cariño, es la última vez, te lo prometo.
Sharon se encendió un cigarrillo justo cuando el motor del coche empezó a traquetear. El New Yorker estaba casi nuevo cuando el padre de la tía Joan se lo había regalado, hacía tres años, pero ella nunca cuidaba las cosas. John Grubb había dado su camioneta a cambio del coche el mismo día en que los médicos le comunicaron que su diabetes se había cobrado otra victoria. Esta vez las piernas, le dijeron. Ya había perdido la mayor parte de los dedos de los pies. Al salir del pueblo con su coche nuevo, se había parado en la ferretería de Jack y había comprado un sombrero de vaquero de ala ancha y una pistola del calibre 45 que venía con una pistolera de lo más elegante. Luego había conducido de vuelta a la granja, se lo había contado todo a su hija pequeña y había sujetado con cables un cráneo de vaca a la rejilla delantera del coche. Durante los dos meses siguientes se había dedicado a pasearse con el coche por todo el condado bebiendo whisky, atracándose de bolsas de caramelos y escuchando casetes de Jerry Lee Lewis. Sharon se sabía la historia de memoria; su tía se la contaba cada vez que el vehículo se averiaba.
Ya estaban a medio camino cuando la tía Joan le dio un golpecito en la pierna y le dijo:
Cariño, mira a ver cómo está este chico, ¿quieres?
Sharon gimió y se volvió. Aunque el coche estaba a oscuras, le pareció ver que Jimmy abría un ojo parecido a una moneda reluciente y se la quedaba mirando. Ella se puso de rodillas, se inclinó por encima del asiento y encendió el mechero.
A él le parpadearon los ojos. Sharon nunca había visto nada parecido.
¿Qué le has echado en la botella? —preguntó.
Lo mismo que la última vez —respondió la tía Joan—. Esos Percocets que me ha estado dando la señora Marsh.
Bueno, pues tiene los puñeteros ojos abiertos.
¿Está haciendo algo más? ¿Se está moviendo?
No, pero tiene los malditos ojos despiertos.
La tía Joan se quedó callada un momento.
Quémalo un poco con el Zippo.
¿Estás chiflada o qué?
Bueno, no le pegues fuego. Solamente prueba a ver si le duele.
Sharon miró una vez más a Jimmy de cerca y se dejó caer en el asiento.
Tía Joan, no pienso hacer eso.
El traqueteo de debajo del capó terminó por apagarse y Sharon trató de relajarse. Reclinó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando cómo los limpiaparabrisas batían cansinamente de un lado a otro del cristal.
Su abuelo había vuelto por fin a casa después de perder la vista por culpa del azúcar; ya no podía conducir. Había entrado renqueando con sus piernas podridas, le había dado un beso en la mejilla a su hija y le había entregado los dos juegos de llaves.
Joanie, es un buen coche. Cuídalo bien.
John Grubb siempre había mantenido cerca de sí a su hija menor, tan cerca que la gente de la hondonada había empezado a propagar rumores, y la cosa no había hecho sino empeorar después de que Edna se matara. Pero aquel día, mientras su hija estaba pelando patatas para la cena, él salió al porche de atrás y se pegó un tiro detrás de la oreja con la pistola del 45. Joan tenía cuarenta y tres años y nunca había salido con nadie.
Sharon y su tía salieron de la carretera y cogieron el Black Run, el camino secundario que llevaba de vuelta a la hondonada.
¿Te ayudo a meterlo dentro? —preguntó Sharon.
La tía Joan se frotó la barbilla y apagó la calefacción.
No, no hace falta. Ya has hecho bastante.
Al cabo de diez minutos, paró el coche frente a la casa de su sobrina. Las dos vieron a Dean caminar de un lado a otro de la sala de estar y agitar las manos en el aire. Estaban todas las luces encendidas. Parecía que allí viviera un centenar de personas. Había pedazos de la antena de la tele esparcidos por el barro de la entrada para coches.
¿Dónde están tus cortinas? —preguntó la tía Joan.
No tengo ni puñetera idea —respondió Sharon en tono aturdido.
Eran las cuatro de la madrugada y Dean no había parado desde la tarde del día anterior, cuando había empezado a llover. Habían visitado a todos los médicos de Ohio, pero nadie era capaz de explicar por qué la lluvia lo volvía tan loco.
Tendrías que hacer algo con este chico. Un día le dará un ataque de ésos y le hará daño a alguien.
Sharon puso los ojos en blanco. Por lo menos ella tenía un hombre fijo.
El último médico que lo vio dijo que probáramos a mudarnos al desierto —dijo, mirando a su marido por las ventanas desnudas.
¿Al desierto? ¿Quieres decir con los camellos y los jeques y todo eso?
No, algo tipo Arizona.
Ah.
A la tía Joan se le puso una expresión muy seria. Estiró el brazo, le cogió la mano a su sobrina y se la apretó.
Sharon —le dijo, mirándola a los ojos—. Dean no se merece que te mudes por él, ¿me oyes? —Se volvió y miró la casa—. Si llega un punto en que no puedes controlarlo, nosotras podemos encargarnos de ello.
La tía Joan siempre estaba sugiriendo que Sharon hiciera algo con Dean, ya fuera divorciarse de él o meterlo en un hospicio. Escuchar sus consejos había sido más un fastidio que otra cosa. Aquella noche, sin embargo, mientras oía los resuellos húmedos de Jimmy en el asiento de atrás, Sharon se puso a pensar en los otros hombres que se habían traído a la hondonada y se volvió a preguntar por qué la tía Joan se negaba a hablar de ellos.
Esta se encogió de hombros.
Lo único que digo es que yo no querría vivir en un desierto.
Sharon se dispuso a bajar del coche.
No te preocupes, es sólo algo que dijo el loquero.
Ten, llévate éstas —dijo la tía Joan, dándole la caja de rosquillas.
Pensaba que siempre te apetecía un dulce.
Sí. —Soltó una risita. Se volvió y le echó un vistazo a Jimmy—. Pero no me refería a las rosquillas.
Cuando entró en casa, vio que Dean no solamente había arrancado las cortinas, sino que también había hecho trizas todas las cosas bonitas que tenía colgadas de las paredes.
Vas a limpiar todo esto, amigo —le dijo ella.
Una expresión confundida le nubló la cara. A continuación se acurrucó en el sofá y empezó a rascarse la parte de atrás de la cabeza. Escarbó más y más fuerte en el cuero cabelludo hasta que Sharon tuvo que ir corriendo y sujetarle los brazos. La fina piel que le cubría la placa de acero estaba toda irritada y sangrienta. Él se calmó un momento; después se levantó de un salto y se puso a cantar Row, Rozo, Row Your Boat a pleno pulmón con su voz de batracio.
Sharon se rindió y apagó todas las luces. En el suelo de la cocina había una fotografía de los dos, con el marco roto, y ella la mandó de una patada debajo de la mesa. Luego se alejó por el pasillo y abrió la puerta del dormitorio con una llave que llevaba sujeta al cuello con una cadenilla. Se quitó el chándal, se metió en la cama con la caja de rosquillas y se cubrió la cabeza con las mantas. Sí, pensó, estaba claro que estaba pillando un resfriado. Encendió la pequeña radio que tenía en la mesilla de noche e hizo girar el dial hasta encontrar una emisora de música melódica.
Sacó una rosquilla de la caja y le dio un bocado; estaba rellena de crema y chocolate. Las gotas de lluvia salpicaban la ventana. Se comió la rosquilla y se preguntó cómo sería vivir en el desierto. Todo sería nuevo. Podría ponerse a dieta y a Dean se le podría secar de una vez la cabeza. Podrían hacer lo que fuera que hiciera la gente que vivía en la arena.
Le dio un bocado a otra rosquilla glaseada y se puso a pensar en Jimmy. Le había metido la lengua en la oreja, algo que nunca le había hecho nadie. Le olía mal el aliento, pero a Dean también. Ahora deseó haberle preguntado, cuando estaban juntos en el asiento de atrás, si había estado alguna vez en Arizona. Se preguntó si tendría novia, o tal vez incluso esposa. No llevaba alianza, pero en los tiempos que corrían eso no quería decir nada. Luego se acordó de la tía Joan y decidió que era mejor no pensar más en Jimmy. Además, ya estaba harta de todos aquellos asuntos.
Sharon se lamió el azúcar glaseado de los dedos y cogió una rosquilla de arándanos, una de sus favoritas. Al otro lado de la puerta oyó que Dean estaba dando vueltas otra vez. Luego el locutor empezó a hablar y mencionó que venían más precipitaciones. Estiró el brazo y subió un poco el volumen de la radio. La lluvia se había asentado en todo el valle de Ohio, dijo el hombre con su voz de madrugada. Y no tenía intención de marcharse.

Knockemstiff, 2008.
 

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