Aparto con el pie la cabeza de
Claude y sigo pensando en cómo abrir esta lata de conserva. No tengo
abrelatas. Nadie hubiera imaginado que en la guerra ocurrirían estas
cosas, que la mayor preocupación fuese un abrelatas, pero ahora me
doy cuenta de que está plagada de cosas insignificantes y absurdas.
El capitán me pidió que me abrochara la guerrera antes del asalto.
El capitán ha muerto, apenas llegó a las alambradas, ahora puedo
desabrocharme otra vez. No es por faltarle al respeto a los muertos,
lo que pasa es que me aprieta el cuello de la camisa. Maldita lata,
además no tiene etiqueta. Puede que sea de melocotones en almíbar o
de jamón cocido. Es lo mismo, no puedo abrirla. Esta lata empieza a
no tener importancia como todo lo que no es posible en esta guerra.
Nadie pregunta ya por el horario de los trenes, nadie mira en el mapa
a dónde quiere ir.
Me
duele el estómago. Tengo hambre, aprieto fuerte el puño sobre esta
lata pero no cede. Somos dos mundos irreconciliables. Acepto la
fatalidad como los soldados cuando suena el silbato y saltan fuera de
la trinchera. La muerte no es nueva para mí, de niño me gustaba
mirar a los gusanos comiéndose los perros muertos. Los gusanos no
engordaban, lo que engordaba era el perro, que se hinchaba. Nadie se
quejaba, los perros no tenían dueño ni los gusanos tenían nombre.
Son recuerdos extraños. De todas formas no se puede sacar enseñanza
de un campo de batalla, los cadáveres no son palabras, ni tienen
significado.
Julie
me advirtió que yo no lo soportaría, puede que tuviera razón.
Aquel estudiante con corbata a rayas no lo soportó, por eso mudé la
piel y me quedé a un lado del camino, en esta zanja. Julie siempre
tenía razón, bastaba con pensar en ella para evitar el fuego cuando
éramos niños. La niña paralítica no se manchaba los pies de barro
y eso le preservaba limpio el cerebro. A los dieciséis años me
pidió que le hiciera el amor, pero yo no supe qué hacer con su
cuerpo quebrado cuando lo sostuve en brazos, el peso me hacía caer.
La conciencia se manifiesta de muchas formas. Volví a dejarla sobre
la cama mientras ella sonreía como si estuviéramos de acuerdo con
el fracaso. Hacía frío aquella tarde, su padre no estaba en casa.
Julie sonreía cuando la dejé sobre la cama y entonces fue cuando me
dijo que yo no soportaría la guerra.
Odio
la humedad que me pudre los pies dentro de las botas. Le llaman mal
de la trinchera, pero hay cosas peores dentro de la trinchera. Esta
lata cerrada, por ejemplo, que se burla de todo el hambre que tengo.
El resto de mi patrulla yace ahí fuera, junto a las alambradas.
Maxance Barre se mantiene de pie, enganchado en las púas, como si él
mismo fuese el árbol donde contaba haber grabado su nombre, dejando
espacio para ir escribiendo debajo los nombres de sus hijos según
nacieran estos y creciera el árbol. Aquel tronco que dejó en el
jardín de su casa en Bretaña ahora debe estar calentando la
chimenea de su esposa, ardiendo en un vientre sin hijos. Maxance
estaba obsesionado con aquel roble porque explicaba que lo plantó su
padre el día que él nació. Maldigo la llovizna que ahora empieza a
caer, el agua con la que nos lavamos la cara para borrarnos la
memoria.
No
me importa morir de frío, tampoco evitar un resfriado. Puedo recitar
el nombre de todos los ríos de Francia y sin embargo sigo aquí, sin
moverme. Todo el agua de mi infancia se ha diluido ya en el océano.
Es mejor olvidarlo todo, como hace ahora Alban Garnier echando al
suelo el agua de su cantimplora porque sabe que no ha de beberla
nunca más, porque tiene un tiro en el costado y parte de su hígado
en la mano. Lo saludo porque siempre ha sido amigo mío, le pediría
un abrelatas pero no quiero distraerle en la solemnidad de su muerte.
Ahora
me acuerdo de mi madre, haciendo ovillos con la ropa vieja de lana
para volver a tejerla. Lo mismo quisiera hacer el teniente con los
restos de las patrullas, formar otras nuevas y lanzarlas al ataque.
Pero es tarde, ya no vamos a ningún sitio. Mi padre era cartero y
por la noche marcaba en un mapamundi los lugares desde donde habían
mandado las cartas que al día siguiente iba a repartir. Una vejez
entrañable la de mis padres, de no ser porque la semana pasada
mataron a mi hermano Célestin en Vauquois. Mi padre habrá puesto
una cruz en Vauquois, en su mapa de papel. Mi madre, por su parte,
hará muchos ovillos de lana con todos los jerséis que ha dejado mi
hermano en el armario. En unos días se habrá disuelto en colchas
para el invierno la memoria de mi hermano.
Me
levanto. Alban Garnier acaba de caer al suelo, se retuerce pero
pronto acabará todo. Los camilleros están ocupados con su propia
muerte. Tropiezo con la cabeza de Claude, la aparto de nuevo con el
pie. Dios existe, pero aquí a nadie le importa. Recuerdo las
palabras del capitán antes del ataque:
-Adelante,
adelante –Eso fue lo que dijo.
Supongo
que dios se encogió de hombros y el capitán hizo el resto muriendo
al pie de las alambradas. Me duele la barriga, tengo hambre. Veo al
sargento dándole órdenes a un recluta para que retire a los
muertos. No quedan escobas con que barrer tanto espanto como hay en
los ojos del recluta, un niño de Lyon al que su padre convenció
para que se alistase porque en la notaría donde el padre trabajaba
le preguntaron por qué su hijo seguía en casa. Son cosas que
ocurren cuando la patria importa más a los que sobreviven que a los
que mueren. Pobre muchacho, él hubiera sido muy tierno con Julie
haciéndole el amor.
Sigue
lloviendo. Cojo mi fusil y me acerco a Garnier. Le pregunto si
prefiere que le pegue un tiro, pero levanta la mano para pedirme que
espere. Me vuelvo a mi sitio para pensar en otra cosa porque no
soporto a los que agonizan. Tengo sucias las uñas de las manos,
Garnier ha dejado de gemir. El sargento manda al chico a que retire
el cadáver.
Charles
Lecompte regresa del cuartel general y nos advierte que las órdenes
que trae para el coronel son las de repetir el ataque al día
siguiente. Uno le da una patada a un muerto para que coja su arma y
se levante. No tiene gracia, pero nos reímos porque nada tiene
sentido.
Sostengo
la lata como quien sostiene en la mano un corazón que late. Lo
estrello contra la pared como estrellé a Julie cuando la dejé caer
virgen sobre la cama. No debiera haberla levantado, bastaba con
echarme encima, aceptarla como era. El amor es un misterio cuando no
revienta y muestra su interior. Intento pensar en otra cosa. Jules
Binoche se acerca a pedirme una bufanda. Le recuerdo que está en la
guerra, pero él tiene la mirada ausente. Es su cumpleaños, tiene la
cabeza ocupada en otro lugar, recordando que lo llevaron al zoo el
día de su último cumpleaños y que se dañó la garganta por tanto
como le gritó a los monos. Ahora le duele cuando traga saliva, puede
que sea solo añoranza y en eso el corazón no se puede liar con una
bufanda. Carraspea por simplificar los síntomas. Le digo que en el
ejército no hay bufandas, pero él me mira asombrado como si
estuviera ante el estanque de los hipopótamos. Se levanta y se
marcha. Parece haber enloquecido, aunque antes ya he dicho que ahora
todos nosotros somos animales.
Sigo
con lo mío. Me faltan cartuchos. Cuento los que me quedan, doce. De
paso hago una lista de lo que me gustaría hacer en un día de
permiso: Dormir, eso es todo, dormir. Soy un hombre simple, sin
muchas aspiraciones. Me gusta dormir, no me gusta aparentar que sería
capaz de hacer cosas importantes. Aún llueve. Después iré a pedir
más cartuchos, ahora no tengo ganas. Estiro las piernas, necesito
dormir. Jules Binoche pasa por delante de mí con una venda alrededor
del cuello. Parece que le hayan gastado una broma. Ya tiene su
bufanda.
Recibí
una carta de Julie la semana pasada, me dice que aún me ama. Es
extraño sentir lo que ella siente, darle tanta importancia a los
deseos como hace ella. Aquí los deseos son una pérdida de tiempo, a
mí me basta con comer algo. Un abrelatas es lo más importante,
Julie no puede comprenderlo porque en su vida ella almacena las
conservas en un armario de la cocina, les pega etiquetas con el
nombre y la fecha, las guarda para el invierno. Un abrelatas no puede
tener importancia en su vida, es algo que sólo aquí alcanza
significado. De todas formas ni siquiera eso importa ya porque hace
un momento que he tirado la lata.
El
capitán, antes de morir, nos había gritado:
-¡Adelante!
¡Adelante!
Supongo
que tenía razón, aunque dios se encoja de hombros, hay que seguir
adelante.
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