Voy en el metro rumbo al
hospital. Alguien “se ha precipitado a las vías del tren”, avisa
una voz neutra. Todos abajo. Alguien. No sé si es hombre o mujer,
si se levantó temprano con la decisión instalada en sus ojos, si
salió en ayunas de su casa, si se despidió de su familia. Alguien.
Un nadie que ya ha muerto.
La
calle me recibe con su aletazo de siempre: mendigos mano estirada,
violinista eximio en la esquina, vendedores ambulantes. El hospital
ya está cerca. Llevo útiles de aseo, unas zapatillas de levantarse
que acabo de comprar. Y es mi hermano el que está postrado en una
sala de recuperación del Hospital Del Salvador, en la calle
Salvador, por supuesto. Ingresar a este recinto es casi como entrar a
un cuento de Borges. Pasillos interminables, lóbregos; bibliotecas
de la sanidad. La línea verde pintada en el suelo me guía por los
anchos corredores; a mi derecha, patios de naranjos antiguos, algún
kiosco de diarios y gaseosas. Hoy lunes hay mucha gente. Pasan los
moribundos en sus camillas de metal, los ancianos, las madres con sus
hijos ahogados por la contaminación. Yo sigo la línea verde, la
señal que me llevará al infierno o al paraíso, según el estado de
ánimo. Falta poco. Me queda una gran escalera, un pasillo amarillo
suave, insoportable, unas salas de espera frías y oscuras donde
nadie espera y ya, estoy cerca. A diez metros diviso a mi hermano.
Le llega el sol de mayo en la espalda flaca. La bolsa de suero brilla
en su soledad hecha gota. Ahí está, vivo, cuando hace unos días
estuvo a punto de irse a la otra orilla. Hola, le digo, y le paso los
periódicos y el librito de puzzles. Las enfermeras me advierten que
“unos minutitos no más”, pero pasan veinte minutos y ellas
conversan de novios, ropa interior, de los sueldos malos y el frío
de las mañanas.
Mi
hermano sonríe apenas; se nota cansado, coloca su cabeza en la
almohada y se hunde cerrando los ojos. Me dan ganas de llorar, pero
reprimo las lágrimas para cuando esté de vuelta en la línea verde.
Me voy. Chao, le digo. Hago el camino de vuelta. No tengo necesidad
de mirar el piso. El hospital me abraza cuando bajo al patio de los
viejos naranjos y ya me he olvidado de esa huella, de lo
interminable, del olor a anestesia y sangre, a pacientes, a sillas de
ruedas, a la muerte tan encima pillándote los talones, verde que te
quiero verde.
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