Con sus zapatillas de fieltro rosa y
el pelo húmedo y desmadejado, la vecina abre con estruendo la puerta
del 3.ºA y sale al distribuidor en penumbra. Tiene las mejillas
salpicadas de pequeñas manchitas violáceas y las aletas de la nariz
inflamadas por la ira.
—¡Prefiero
que me llamen entrometida a no hacer nada! —dice.
A
través de la puerta entreabierta se desliza la voz de un hombre que
trasluce más agotamiento que resignación.
—Haz
lo que quieras. De todos modos, siempre haces lo que quieres.
La
mujer se dirige con paso firme al final del distribuidor y se detiene
frente al 3.ºB. Alza la mano para pulsar el timbre, pero después la
baja lentamente y mira hacia atrás. El murmullo del televisor recién
encendido le indica que su marido ha dado por zanjada la discusión.
Suspira, se vuelve de nuevo y llama. Primero, un rápido toque;
después, tras unos segundos sin respuesta, pulsa más largamente.
Aunque aguza el oído no alcanza a oír a nadie detrás, ninguna
reacción, ningún movimiento: nada.
Cuando
está a punto de abandonar, la puerta se abre con brusquedad, como si
alguien hubiese estado esperando detrás desde el principio. Un niño
de unos once años clava sus enormes ojos oscuros en la vecina, que,
un poco desconcertada, balbucea una pregunta.
—Hola,
Dani. Dime…, ¿puedo hablar con tus padres?
—Mi
madre no está ahora —comenta él, como distraído. Su voz, aún
infantil, está modulada con una gravedad impropia de su estatura—.
Voy a ver si mi padre quiere salir —añade—. Si se espera un
momento…
Daniel
desaparece entre las sombras de la casa. La vecina observa, tras la
puerta que separa el recibidor de la entrada, un largo pasillo por el
que se esparcen bultos inidentificables. Cuando los ojos se le
amoldan a la oscuridad, descubre que se trata de juguetes, papeles,
pequeñas montañas de ropa desperdigadas por las esquinas. Sólo
entonces, al final del pasillo, distingue al otro niño. Aunque no
puede verlo con claridad, entiende que debe de ser Andrés, el
mediano. Absorto, el niño tararea una canción y arrastra por el
suelo lo que parece ser algún artilugio con ruedas. A pesar de la
suciedad y del caos, huele bien, como a pan tostado y a paté
caliente, un aroma de merienda escolar que le hace dudar por un
momento. Entonces reaparece Daniel, con el gesto serio del niño que
se sabe el primogénito.
—Papá
dice que más tarde hablará con usted. Ahora no puede interrumpir lo
que está haciendo. Eso me ha dicho. —El niño se rasca una oreja y
mira al suelo—. No puede.
—Bien,
de acuerdo. —Ella vacila antes de seguir—. Dani, ¿estáis todos
bien?
Mientras
Daniel asiente, educado y correcto, Andrés se acerca en silencio,
arrastrando los pies, con un dedo metido en la nariz y los calcetines
arrugados. La vecina lo mira y ve que lo que ha estado frotando
contra el suelo no era un tren ni un coche ni ningún otro tipo de
juguete, sino un pequeño hámster de ojos saltones que aprieta entre
su pequeño puño sucio. Andrés se lo muestra y ella puede ver que
el animal tiene una marca de sangre que le recorre el vientre
desollado. Venciendo una arcada, se vuelve violentamente y regresa a
su seguro y confortable hogar cerrando de un portazo.
Apoyado
en el quicio de la puerta, con el bebé sujeto entre un brazo y la
cadera, Daniel observa a Andrés mientras prepara sus cosas del
colegio. Andrés es lento, se distrae a cada momento, deja abiertas
las cremalleras de la mochila, no atina a atarse bien los cordones de
los zapatos. Daniel lo mira en silencio, acunando al bebé, hasta que
Andrés levanta los ojos y se encuentran el uno con el otro.
—Vas
a llegar tarde otra vez.
—¿Y
tú por qué no vienes?
Enfurruñado,
Andrés se tiende sobre la cama deshecha y le da la espalda, mirando
a la pared. Con su uñita mordida, levanta los bordes raídos de la
cinta adhesiva de un póster de Pokémon.
—Ya
lo sabes. Alguien tiene que quedarse para cuidar de Luca.
El
bebé protesta y Daniel lo cambia de postura, susurrándole algo en
el cuello. Arañando en el póster, Andrés vuelve a hablar.
—Podríamos
turnarnos. Un día cada uno. Yo también puedo cuidarlo. Ya tengo
siete años.
—Vamos
—repite Daniel con firmeza—. Vas a llegar tarde.
Andrés
se sienta en la cama y sigue con sus cordones. Daniel se marcha con
el bebé a la cocina. Allí lo coloca en una trona y le acaricia
distraído la cabeza. Después busca el biberón entre los cacharros
que se amontonan en el fregadero, lo enjuaga y pone a calentar agua
en un cazo. Recién ha amanecido y la luz que entra por el lavadero
es brumosa, rosada, ligeramente deprimente. Una hilera de hormigas
recorre con disciplina el borde de la encimera. Daniel las va matando
una a una con los dedos mientras escucha la puerta abrirse y
cerrarse, el ruido de las ruedas de la mochila pegando tumbos por la
escalera y los pequeños pasos que se alejan.
De
pronto sale corriendo hacia el salón. Ha agarrado de la mesita un
paquete irregular envuelto en papel de aluminio. Se asoma a la
ventana y llama a Andrés a gritos. Desde abajo, su hermano levanta
la cabeza desganado.
—¡Has
olvidado la merienda!
Arroja
el bocadillo hacia la calle, pero Andrés no consigue atraparlo y el
paquete cae rodando por la acera. Daniel lo ve golpearse y girar
hasta que Andrés lo frena con un zapato. Entonces oye al bebé que
llora solo en la cocina.
Sin
atravesar la puerta del dormitorio, Andrés mira a su padre acostado.
Daniel insiste en que está muy enfermo. Sólo es posible verlo desde
allí, dice, para no fatigarlo. El padre no habla, no se mueve, ni
siquiera hace un gesto de saludo. Su rigidez parece inhumana; su piel
es macilenta, apagada. Lleva puesta una gorra con un eslogan
publicitario. Daniel, que sí está autorizado a sentarse a su lado,
le agarra la mano sin uñas y le habla en voz baja. La habitación
permanece a oscuras. Apenas se distinguen las formas de la cama, el
armario, la mesita de noche, la bici estática en la que, en otros
tiempos, la madre ponía en forma sus piernas.
—¿Cuándo
se curará? —pregunta Andrés.
—Todavía
le queda un poco —dice Daniel—. Pero ya está mejor. Esta mañana
se levantó un rato. Estuvo en el salón jugando con Luca.
—Siempre
se levanta cuando yo estoy en el colegio. Nunca lo veo.
—Pronto
lo verás.
Daniel
se pone en pie y cubre la figura con la sábana. El padre continúa
inmutable. A Andrés se le humedecen los ojos y empieza a dar
pataditas en el suelo.
—¿Por
qué cierras la habitación con llave?
—No
es una llave. Es sólo un alambre para echar el pestillo desde fuera.
Papá me lo ha pedido así.
—¿Por
qué?
—No
quiere que entre nadie sin su permiso.
—¿Nadie
puede entrar? ¿Por qué yo no puedo entrar y tú sí?
—No
sé…, no puede entrar nadie. Eso es lo que él quiere, y ya está.
Andrés
sigue a Daniel hasta el salón. Se sientan junto a la cuna donde el
bebé duerme. En el suelo hay pañales sucios, muñecos de Playmobil,
restos de comida. En la esquina, una planta se seca y otra está ya
completamente mustia. Andrés abre la jaula del hámster y le vierte
en el comedero un poco de agua del biberón. Después, con el roedor
en la mano y sin levantar los ojos, murmura.
—Ayer,
cuando estabas comprando, vino otra vez la vecina. Pero le dije que
papá estaba en la ducha y que mamá había salido contigo de paseo.
Daniel
levanta la cabeza y lo mira.
—Bien,
bien. Hiciste bien.
Después
añade:
—Pero
mejor no abras la próxima vez.
Daniel
va al supermercado por las tardes, cuando Andrés puede encargarse de
Luca y no corre el riesgo de que nadie le pregunte por qué a esas
horas no está en el colegio. Aunque sabe que no debe entretenerse
demasiado, merodea entre los anaqueles como si estuviese paseando.
Conoce dónde está cada una de las cámaras de videovigilancia y
cómo brilla la lente si hay alguien tras ellas controlando. Sabe
también que detrás de la mayoría de las cámaras no hay nadie,
pero aun así no se arriesga. Cuando algo le interesa, si está en
zona de peligro, lo coloca en la cesta y después, fuera ya del
alcance del ojo escrutador, se lo mete en los bolsillos interiores de
su gran abrigo. Previamente se asegura de que el artículo en
cuestión no tenga alarma y, si la tiene, la arranca con las uñas.
En la cesta introduce los productos baratos; en el abrigo, los más
caros, aunque esto no siempre es una regla fácil de cumplir. En
cualquier caso, sabe que debe ahorrar. Ya no les queda mucho dinero.
Hoy
ha guardado entre su ropa un pedazo de queso, dos latitas de atún,
un paquete de gominolas y una tableta de chocolate. En la cesta lleva
batidos, magdalenas y pan. Ensimismado, sostiene entre las manos un
bote de leche en polvo para bebés. Es demasiado caro para echarlo en
la cesta, pero demasiado grande para intentar ocultarlo en el abrigo.
Lo coge y lo suelta varias veces; se aleja y se detiene a pensar en
la calle trasera, donde se apilan los rollos de papel higiénico y
los pañales. Allí no hay vigilancia. Daniel vuelve por el bote y,
mientras finge atarse los cordones de las botas, saca el sobre
plateado de la leche y se lo mete a presión en un bolsillo. En ese
momento siente tras él el reflejo de un uniforme azul. Se vuelve con
lentitud; es sólo un reponedor que ni siquiera ha reparado en su
presencia. La voz de una cajera que llama a alguien por megafonía le
hace sentirse bien. El estruendo, piensa, le protege de ser
descubierto.
Daniel
ha escogido la caja con más cola, en la que una cajera menuda, con
brazos largos y delgados, pasa los productos con velocidad y los mete
en bolsas con la precisión de una máquina. Normalmente la gente lo
mira con simpatía —¡un niño haciendo la compra!—, pero esto no
le beneficia en absoluto. Él preferiría pasar desapercibido. Siente
su corazón latir como si fuera a explotarle y cruza las manos sobre
el pecho para sujetárselo. Cuando llega su turno, la cajera le
sonríe y empieza a pasar su compra por la cinta. Daniel paga rápido
y sale de la tienda sin poder reprimir una risa nerviosa. Por mucho
menos dinero de lo normal, se está llevando a casa comida para al
menos tres o cuatro días.
En
el portal se encuentra con el repartidor de butano llamando al
timbre. El hombre está sudando y tiene prisa. Ni siquiera se extraña
cuando Daniel se mete en la casa y sale él solo con el dinero.
—No
hace falta que suba la bombona —le dice—. Mi padre bajará ahora
por ella.
Al
repartidor le parece bien y se marcha sin dar las gracias. Daniel
resopla. Se siente cansado, pero también satisfecho de sí mismo:
igual que pudo cargar con el maniquí del contenedor, tendrá que
cargar ahora con el butano. Sube primero las bolsas de la compra y
después, tenazmente, arrastra la bombona hasta el ascensor. Está
agitado, jadeando, cuando al fin consigue meterla en la cocina. Se
apoya en la encimera a descansar y sonríe a Andrés, que aparece
recorriendo el pasillo para saludarle, con un Action Man descabezado
en la mano.
Es
la hora de la siesta. A través de la persiana cerrada se filtran
motas de luz en el salón oscuro, únicamente iluminado por los
reflejos de colores del televisor. Los niños, tirados sobre la
alfombra, ven los dibujos animados de la tarde. Hasta el bebé parece
fijar la vista con atención y da palmotadas de alegría en el suelo,
balbuceando sonidos a borbotones y girando su cabecita a uno y otro
lado cuando las paredes blancas reverberan las luces verdes y azules
de la pantalla. Delante de Andrés, esparcidos, se extienden varios
cuadernos, un libro con los filos arrugados, lápices mordidos, un
compás y una regla. Incluso en el desorden, hay algo estable en la
escena. Los hermanos ríen y callan alternativamente, guiados por las
aventuras de unos pingüinos de plastilina que gesticulan en la
pantalla. Todo parece firme.
Entonces
suena el timbre. Es un toque amenazador, estridente. Daniel agarra el
mando y baja poco a poco el volumen del televisor hasta que quedan
envueltos en un espeso silencio. Pasan unos segundos más y el timbre
vuelve a sonar, con una persistencia que mantiene a los tres niños
fijados en el suelo. El bebé protesta y Andrés se acerca a taparle
la boca. Mientras tanto Daniel avanza a gatas por el pasillo,
sigiloso. A mitad del camino se sobresalta por un tercer timbrazo. Se
detiene un momento y luego continúa hasta llegar tras la puerta,
donde permanece sentado, con la oreja pegada en la madera. Sabe que
no puede asomarse por la mirilla, porque ellos sabrían que están
dentro. Piensa que, de cualquier forma, ya saben que están dentro.
Oye cómo lo dicen. Oye sus especulaciones acerca de cuándo podrán
forzar la puerta. Alguien afirma haber oído la televisión; otro
asegura que hace demasiado tiempo que no han visto por allí a ningún
adulto; un tercero murmura que quizá están abandonados. Daniel
reconoce la voz temblorosa de la vecina, que sostiene que primero
desapareció la madre y luego el padre. Quizá ella tenía un amante
y él perdió la cabeza, dice. Luego, Daniel los oye alejarse. Apoya
la frente en la puerta y permanece ahí un poco más, sujetándose
las rodillas, que le tiemblan.
Cuando
regresa al salón, ve al bebé con un pañuelo atado en torno a la
boca. Corre hacia él, se lo quita de un tirón y le pega a Andrés
con el puño cerrado en el pecho.
—¿Estás
loco? —le susurra—. ¿No ves que puede asfixiarse?
Los
dos hermanos se pelean en silencio, mientras el bebé lloriquea de
cansancio.
Daniel
se alza de puntillas y palpa el último estante de la estantería de
la cocina. Lo recorre a todo lo largo, en un sentido y en otro, y
sólo consigue mancharse los dedos de polvo, de azúcar y de migas de
pan desparramadas. Estremecido, se sube a un taburete para mirar
mejor. El alambre no está donde debiera estar. Maldice en voz baja y
lo busca por toda la cocina. Finalmente lo encuentra sobre un bote de
cristal con restos de harina. Lo agarra y se queda pensativo.
—¿Andrés?
—grita—. Andrés, ¿tú has cogido…?
Andrés
le contesta desde el salón.
—¿Qué
pasa?
—Nada.
—Daniel sacude la cabeza y baja del taburete—. Nada.
Se
hace un silencio hasta que vuelve a oírse la voz de Andrés,
adelgazada por la distancia.
—¿Cuándo
vendrá mamá?
—No
lo sé —dice Daniel—. Pronto —añade tras unos segundos.
—¿Volverá
antes de que vengan por nosotros?
—Nadie
va a venir por nosotros. ¿Por qué dices eso?
—Hoy
en el colegio me han preguntado por ti.
—¿Quién
te ha preguntado por mí?
—Varios
mayores. Me preguntaron por qué ya no ibas a clase.
—¿Y
tú qué les dijiste?
—Les
dije que tenías fiebre.
—Bien.
Eso está bien. —Daniel se sienta en el taburete y se cubre la
cabeza con las manos.
Después
se levanta, avanza hasta el dormitorio y abre la puerta con el
alambre. En la oscuridad, envuelto en la soledad y el vacío, reposa
el cuerpo. Daniel llama a Andrés y le dice que traiga al bebé para
que también pueda verlo. Mientras llegan, se sienta en la cama y
finge creer que esa figura inerte aún puede servirles como padre.
Andrés se asoma a la puerta con el bebé en brazos. Esta vez se
queda callado e impasible, sin ni siquiera hacer el intento de
acercarse. Daniel sube los ojos para mirarlo y lo oye hablar muy
lento, muy tranquilo, como si lo que estuviera diciendo no tuviese en
realidad importancia alguna.
—Papá
es de goma.
Daniel
se levanta, se acerca a él, lo mira a un palmo de sus ojos sin
despegar los labios.
—Papá
es de goma —repite Andrés—. De goma dura. De plástico, de lo
que sea. No es papá de verdad. Yo ya lo he visto.
Esta
vez ni siquiera tienen tiempo de bajar el volumen del televisor. Han
estado comiendo sobre la alfombra y ahora reposan la comida
felizmente. Daniel se ha atrevido a cocinar salchichas y puré y
Andrés está contento, tumbado con las manos sobre la barriga, con
su plato vacío al lado de las piernas. No piensa en el engaño.
Quizá está bien así, se dice, manteniendo la farsa. Si pueden
existir pingüinos de plastilina, por qué no pueden existir papás
de plástico. El bebé chupetea una galleta y sonríe con las
imágenes de la pantalla. Daniel está adormilado y por eso no oye
las voces tras la puerta. Esta vez ni siquiera hay avisos, ni
siquiera una vez llaman al timbre. Les sobresalta, sin anticipos, el
ruido de un golpe seco en la cerradura, la puerta que se astilla, las
voces potentes y viriles de dos o tres hombres que hablan con
decisión. Andrés se levanta, inquieto, buscando con los ojos a su
hermano. Pero Daniel apenas se ha movido. Simplemente, casi ya con
alivio, estira el brazo y pasa sus dedos con suavidad por la nuca del
bebé, que ríe ante el contacto. Todo ha terminado, susurra. Las
voces se acercan por el pasillo y los pingüinos están diciendo algo
sobre una fiesta que han organizado en un iglú. Los pasos se
aceleran y los pingüinos ríen. Hay un gran estruendo, pero Andrés,
Daniel y el bebé ahora guardan silencio. Los pingüinos se tiran en
trineos por la nieve.
Mala letra, 2016.
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