Los huertos son de un verde
penetrante. Las vallas nadan en pos de sombras húmedas. Los
cristales de las ventanas se deslizan desnudos y fulgurantes de casa
en casa. El campanario da vueltas, la cruz de los héroes da vueltas.
Los nombres de los héroes son largos y borrosos. Käthe lee esos
nombres de abajo arriba. El tercero desde abajo es mi abuelo, dice.
Al llegar a la iglesia se santigua. Frente al molino brilla el
estanque. Las lentejas de agua son ojos verdes. En el juncal vive una
serpiente gorda, dice Käthe. El guardián nocturno la ha visto. De
día come peces y patos. Por la noche se arrastra hasta el molino y
come salvado y harina. La harina que deja queda impregnada por su
saliva. Y el molinero la tira al estanque, porque es venenosa.
Los
campos están boca abajo. Arriba, entre las nubes, los campos están
cabeza abajo. Las raíces de girasoles encordelan las nubes. Las
manos de papá van girando el volante. Veo el pelo de papá por la
ventanita, tras la caja de tomates. La camioneta avanza rápido. El
pueblo se hunde en el azul. Pierdo de vista el campanario. Veo la
pierna de mi tía pegada a la pernera de papá.
Al
borde de la carretera van pasando las casas. Casas que no son
pueblos, porque yo no vivo aquí. Por las calles deambulan con aire
extraño unos hombrecillos de perneras borrosas. Sobre puentes
estrechos y susurrantes se agitan faldas de mujeres desconocidas. Veo
niños solitarios de piernas flacas y desnudas, sin calzoncillos, de
pie bajo muchos árboles grandes. Tienen manzanas en las manos. No
comen. Hacen señas y llaman con la boca vacía. Nadie les hace una
breve seña y desvía la mirada. Yo les hago señas un buen rato.
Miro largo tiempo sus piernas flacas hasta que se difuminan y ya sólo
veo los árboles grandes.
La
llanura queda al pie de las colinas. El cielo de nuestro pueblo
sostiene las colinas, que no caen a la llanura por entre las nubes.
Ahora ya estamos lejos, dice Käthe y bosteza hacia el sol. Papá
tira una colilla encendida por la ventanilla. Mi tía agita las manos
y habla.
Entre
las vallas, las ciruelas son verdes y pequeñas. En el pastizal, las
vacas rumian y miran el polvo de las ruedas. La tierra trepa entre la
hierba sobre piedras peladas, raíces y cortezas. Käthe dice: ésos
son cerros y las piedras son rocas.
Junto
a las ruedas de la camioneta, los arbustos siguen la corriente de
aire. De sus raíces brota agua. El helecho bebe y sacude su tejido
de encajes. La camioneta avanza por caminos grises y angostos. Se
llaman serpentines, dice Käthe. Los caminos se enmarañan. Nuestro
pueblo queda muy por debajo de los cerros, digo yo. Käthe se ríe:
los cerros están aquí en las montañas, y nuestro pueblo está
allí, en la llanura, me dice.
Los
postes kilométricos me miran, blancos. La media cara de papá se
yergue sobre el volante. Mi tía coge a papá de la oreja.
Los
pajarillos saltan de rama en rama. Se pierden en el bosque. Sus
piulidos son breves. Cuando no tocan las ramas, vuelan con las
patitas pegadas al vientre y no pían. Käthe tampoco sabe cómo se
llaman.
Käthe
hurga en la caja de pepinillos y saca uno puntiagudo. Lo muerde
frunciendo la boca y escupe las mondas.
El
sol cae detrás del cerro más alto. El cerro tiembla y devora la
luz. Donde vivimos el sol se pone detrás del cementerio, le digo.
Käthe
me dice, mientras se come un gran tomate: en la montaña oscurece más
temprano que donde vivimos. Käthe pone su delgada mano blanca en mi
rodilla. La camioneta tiembla entre la mano de Käthe y mi rodilla.
En la montaña el invierno también llega antes que donde vivimos, le
digo.
La
camioneta husmea con sus faros verdes la orilla del bosque. El
helecho esparce sus tejidos de encaje en las tinieblas. Mi tía apoya
la mejilla en el cristal y se duerme. El cigarrillo de papá brilla
sobre el volante.
La
noche devora las cajas en la camioneta, devora la verdura en las
cajas. En medio de las montañas los tomates huelen más que en casa.
Käthe ya no tiene brazos ni cara. Su cálida mano me acaricia la
rodilla fría. La voz de Käthe está sentada a mi lado y me habla
desde lejos. Me muerdo en silencio los labios para que la noche no me
deje sin boca.
La
camioneta se para en seco. Papá apaga los faros verdes, se apea y
exclama: hemos llegado. La camioneta está frente a una gran casa
iluminada por bombillas. El tejado es negro como el bosque. Mi tía
cierra la portezuela y le entrega a papá un camisón de dormir. Con
su índice curvo señala la oscuridad y dice: el pueblo queda allá
arriba. Yo sigo la dirección que señala su índice y me topo con la
luna.
Aquí
está el molino de agua, dice Käthe. Papá se pone el camisón bajo
el brazo y le entrega una llave a mi tía. Mi tía abre la puerta
verde de la casa. Käthe dice: la vieja vive arriba, en la aldea, en
casa de su hermana.
Mi
tía desaparece tras una puerta negra. Es su habitación, dice papá.
Él sube por la angosta escalera de madera y cierra tras de sí la
trampilla. Käthe y yo nos acostamos en el vestíbulo, en una cama
angosta bajo una ventanita negra con cortinas de encaje blanco. A
través de la pared se filtra un rumor de agua. Käthe dice: es el
arroyo.
El
pelo de Käthe cruje en mi oído. Ante la ventanita negra está la
luna suspendida entre las negras fauces de las nubes. Allí queda el
pueblo.
Las
piernas de Käthe se han hundido más que las mías. La cabeza de
Käthe está más arriba que la mía. De la barriga de Käthe sale
aire caliente. Bajo mi cuerpo pequeño y delgado cruje el saco de
paja.
Detrás
de la puerta negra rechina la cama. Detrás de la trampilla cruje el
heno.
El
aire caliente que sale de la barriga de Käthe huele a peras
podridas. La respiración de Käthe murmura en sueños. De las
cortinas de encaje blanco crecen macizos de flores húmedas con
tallos rastreros y hojas serpenteantes.
Un
chirrido cae escaleras abajo. Levanto la cabeza y la dejo caer de
nuevo. Papá baja siguiendo el chirrido. Está descalzo. Con sus
grandes dedos palpa la puerta negra. La puerta no chirría. Los dedos
de los pies de papá crujen y el candado de la puerta negra se cierra
tras él en silencio. Mi tía suelta una risita y dice: pies fríos.
Papá hace chasquear los labios y dice: ratones y heno. La cama
rechina. La almohada respira ruidosamente. La manta se encabalga en
largas sacudidas. Mi tía gime. Papá jadea. La cama da breves
sacudidas sobre su armazón.
Detrás
de la casa balbucea el arroyo. El guijarro apremia, las piedras
oprimen. La mano de Käthe se agita en sueños. Mi tía suelta una
risita, papá susurra algo. Tras la ventana negra revolotea una hoja
redonda.
El
candado de la puerta negra chirría. Papá sube la angosta escalera
descalzo, sin apoyar los talones. Lleva la camisa abierta. Su andar
huele a peras podridas. La trampilla chirría y se cierra lentamente.
Käthe gira la cabeza en sueños. Las piernas de papá rechinan en el
heno.
El
arroyo balbucea entre mis ojos: he hecho cosas deshonestas, he visto
cosas deshonestas, he oído cosas deshonestas, he leído cosas
deshonestas. Hundo las manos bajo la manta. Con los dedos dibujo
serpentines en mis muslos. Sobre mi rodilla está nuestro pueblo. La
barriga le tiembla a Käthe en sueños.
Los
macizos de flores inclinan sus tallos blancos. La ventana negra tiene
una grieta gris. De las nubes cuelgan montones de cordoncitos rojos.
Los abetos reverdecen en la punta de sus ramas.
En
la puerta negra aparece la cara desmadejada de mi tía. Bajo su
camisón de dormir tiemblan dos melones. Mí tía dice algo sobre
unas nubes rojas y el viento. Käthe bosteza abriendo su boca grande
y colorada y levanta los brazos ante la ventanita. La trampilla
gimotea. Papá baja la escalera angosta agachado. Tiene la cara mal
afeitada y dice: ¿habéis dormido bien? Yo digo: sí. Käthe asiente
con la cabeza. Mi tía se abotona la blusa. Entre los melones el
botón resulta muy pequeño y se le sale del ojal. Mi tía mira a
papá a la cara y repite su frase sobre el viento y las nubes rojas.
Papá se apoya contra la escalera de madera y se peina. Del peine
grasiento hace rodar un nido de pelo negro por la escalera. A las dos
vendremos a buscaros, dice. Mi tía mira sonriendo la puerta verde y
dice: Käthe ya sabe. La camioneta arranca. Mi tía se sienta junto a
papá. Se peina con el peine grasiento. Tiene canas detrás de las
orejas.
Miro
los anchos tejados rojos. Käthe dice: allá arriba está el pueblo.
Yo pregunto: ¿es grande? Käthe dice: pequeño y feo.
Me
tumbo en la hierba. Käthe se sienta en una piedra junto al arroyo.
Veo
los calzoncitos azules de Käthe con la mancha amarilla de peras
podridas entre sus muslos. Käthe deja resbalar su falda entre las
piernas. Käthe azota el agua bajo las piedras con un palo. Yo miro
el agua y le pregunto: ¿eres ya una mujer? Käthe tira guijarros al
agua y dice: sólo la que tiene un marido es una mujer. ¿Y tu madre,
qué?, le pregunto partiendo una hoja de abedul con los dientes.
Käthe deshoja una margarita y va diciendo: me quiere, no me quiere.
Käthe arroja al agua el corazón amarillo de la margarita: pero mi
madre tiene hijos, dice. La que no tiene marido, tampoco tiene hijos.
¿Dónde
está él?, pregunto. Käthe deshoja un helecho: me ama, muerto, no
me ama. Pregúntale a tu madre si no me crees. Me pongo a coger
margaritas. La vieja Elli no tiene hijos, digo. Nunca ha tenido un
marido, dice Käthe. De una pedrada aplasta una rana con manchas
pardas. Elli es una solterona, dice Käthe. El pelo rojo se hereda.
Yo miro el agua. Sus gallinas también son rojas, y sus conejos
tienen ojos rojos, digo. De las margaritas salen pequeños insectos
negros que corren por mi mano. Elli canta en el huerto por las
tardes, digo. Käthe se para sobre un tocón y exclama: canta porque
bebe. Las mujeres tienen que casarse para dejar de beber. ¿Y los
hombres?, le pregunto. Beben porque son hombres, dice Käthe saltando
sobre la hierba. Son hombres aunque no tengan mujer. ¿Y tu novio?,
le pregunto. También bebe, porque todos beben, dice Käthe. ¿Y tú?,
le pregunto. Käthe pone los ojos en blanco. Yo me casaré, dice.
Lanzo una piedra al agua y digo: pues yo no bebo ni pienso casarme.
Käthe se ríe: aún no, pero más tarde sí, todavía eres muy
pequeña. ¿Y si no quiero?, digo. Käthe se pone a coger fresas
salvajes. Ya querrás cuando seas grande, dice.
Tumbada
en la hierba, Käthe come fresas salvajes. Tiene arena roja pegada
entre los dientes. Sus piernas son largas y pálidas. La mancha en
los calzoncitos de Käthe es húmeda y de color marrón oscuro. Käthe
va tirando los tallitos vacíos de las fresas por encima de su cara y
canta: y me lo traerá aquél al que amo como a nadie, y que me hace
feliz. Y su lengua roja gira y acaba colgada de un hilo blanco en su
cavidad bucal. Eso es lo que Elli canta en su huerto por las tardes,
digo. Käthe cierra la boca. ¿Cómo sigue?, le pregunto. Käthe se
arrodilla en la hierba y hace señas. La camioneta llega rodando
desde los anchos tejados. Sobre ella traquetean las cajas vacías.
Papá
se apea de la camioneta y cierra con llave la puerta verde de la
casa. Mi tía se queda sentada junto al volante y cuenta dinero.
Käthe y yo nos trepamos a la camioneta, que arranca en seguida.
Käthe va sentada a mi lado, sobre una caja de pepinillos vacía.
La
camioneta va deprisa. Veo cuan profundos son los bosques. Los
pajarillos sin nombre revolotean sobre el camino. Las manchas de
sombra de las lunas festonean la cara de Käthe. Sus labios tienen
bordes cortantes y oscuros. Sus pestañas son espesas y puntiagudas
como pinochas.
Por
las aldeas no se ven hombres ni mujeres. Bajo los grandes árboles no
hay niños desnudos. Entre los grandes árboles hay fruta marchita.
Perros de pelaje hirsuto corren ladrando tras las ruedas.
Las
colinas se diluyen en campos espaciosos. La llanura yace sobre su
negro vientre. No sopla viento. Käthe dice: pronto llegaremos a
casa. Va tirando de las ramas de acacia al pasar. Con sus manos
blancas arranca las flores de los tallos y se queda sin cara. Su voz
dice muy quedo: me ama, no me ama. Käthe mordisquea el tallo
desnudo.
Detrás
del campo se yergue un campanario gris: aquélla es nuestra iglesia,
dice Käthe. El pueblo es llano y negro y mudo. A la entrada del
pueblo cuelga Jesús en la cruz. Tiene la cabeza inclinada y enseña
las manos. Los dedos de sus pies son largos y descarnados. Käthe se
santigua.
El
estanque brilla negro y vacío. La gran serpiente come salvado y
harina en el molino. El pueblo está vacío. La camioneta se detiene
ante la iglesia. No veo el campanario. Veo las largas paredes gibosas
detrás de los álamos.
Käthe
se aleja con mi tía por la calle negra. La calle no tiene dirección.
No veo el empedrado. Me siento junto a papá. El asiento aún guarda
el calor de las piernas de mi tía y huele a peras podridas.
Papá
conduce y conduce. Se pasa la mano por el pelo, se pasa la lengua por
los labios. Papá conduce con las manos y los pies por el pueblo
vacío.
Detrás
de una ventana sin casa oscila una luz. Papá atraviesa la sombra del
portón y entra en el patio. Estira el toldo sobre la camioneta.
Mamá
está sentada al borde de la mesa, bajo la luz. Está zurciendo un
calcetín de lana gris sin talón. La lana se desliza suavemente de
su mano. Mamá clava la mirada en la americana de papá. Y sonríe.
Su sonrisa es débil y renquea al borde de sus labios.
Papá
empieza a contar unos billetes azules sobre la mesa. Diez mil, dice
en voz alta. ¿Y mi hermana?, pregunta mamá. Papá dice: ya le he
dado su parte. Y ocho mil son para el ingeniero. Mamá pregunta: ¿de
aquí? Papá niega con la cabeza. Mamá coge el dinero con ambas
manos y lo lleva al armario.
Estoy
en mi cama. Mamá se inclina hacia mí y me da un beso en la mejilla.
Sus labios son duros como sus dedos. ¿Cómo dormisteis allí?, me
pregunta. Cierro los ojos: papá arriba, entre el heno, mi tía en su
habitación y Käthe y yo en el vestíbulo, le digo. Mamá me da un
besito en la frente. Sus ojos tienen un brillo frío. Da media vuelta
y se marcha.
En
la habitación, el tic-tac del reloj repite: he oído cosas
indecentes. Mi cama está en la llanura, entre un río poco profundo
y un bosque de hojas cansadas. Tras la pared de la habitación, la
cama da breves sacudidas. Mamá gime. Papá jadea. Sobre la llanura
cuelgan una infinidad de camas negras y peras podridas.
La
piel de mamá es fláccida. Sus poros están vacíos. Las peras
podridas vuelven a replegarse en la piel. El sueño es negro bajo los
párpados.
En tierras bajas, 1982.
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