Arriba de su
Lamborghini descapotable blanco, Julio César Avendaño Avendaño
recibe los vítores del pueblo. ¡Viva Julito!, gritan las mujeres;
¡gracias, compañero!, vocean los hombres. Una lluvia de papeles de
colores se posa en las hombreras de su saco Armani.
Julio
César Avendaño Avendaño infla su pecho de un orgullo desconocido;
hace unos años era un pobre traficante y ahora es un gran,
grandísimo mercader que vuelve a su pueblo, hundido en la miseria.
Lanza monedas de oro a la multitud enfervorizada.
-Recuerda
que eres mortal –le susurra una mujercilla, casi una sombra.
-¿Eres
tú, mamá? –pregunta Julio César.
Antes
de que la mujer conteste que sí, Julito, soy tu mamá, vayámonos a
casa y yo te daré cerdo a las brasas; bueno, no te vas a dar ni
cuenta de la diferencia, el fuego arregla todo, mal que mal el gato
estaba lleno de pulgas y de un solo guadañazo lo destripé; antes de
que diga pío la flaca pelá, una bala loca entra por el bolsillo
superior izquierdo del Armani, descosiendo el borde pespunteado en
seda y tiñendo de rojo el clavel tan varonil de Julio César
Avendaño Avendaño.
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