Cygnus, mientras se alejaba lamentándose con voz aguda, echó plumas, su cuello se alargó, le nacieron alas, la boca cobró la forma de un pico y así se convirtió en un extraño pájaro nuevo: el cisne. (Ovidio, Metamorfosis, Libro II)
¿Qué signos haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello al paso de los tristes y errantes soñadores?
(Rubén Darío, «Los Cisnes», Cantos de vida y esperanza)
El cisne se refugió en los estanques y desde entonces, sobre las aguas quietas, bajo la sombra de los sauces, se desliza ensimismado.
—Es bello, sí, pero ¡qué superficial en su aristocrática elegancia! —decían algunos.
No comprendían que el cisne se había refugiado allí, no por frivolidad o egoísmo, sino, al contrario, por recordar muy bien los horrores del mundo. Había sido testigo de cómo ardieron cielo y tierra cuando a Faetón se le desbocaron los caballos del sol; había visto a Zeus carbonizando con uno de sus rayos a Faetón. Fue entonces cuando él, Cicno, rey de la Liguria, lo abandonó todo y mientras sollozaba por los bosques fue transformándose en cisne. Se transformó en cisne por exceso de dolor: sufrimiento ante la injusticia de los poderosos, desilusión de ver fracasar las altas ambiciones humanas, compasión hacia los que sobreviven a los grandes muertos, miedo de que el mundo pueda regresar al caos. Su serenidad, en el fondo, era el pasmo del espanto.
El gato de Cheshire, 1965.
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