Muchos saludos desde la soleada costa del mar Negro. Hemos llegado bien. Hace buen tiempo. La comida es buena. El restaurante está en los bajos del hotel, y la playa queda al lado mismo.
Y mamá tiene que cargar siempre con sus bigudís, y su bata de casa, y sus chinelas con borlas de seda, y el pijama de papá.
Papá es el único comensal con traje y corbata en el restaurante. Y es que mamá lo quiere así.
La comida ya está sobre la mesa y humea y humea, y la camarera es otra vez demasiado amable con papá; por algo será. Y a mamá se le ensombrece la cara y la nariz empieza a destilarle, y a mamá se le hincha una vena en el cuello y un mechón de pelo le cae sobre los ojos y le empieza a temblar la boca, y mamá hunde su cuchara en la sopa hasta el fondo.
Papá se encoge de hombros, sigue mirando a la camarera y derrama la cucharada de sopa en el camino a su boca, pese a lo cual frunce los labios ante la cuchara vacía y sorbe y se mete la cuchara en la boca hasta el mango. La frente le suda a papá.
Pero el pequeño ya ha volcado el vaso y el agua gotea al suelo por el vestido de mamá, y él se ha metido la cuchara en el zapato y ya ha sacado las flores del florero y las ha desparramado sobre la ensalada de lechuga.
A papá se le agota la paciencia y los ojos se le ponen fríos y lechosos, y a mamá los ojos se le hinchan y enrojecen. Oye, que al fin y al cabo es tan hijo tuyo como mío. Y mamá, papá y el pequeño pasan, al salir, junto al puesto de cerveza.
Papá aminora el paso, pero mamá le dice que tomarse una cerveza ahora ni hablar, no, eso sí que ni hablar.
Y papá aborrece a ese niño que ya el primer día se pone rojo como un cangrejo por efecto del sol, y oye a sus espaldas el paso cansino de mamá, y sabe, sin volverse, que esos zapatos también le aprietan, que la carne también se le desborda de ese par como de todos los demás pares, que no hay en el mundo zapatos lo suficientemente anchos para sus pies, para su dedo pequeño, siempre encorvado, escoriado y vendado.
Mamá tira con fuerza del pequeño hacia ella y murmura una frase tan larga como el camino, que las camareras son todas unas putas, gente de lo peor, pobres diablas que nunca llegan a nada en este mundo. El pequeño rompe a llorar y se cuelga de ella y se deja caer al suelo, y las huellas de los dedos de mamá en sus mejillas tienen un brillo aún más rojo que el de la erisipela.
Mama no encuentra las llaves de la habitación y vacía su bolso, y papá hace una mueca de asco al ver el monedero pringoso, los billetes siempre arrugados, el peine viscoso, los pañuelos eternamente humedecidos.
Por fin aparecen las llaves en el bolsillo de la americana de papá, y a mamá se le humedecen los ojos, y se agacha y rompe a llorar.
Y la luz tiembla, y la puerta no cierra bien, y el ascensor se para. Papá olvida al niño en el ascensor. Mamá martillea la puerta de la habitación con ambas manos.
Luego viene la siestecita.
Papá suda y ronca, papá se echa boca abajo, papá entierra la cara en la almohada y la mancha con saliva mientras sueña. El pequeño tira de su manta, agita los pies, frunce el entrecejo y recita en sueños el poema de la ceremonia de clausura en el parvulario. Mamá yace despierta e inmóvil entre las sábanas mal lavadas, bajo el cielo raso mal blanqueado, tras los cristales mal lavados de las ventanas. Sobre la silla reposan sus labores de punto.
Mamá teje un brazo. Mamá teje la espalda. Mamá teje el cuello, mamá teje un ojal en el cuello.
Mamá escribe una postal: aquí se ve el hotel donde estamos alojados. He marcado nuestra ventana con una crucecita. La otra cruz, más abajo, sobre la arena, señala el sitio donde siempre tomamos el sol.
Bajamos cada mañana muy temprano para ser los primeros y que nadie nos quite el sitio.
En tierras bajas, Herta Müller, 1982.
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