Yo sabía que los niños vienen de París. Lo sabía porque así me lo habían dicho mis tíos y mis abuelos. Y los tíos y los abuelos nunca mienten a sus sobrinos y nietos. Sobre todo los abuelos, porque los abuelos son padres con carácter retroactivo. Me crié con mis abuelos y tíos porque, según llegué a entender, mi madre era no sé cómo de política, y había un jefe que no le dejaba estar cerca. Nunca entenderé qué le hice yo a aquel jefe para que no le dejara a mi madre estar con nosotros. Ni siquiera lo conocía. Pero debía de mandar mucho, porque supe que había muchas madres y padres que no estaban con sus hijos por culpa de aquel jefe. Con frecuencia oía hablar de rojos y nacionales, pero no sabía distinguir los unos de los otros. Sólo sabía que unos llevaban medallas y otros se cagaban en Dios. Yo llevaba una medalla. Una medalla escondida. La mayoría de mis amigos se cagaban en Dios y le hablaban a su padre de usted. Los que tenían padre vivo.
Una tarde, junto al árbol gordo, mis amigos me preguntaron por qué yo nunca blasfemaba. Tampoco sabía qué era blasfemar. Y me enseñaron a cagarme en Dios, en la Virgen y en todos los santos. Mi medalla tenía la efigie de un corazón de Jesús, que, a su vez, también era Dios… o hijo suyo. La verdad es que yo no blasfemaba, porque no me habían enseñado mis abuelos. Ellos jamás lo hicieron. Al contrario. Rezaban escondidos, solapados, de contrabando. Y muertos de miedo. Por aquel entonces, rezar en Cuenca estaba muy mal visto. A los señores curas que descubrían, les daban el paseo. Lo del paseo lo oí muchas veces. En más de una ocasión vi llorar a mis abuelos, porque habían dado un paseo a unos amigos suyos. Yo me iba a la alcoba a reír. ¿Cómo se puede llorar, porque han llevado a alguien de paseo? Pero nunca en mi familia vi una ligera sonrisa cuando se hablaba de aquello. Y llegué a sugestionarme de tal manera que, cuando mi abuela me invitaba a un paseo, corría escaleras abajo despavorido.
-Los niños no vienen de París, gilipollas -decían mis amigos-. A los niños los traen los padres.
Indudablemente aquello era una estupidez. Mi abuela me contó cómo mi hermano se hizo una pequeña herida en el labio superior cuando lo sacaron del cajón. Y no iban a saber más mis amigos que mis abuelos y mis tíos. Sobre este punto discutíamos muchas veces. Nunca logré convencerlos, por más pruebas que les daba, como lo del cajón y la herida de mi hermano. Ellos se reían y decían que era un pasmao, que no tenía ni puta idea de nada.
-¡Pero cómo los van a traer los padres!
-¡Jodiendo, imbécil, jodiendo!
Y una noche, durante la cena, pregunté:
-Abuelo, ¿qué es joder?
La contestación fue un tanto extraña, puesto que consistió en darme una bofetada que, no sólo me dolió intensamente, sino que aumentó mis dudas.
Y aún sigo sin comprender por qué una bofetada suele ser la aclaración de las dudas infantiles.
El hermano bastardo de Dios, 1984.
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