Estaba yo un día hablando por teléfono, intentando endilgarle un cuatro por cuatro robado a un cazador de ciervos que conocía en Massieville, cuando Tex Colburn llamó a la puerta y se presentó como si estuviera vendiendo aspiradoras Kirby o seguros State Farm. Yo ya sabía quién era aquel cabrón, pero estaba decidido a hacerme el tonto, de manera que me limité a quedarme mirándolo. Se sacó las manazas enormes de los bolsillos de la chaqueta de cuero y encendió un cigarrillo.
—Me hace falta un segundo de a bordo —me dijo por fin, con la boca torcida.
Ya había oído que el tipo hablaba así, como si hubiera visto demasiadas películas de gángsters.
—¿Y eso qué coño es? —le pregunté.
—Hostia puta —dijo, negando con la cabeza—. ¿Qué tengo que hacer, besarte el culo? Me hace falta un puto socio.
Eché un vistazo por encima de su hombro y vi su flamante Mustang nuevo aparcado al lado de mi Pinto oxidado. Mi mujer y yo acabábamos de tener un bebé, un niño llamado Marshall que necesitaba pañales y biberones y esos rollos de bebés todo el tiempo. A duras penas conseguíamos salir adelante, así que, aunque sabía que siempre era mejor trabajar solo, acepté su oferta. Tex Colburn trabajaba a lo grande: palas de excavadora, joyerías, coches de época… Rollos caros que otra gente le encargaba robar. Yo me dedicaba a mangar cortadoras de césped de mano y a entrar de noche en tienduchas familiares de alimentación perdidas en el campo. Asociarme con él era subir de categoría.
Me pasé un año y medio con él y gané más dinero del que nunca había soñado que podía ganar un ladrón en el sur de Ohio. Mi mujer y yo nos mudamos a un apartamento bien chulo, nos compramos un Monte Carlo nuevo y todos los sábados por la noche poníamos cien pavos en la Super Lotto. Dee no tardó en perder el peso del embarazo y empezó a traer a casa pelis porno dos o tres noches a la semana para reavivar el fuego de antes. Por cada nueva postura que dominaba, le daba otra cesta de Longaberger. Por fin había empezado a disfrutar de cierta prosperidad al margen de la ley.
Pero un día, antes de que mi hijo aprendiera a hablar, casi me mato al caer del tejado del drugstore de Burchwell, en plena noche de lluvia en Meade, Ohio. Mi primer pensamiento coherente después de aterrizar sobre el asfalto, con la palanca todavía en la mano, fue que Tex iba a dejarme allí para que me encontraran las autoridades. Luego sentí que me sacaba la herramienta de la mano y mi segundo pensamiento coherente fue que antes iba a rematarme. Aquél era su método: no dejar nunca nada en manos del azar.
—Por favor, Tex —conseguí decir, tumbado boca arriba, contemplando el cielo negro que me estaba diluviando encima.
Mientras esperaba el golpe, me acordé de repente de todos los cerdos a los que había descalabrado con un mazo en la planta cárnica en la que había trabajado justo después del instituto. Era el único trabajo de verdad que había tenido, y sólo me había durado seis meses, pero ahora que me veía allí impotente, tumbado detrás del drugstore, me dio la impresión de que se estaba cerrando un ciclo de mi vida. Iba a morir de la misma manera en que había sacrificado a todos aquellos animales.
Y sin embargo, Tex me sorprendió al mostrar compasión, agarrándome de los sobacos y arrastrándome hasta su Mustang. Unos minutos más tarde, parábamos delante de las inmensas puertas de cristal de Urgencias del Meade General. Aunque todavía podía mover los dedos de los pies, tenía las piernas insensibles, y cada vez que respiraba se me hincaban clavos de dolor al rojo vivo en la zona lumbar. Cuando detuvo el coche, le pedí con voz jadeante:
—Tex, ¿puedes ayudarme a entrar?
Soltó un soplido de burla y tiró el cigarrillo por la ventanilla hacia una enorme planta enmacetada.
—No abuses de tu suerte, tarado —me dijo. Luego se volvió y se me quedó mirando a los ojos hasta que tuve que apartar la vista. Abrí la portezuela—. No digas nada —me avisó.
—No soy idiota.
—Estuvo bien trabajar juntos.
A continuación, inclinándose hacia mí, me tiró a la acera de un empujón y se largó.
Por fin salió un camillero vestido con uniforme blanco y me llevó adentro. Aunque mis heridas eran graves —una clavícula rota y varios discos aplastados en la espalda—, resultó que el médico que estaba de guardia aquella noche era un dios. Doce horas después de llegar al hospital, me fui a casa con un frasco de su religión. Ni siquiera tuve que volver a verlo. Se limitaba a pedir por teléfono las recetas de oxicodona cada vez que llamaba para quejarme. Estaba consiguiendo tres y hasta cuatro recetas de oxicodona de 80 miligramos al mes. Como la droga tardaba en hacer efecto, aprendí a lamer las pastillas hasta quitarles el revestimiento y luego a triturarlas y esnifarme los polvos para acelerar el subidón. Si me encontraba demasiado ido para usar la cuchilla, me limitaba a masticarlas antes de tragar. Mi cabeza se convirtió en unas vacaciones perfectas y mis nervios en pequeños capullos espumosos de leche. La oxicodona llenó vacíos en mí que yo ni siquiera sabía que existieran. Fue, por lo menos durante aquellos primeros meses, una forma maravillosa de estar inválido. Me sentía bendecido.
En realidad, sin embargo, mi vida estaba cayendo en picado. Bajo los efectos de la oxicodona, perdí la ambición hasta para hacerme con las pertenencias ajenas. Tex consiguió un nuevo socio y el banco me embargó el Monte Carlo. Afortunadamente, nos habíamos quedado el Pinto por si las moscas. Para cuando terminó mi luna de miel con los opiáceos, ya vivíamos de alquiler en una caravana llena de moho y goteras en las afueras de Knockemstiff, la hondonada donde había crecido. Aunque había jurado millones de veces que jamás volvería a aquel lugar, acababa de romper la promesa, igual que todas las demás que había hecho antes del accidente.
Los últimos inquilinos de la caravana habían hecho un agujero en el suelo para que sirviera de retrete después de que se estropearan las tuberías. Cuando llegamos nosotros, el casero arregló a regañadientes las tuberías rotas y Dee tapó el agujero con un trozo de madera contrachapada que se combaba y crujía cada vez que alguien lo pisaba. En los días de calor, el hedor a excrementos de desconocidos flotaba en los cuartos angostos igual que la espesa niebla del fracaso. Mi hijo sentía terror de caerse en el agujero porque, según Dee, un día, en una de mis lagunas mentales, lo había amenazado con que lo iba a meter allí dentro para siempre. Y aunque estaba seguro de que se lo había dicho en broma, saltaba a la vista que él no había heredado mi sentido del humor.
Cada vez que me despertaba, me encontraba a Dee tumbada en el sofá con sus pantalones de chándal de Marlboro, bebiendo refresco de oferta del K-Mart de una botella de plástico que parecía un bote de gasolina, mientras Marshall le rascaba las plantas de los pies con un cepillo para el pelo. A veces, mientras la veía engullir otra bolsa de Fritos, me acordaba del día en que había invitado a Tex a que viniera a casa a tomarse una cerveza. Cuando nos acercamos a la puerta, vimos a Dee a través de las cortinas, sentada en el sofá con la bata de seda abierta, dejando que el bebé mamara de sus pezones inflados y marrones. Aquella noche estaba hermosa.
—Carajo. ¡No te lo pierdas! —exclamó Tex.
—Mejor déjame entrar a mí primero —le dije.
Más tarde, después de que Dee se fuera a la cama, y cuando ya estaba a punto de marcharse, Tex se quedó un momento frente a la puerta y me dijo:
—Oye, no sé cómo ves tú estas cosas, pero yo daría bastante pasta para pasar una noche con tu señora.
—Estás de coña, ¿verdad?
—¿Qué te parecen dos mil pavos?
Tex era achaparrado y tenía pelo en todos los sitios donde no debería tenerlo. «Viril», se llamaba a sí mismo, siempre que alguien se armaba del valor suficiente para hacer un comentario sobre su vello corporal. Parecía un simio con botas de vaquero y chaqueta de cuero.
—Nunca voy a necesitar tanto tu dinero, Tex —le dije, cerrándole la puerta en las narices.
De aquello solamente hacía un par de años. Ahora Dee no era más que un montón de sarpullidos de granos y rollos de grasa. Lo único que parecía capaz de hacer aparte de ver la tele era señalarme mis defectos. Y cuando estaba de buen humor, la cosa era igual de horrible. Había entrado en una fase en que fingía ser una estrella de cine, y se pasaba horas hablando de buñuelos de cangrejo y de vestidos de noche y de la puesta del sol en alguna playa escondida. El hecho de que no me hubiera dejado no era más que otra señal de su indolencia. En una sociedad más avanzada, lo más seguro es que nos hubieran matado a los dos y les hubieran echado nuestros cadáveres a los perros.
Entretanto, Marshall se estaba convirtiendo a marchas forzadas en uno de esos chavales huraños y lúgubres que nunca abren la boca, que acaban comunicándose mediante telepatía con una rata que les hace de mascota y que sueñan fervientemente con infamias eternas. Aquello agravó mi estado, todo aquel silencio, el que no dijera ni «papá, papá». Su mudez era una espina que llevaba clavada durante todo el tiempo que pasaba consciente. Hasta hablar como un retrasado habría sido mejor que no decir nada. Hasta un «vete a la mierda» farfullado habría sido de agradecer de vez en cuando.
A veces yo le sugería a Dee que fuera a hacerle un chequeo.
—¡Es sordo! —le gritaba yo en el oído—. ¿Es que no ves que le pasa algo chungo?
Luego lo agarraba de los hombros y lo zarandeaba para tratar de sacarle una frase.
—Marshall, di algo, maldita sea —le suplicaba, pero en cuanto lo soltaba, se escurría hacia un rincón como una bola de pelusa.
A continuación Dee se ponía como una loca y agitaba las manos como si se estuviera burlando de mí por preocuparme. Si la seguía presionando, me advertía, no tardaría en hacer venir a su familia para que me tranquilizaran. Ellos ya me habían arreado más de un guantazo por lo que denominaban mi «conducta maleducada», y eso me había vuelto cuidadoso a la hora de plantear los malos tratos domésticos. De manera que me echaba atrás y me tragaba otra oxicodona; después me metía en la cama y me desentendía del silencio de Marshall como si fuera uno más de los problemas que Dee se negaba a reconocer.
Por mucho que consiguiera la medicación gratis con la tarjeta de la asistencia social, y que todos los meses el gobierno me mandara un cheque por mis problemas de espalda, nunca teníamos ni un centavo. Hacia finales de mes se nos terminaban todos esos productos básicos que hacen que sea soportable vivir ese tipo de vida —golosinas, helado y cigarrillos— y me ponía a insinuarle a Dee que teníamos que vender sangre. Era la única clase de trabajo para el que era posible convencerla. La mía no servía por culpa de la hepatitis, pero Dee era AB negativo y seguía libre de patógenos, así que los técnicos la acogían con los brazos abiertos. Nos íbamos a Portsmouth, vendíamos primero medio litro en la clínica de la calle 4 y después otro medio en el laboratorio que había junto al río. Para cuando le terminaban de sacar el segundo, ya estaba blanca como el papel y fría como el hielo. La hacía sentirse especial, el tener aquella sangre tan poco común. Era la única parte de ella que todavía deseaba alguien.
De manera que una mañana atrozmente fría de noviembre, nos encontramos haciendo aquel viaje que habíamos hecho cien veces, para vender los fluidos de su cuerpo. El sistema de escape de humos del Pinto estaba roto, y como no paraba de filtrarse monóxido de carbono por los agujeros podridos del suelo, nos veíamos obligados a tener las ventanillas bajadas para no quedar gaseados. Marshall iba en el asiento de atrás, silencioso como un ratón y lleno de mocos por culpa de un resfriado, y yo me quité el abrigo como pude y se lo tiré. Seguía teniendo la cara pringada de restos secos de los cereales del día antes, que ya parecían adobe para la construcción, y la ropa nueva que Dee le había comprado la semana anterior ya estaba hecha una porquería.
El cielo húmedo y gris cubría el sur de Ohio como si fuera la piel de un cadáver. El paisaje era una hilera aparentemente interminable de edificios metálicos achaparrados y repletos de chatarra en venta: restos de moquetas, muebles usados y artesanía campestre. Como Dee había insistido en que condujera yo, me había contenido con las oxicodonas de la mañana y me sentía un poco más tenso de lo normal. Aun así, el aire frío que entraba por las ventanillas resultaba de lo más refrescante después de un mes encajonado dentro de la caravana. Mientras conducía, incluso me puse a buscar con la mirada negocios que pudieran ser buenos candidatos para entrar a robar en ellos.
Luego Dee empezó a hablar de sus gilipolleces, cosas sobre gente rica y famosa y sus vidas privadas. A juzgar por cómo describía sus deseos y sus defectos, alguien que no la conociera habría pensado que se codeaba con aquella gente. La hice callar y me puse a pensar en las dos pastillas de 80 miligramos que había guardado en la guantera para casos de emergencia.
—Pobre Brad —dijo en tono melancólico.
Pensé que estaba hablando de la mala suerte de mi primo; habían vuelto a detenerlo por robar tapacubos.
—Quita, dentro de tres meses estará en la calle. Ese tocapelotas puede aguantarlo sin pestañear.
—Brad Pitt, idiota.
—Que le jodan.
—Oh, créeme, amigo, ya me gustaría a mí.
—Ja, ésa sí que es buena. ¿Has oído eso, Marshall? Mierda, lo tienes más negro que el carbón.
—O a Tex —dijo, plantándome delante la cara grande y redonda—. ¿Qué me dices de Tex, capullo? Quizá me lo podrías arreglar con él.
—Como vuelvas a mencionar a ese hijoputa, te rompo los dientes —la amenacé, lamentando nuevamente haberle contado lo de la oferta de los dos mil pavos.
Y aunque era verdad que la noche de mi caída Tex me había llevado en coche al hospital en vez de aplastarme la cabeza, después había arruinado mi reputación y se había dedicado a contar por ahí que aquella noche detrás del drugstore me había puesto a suplicarle que no me matara y le había ofrecido chupársela a cambio de piedad. No pasaba día en que no rezara para que lo detuvieran.
Estábamos parados en un semáforo en rojo justo antes de entrar en Portsmouth cuando se nos paró al lado un Lexus plateado. Eché un vistazo y me quedé pasmado ante los ojos aguerridos y centelleantes de la mujer más espectacular que había visto jamás. La mujer nos miraba mientras hablaba entre risas por el móvil. No había un centímetro de ella que no irradiara dinero, felicidad y genes de calidad. Y aunque en el pasado me habría puesto a preguntarle a gritos si quería follar, ahora lo único que sentía era vergüenza de que aquella mujer me mirara. Llevaba el pelo grasiento y despeinado, los dientes cubiertos de porquería amarilla y unos tatuajes anticuados y sin sentido. Giré la cabeza y esperé a que cambiara la luz del semáforo.
Mientras el Lexus se alejaba a toda pastilla, solté el embrague resbaladizo del Pinto y empecé a sentir retortijones. Por culpa de los opiáceos, apenas comía nada que no fueran chocolatinas y helado, pero aquella mañana Dee había insistido en que paráramos en el McDonald’s para desayunar. Me había intoxicado con salsa de salchichas, galletas, McMuflins de huevo y batido de chocolate. Cuando llegamos al centro, ya sabía que no iba a poder aguantarme.
—Joder, para en algún sitio —dijo Dee.
Pero yo ya me veía incapaz de hacer frente a la gente. Lo único que veía era a aquella hermosa mujer del coche elegante mirándome con una mueca remilgada.
Intenté aguantarme, tensando los músculos y estrujando el volante con las dos manos, pero los dolores siguieron empeorando. Desesperado, me metí por un callejón y vi un contenedor de basura detrás de un viejo edificio de ladrillo. Pisé el freno a fondo y salí corriendo. Me metí detrás del contenedor metálico, me bajé los pantalones y lo solté todo. Por un segundo, el alivio fue mejor que ninguna droga, pero un momento después oí unos neumáticos que chirriaban sobre la grava y vi que se acercaba lentamente un coche de policía. Estaba atrapado, enseñándoles el culo flaco a los dos agentes que iban dentro. No había manera de parar: la porquería me chorreaba del culo como masa de tortitas. Los saludé tímidamente con la mano al tiempo que los maldecía en voz baja.
Mientras los polis salían del coche patrulla, intenté ponerme de pie, pero una nueva oleada de retortijones me obligó a acuclillarme otra vez. Vi salpicaduras de mierda en mis vaqueros, por dentro y por fuera.
—¿Qué demonios tenemos aquí, Larry? —dijo uno de los polis, un hombre mayor con la nariz roja y un bigote frondoso.
Se sacó una porra negra de la funda que llevaba en el cinturón.
Me volvió a salir un chorro de mejunje líquido y bajé la cabeza.
—No estoy seguro, Dave —respondió el otro, un joven de rasgos afilados, a quien le sobresalían los músculos de las mangas de la camisa—. Yo esto sólo se lo veo hacer en público a los perros. —Me echó un poco de grava encima de una patada—. ¿Eres un perro, cabrón asqueroso?
—No —conseguí articular.
—Cachéalo tú, Larry —ordenó el poli mayor soltando una risita—. Yo te cubro.
—Joder, no pienso tocar a ese guarro de mierda. Seguro que tiene sida o algo así.
Se quedaron mirándome un momento y luego el poli mayor dijo:
—Oye, cerdo, ¿dónde coño te crees que estás?
—En Portsmouth.
—Ponte de pie cuando te hablan —me mandó el poli joven.
—No puedo. Sigo descompuesto.
Entonces me apuntó con el arma.
—Te he dicho que te pongas de pie, cabronazo.
Me puse de pie, sujetándome los pantalones con las manos para que no se mancharan.
—Las manos arriba —dijo el poli mayor.
Me mordí el labio, levanté las manos y dejé caer los vaqueros al suelo.
—Ahora quiero que desfiles sin moverte del sitio, como si estuvieras en mi ejército —me ordenó el poli joven, dándole un codazo a su compañero—. ¿Sabes hacer eso, cerdo?
Los dos dieron un paso atrás. Levanté una rodilla, la bajé y aplasté mis vaqueros contra el charco cada vez más grande. Mientras levantaba la otra pierna, miré hacia Dee y la vi ponerse frente al volante con cara inexpresiva. Marshall se había tapado la cabeza con mi abrigo. Si pudiera haberle arrancado una pistola de la mano a uno de los polis, habría estado encantado de matarnos a todos en aquel momento.
—Por favor, agentes —dije, con la voz temblorosa—. No quiero problemas. Tengo a mi familia en el coche.
El poli mayor echó un vistazo al Pinto.
—Ve a comprobar la matrícula —le mandó a su compañero. Luego, mientras éste volvía al coche patrulla, me preguntó—: ¿De dónde eres, cerdo?
—De Meade. ¿Ya me puedo subir los pantalones?
—Todavía no.
Nos quedamos plantados en medio del frío hasta que el otro poli regresó y dijo que el coche estaba limpio.
—Muy bien, vuélvete de una puta vez a tu pueblo —dijo el poli mayor.
—Sí, y será mejor que te lo pienses dos veces antes de volver a cagarte en Portsmouth —añadió el musculoso.
Luego se partieron de risa mientras se dirigían al coche patrulla.
Me subí los pantalones, miré cómo echaban marcha atrás por el callejón y me acerqué a mi coche.
—Aquí no entras así —dijo Dee.
Miré a mi alrededor, saqué del contenedor una caja de cartón aplanada y la puse sobre el asiento del copiloto.
—¡Oh, Dios! —exclamó cuando entré en el coche y cerré la portezuela de un portazo—. Tendrías que suicidarte.
Tenía las manos y los vaqueros embadurnados de mierda. Abrí de golpe la guantera y busqué a tientas la oxicodona que me había traído.
—Todo va a ir bien —dije mientras masticaba las pastillas y trataba de calmarme.
—Oh, Marshall, ¿has oído eso? —le preguntó Dee en tono sarcástico—. Papá dice que todo va a ir como una puta seda.
Sacó el coche del callejón, se alejó una manzana y volvió a parar. Hasta con las ventanillas abiertas mi olor era para vomitar.
—Ve allí y límpiate —me ordenó Dee, señalando un restaurante chino que había en la otra acera.
—Ve a vender la puta sangre. No pienso ir a ninguna parte. Es tu puta culpa que me haya puesto enfermo.
Se dio la vuelta en el asiento y se puso a darme puñetazos frenéticos.
—Tendría que echarte del coche aquí mismo, hijo de la gran puta —gritó Dee.
—Vete a la mierda —le dije yo, agarrándole los puños—. Y baja la voz antes de que vuelvan esos putos polis.
—Nos vamos a casa —dijo, soltándose de mis manos y poniendo el coche en marcha.
—Y una puta mierda. Ve a la clínica.
—Es mi sangre, hijo de puta.
—Por el amor de Dios, Dee. Por favor.
—No. Las cosas tienen que cambiar.
Puso rumbo al norte por High; después de tanto jaleo, nos íbamos a casa con las manos vacías. Encendí mi último cigarrillo y me quedé mirando por la ventanilla. Cuando llegamos a Waverly, las pastillas que me había tragado ya me habían sumergido en un océano dulce y cálido. Durante los minutos siguientes, me planteé soñolientamente cambiar mi vida. Decidí que iba a dejar la oxicodona en cuanto se me acabara la receta que estaba usando. Con la terapia adecuada, podría conseguir un trabajo decente. Me imaginé de capataz de la construcción, e incluso de orientador para drogadictos. Nos largaríamos de la apestosa caravana y nos instalaríamos en una casa bonita. Nos imaginé yendo a la iglesia los domingos y a nuestro hijo cantando en el coro. Y me quedé dormido.
Al despertar, me encontré perdido y confundido. La oscuridad me rodeaba por completo y estaba tiritando de frío. Tardé un minuto o dos en darme cuenta de que estaba dentro del Pinto, aparcado delante de la caravana. Cuando me dispuse a salir, descubrí que tenía la caja de cartón pegada al culo.
Por unos segundos pensé que algún hijo de puta me había gastado una broma de mal gusto, pero luego me acordé del viaje a Portsmouth, de los polis del callejón y de la pelea con Dee. Me volví a recostar en el asiento, encendí el mechero y busqué otra pastilla. Pero la guantera estaba vacía. Luego, al salir del coche, me arranqué el cartón y me embadurné todavía más las manos con aquella porquería fría y pegajosa.
Subí dando tumbos al porche de cemento y, mientras me hurgaba los bolsillos en busca de la llave de casa, eché un vistazo por la ventana. Dee y Marshall estaban acurrucados juntos en el sofá como dos pajarillos felices. Estaban comiendo tostadas y las migas volaban en todas direcciones de tan deprisa que hablaba mi hijo. Vi cómo se le movían los labios, formando unas palabras que nunca le había oído decir. Pegué el oído a la puerta, con el corazón acelerado, y escuché su voz excitada y entrecortada. Por un momento me pareció estar presenciando una especie de milagro. Pero luego, allí plantado, empecé a percatarme de que Marshall había hablado siempre, sólo que no en mi presencia.
Me aparté de la puerta y di una bocanada profunda de aire frío. Me di cuenta de que me encontraba en uno de esos momentos de la vida en que es posible hacer grandes cosas si estás dispuesto a tomar la decisión adecuada. Pasó un coche, iluminándome con los faros, y de pronto supe qué hacer. Me imaginé perfectamente regresando al cabo de un par de años, limpio y listo para sacar adelante a mi familia. De pronto me acordé del frasco de oxicodona que había en el botiquín y me detuve. Levanté las manos inmundas y me embadurné primero la cara de mierda y luego el pelo. Di media vuelta, agarré el pomo de la puerta y metí la llave en la cerradura. Oí que dentro de la caravana todo quedaba triste y en silencio mientras abría la puerta, pero no me importó. Solamente una vez más, solamente una más antes de marcharme, necesitaba sentirme bendecido.
Kockemstiff, 2008.
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