Mi madre
estaba convencida de que iba a tener gemelos, pero luego sólo me tuvo a mí.
Parece ser que nadie esperaba el doble embarazo, en el pueblo estaban ya
acostumbrados a sus alocadas predicciones del futuro –predicciones que por
supuesto nunca se cumplían-. Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, de un
cáncer dicen, aunque creo que más bien lo mató mi madre con sus brujerías y
otros desvaríos mentales.
Yo me llamo
Luis Alberto, porque mi madre, incapaz de asumir los hechos, pensó hasta el
último de sus días que había dado a luz a dos hermosos niños: Luis, el mayor, y
Alberto, el pequeño. Cuando preguntaba por Alberto, que en su trastornada
imaginación era un muchacho débil y enfermizo, yo respondía con una voz febril;
y cuando llamaba a Luis (“el hombretón de la casa”) yo fingía una voz grave y enérgica.
Al principio me resultaba molesto dividirme en dos personas, era realmente
agotador ser mi propio hermano; después, con el paso de los años, aprendí a
sobrellevarlo. No obstante, la relación con mi inexistente hermano ha sido
siempre un tira y afloja; si yo decía blanco, él decía negro, si yo quería ir a
un sitio; él me obligaba a ir a otro, si me interesaba por una mujer, él se
encargaba de importunarla hasta que, atemorizada, salía huyendo. Se entienden,
pues, todas las peleas –algunas muy violentas- que hemos mantenido desde la
infancia.
Por una
reyerta me encuentro en este despreciable lugar. El juez no tuvo piedad al
dictar el veredicto: diez años de reclusión. Ahora sólo hay que esperar a que los
doctores averigüen quién fue el autor del crimen, si mi hermano gemelo o yo.
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