Todavía no
contaba yo los catorce cumplidos, y ni por casualidad habían visto mis ojos un
alfabeto, cuando ya sabía leer de corrido en varias cosas; por ejemplo: en las
hojas de un árbol, en la página movible de una fuente, en el brillante fondo de
un crepúsculo.
¡Qué
educación tan extraña la que me tocó en suerte! Aprendí “administración” de las
hormigas; “anatomía”, desollando con
evidente crueldad, a las lagartijas; “historia natural”, admirando el vestido
de los insectos; “astronomía”, mirando las musarañas; “náutica”, cruzando a
nado grandes distancias del mar que rompe en mi país; “antropología”, visitando
las grutas en persecución de las águilas; “música” oyendo los aguaceros;
“escultura”, buscando parecido a los seres en las líneas de las rocas; “color”
en la luz; “poesías”, en toda la Naturaleza.
Efecto de mi
perpetua soledad enfrente de árboles, ríos, mares y montañas, llegué a tener
amores, a los catorce años, con todas las mariposas que deslumbraban mis ojos,
con todas las fuentes que me dan de
balde su música y con todas las lejanías del cielo que se teñían de púrpura
para morir.
Pues bien:
en estas condiciones yo tenía un burro.
Un burro
retozón, inquieto, vivo, flexible de remos y de “voluntad”. Conocía yo a maravilla
sus gustos, que eran no trabajar y andar de cañada en ladera tras de los buenos
y abundantes pastos. No he conocido a una sola persona que no tenga los mismos
gustos del burro, si se sustituye lo del pasto por el “pan nuestro de cada
día”. Cuando de un salto me montaba sobre los lomos del asno, él ponía en
ejecución los compases más armoniosos de su paso; iba orgulloso de mí, como un
gran elefante que condujera sobre el enorme dorso una carga de riquezas. Yo le
buscaba hierba, lo llevaba a abrevar en las pozas más claras, lo guarecía en verano
del sol metiéndolo bajo las higueras cargadas de cigarras, lo soleaba en
invierno buscándole los sitios abrigados del aire…
El excitante
de un terrón de azúcar, de un pedazo de pan, de un manojo de saludables
espigas, lo hacía acudir a mi llamamiento y hasta lamerme las manos. Con este
trato compasivo, el burro brillaba como una joya: su pelo era de seda; su
agilidad, extremada, su “entendimiento”, casi humano, pues había aprendido a
ser trapacero, ladrón malicioso, y más cosas propias de nuestra especie; me
tenía “agradecimiento”, pero no respeto, y de ahí que me jugase muchas malas
pasadas. Mi rocín era el más notable de todos los rocines del pueblo.
Pues esta
alhaja en clase de burros, este mimado animal, llegó un día en que en mi casa,
en mi pobre casa, hubo necesidad de venderlo. ¡Qué tristes se quedaron los
campos sin sus juegos desatentados y locos! Yo no sabía qué hacerme durante los
primeros días, en la soledad de mis montañas, sin aquel bruto a quien cuidar y
a quien coger los más frescos haces de hierbas. ¿Adónde había ido a parar? Ni
siquiera quise averiguar quién adquirió aquella bestia criada por mí en las
praderas verdes y hermosas. ¡Pobre Careto!
Pasó el
tiempo. Mi padre decidió echarme a arriero, determinóse a lanzarme a esa vida
trabajosa y horrible en lucha con las bestias y con las pobrezas y
contrariedades del mundo.
-Prepárate,
porque te echarás a la carretera este año- díjome mi padre.
Y yo me
quedé reflexionando en que no necesitaba aprobar muchas asignaturas para
aparejar una bestia, echarle encima dos tercios de cajas de pasas, clavarme la
vara en el cinto y decir: “¡Arre, burro!”
Adiós mis
religiosos amores con la Naturaleza, adiós mi perpetuo sonambulismo de
poeta-niño, embelesado y absorto ante las sangrientas agonías del sol, ante las
líneas fantásticas de las cordilleras, ante los cañaverales que sonaban como
flautas de un idilio, ante los hilos de las arañas tramados como redes de luz,
ante el misterio indescriptible de los nidos, de los olivos en flor, de las
fuentes con su rezumar músico y sonoro, de las cuencas llenas de lobreguez y de
miedos… ¡Adiós a todo, porque de la obra de mi vida había acabado el acto de
exposición e iba a empezar el del drama!
Llegó el día
en que me armé arriero andante, y muy antes de que viniese el alba, ya tenía yo
puestas a la vereda las caballerías que a la sazón había en la cuadra, cada una
de ellas con sus ocho cajas a los lomos y dispuesta a salvar las cuatro leguas
que había de mi pueblo a la por mí tantas veces apetecida Málaga.
Era aquella
salida el primer vistazo que yo iba a dar al mundo, la primera vez que iba a
asomarme al panorama de lo espléndido y vario, y mi corazón aporraceaba como
campana por la emoción de tantas maravillas.
Acostumbrado
a no separarme de mi aldea, a pasar los años haciendo vida de embelesamiento y
de contemplación a la orilla de los hormigueros, y recibiendo en el alma, como
una esponja abierta, todos los sagrados misterios de la tierra, yo no sabía qué
era el mundo, qué era el comercio de los hombres, qué eran una máquina, un
vehículo, un palacio, un inmenso cuadro de seres.
Pronto iba a
descorrerse la cortina, pronto iba a rasgarse el telón maravilloso, para que
cayeran mis ojos sobre tantos prodigios.
Batieron las
bestias con los cascos el suelo, me despedí de mi madre, que lloraba; de mi
padre, que me daba ánimos; de mis hermanos pequeños, que me decían con voces de
ángeles:
-¿Qué me vas
a traer?
-¿Y a mí?
-A mí, pan
blanco.
-A mí, un
sombrero.
-A mí, una
guitarra.
Todos estos
encargos me hacían mis pequeñuelos, y partí.
Partí
palpando con pies y manos las piedras puestas de punta de los caminos, pues era
aún de noche, dejándome túrdigas de
los dedos en las breñas, cabellos en las zarzas, sangre de mi cuerpo en la
tierra. En sentimiento tenía un nudo en mi garganta. Gané la distante sierra
oyendo el resoplido de las bestias, que venteaban en la sombra la senda y
“adivinaban” el camino, rodeado de vertientes horribles. Por fin, toqué la más
alta cresta. La luz de la mañana alumbró débilmente el lejano pueblo, la aldea
llena de mis alegrías y tristezas. Di un adiós a aquel altar de mi niñez, que
se “acristaló” a través de mi llanto, y traspuse la cordillera.
Ya estaba
dentro del mundo.
Sin
preparación alguna, de pronto, inesperadamente, surgió ante mi deslumbrada
vista un portento, “prodigio azul”, una maravilla soberbia: era el mar, que se
extendía cantando su gloria en el fondo de aquellos bastidores de montañas, y
un pueblo de olas rodaba por su superficie, amotinado, revuelto, corriendo a
estrellarse con desatentada furia en los peñascos. Mi corazón aceleró su latido
a la vista de cosa tan grande.
Había yo
visto el ritmo tipográfico de las líneas de una página de versos, y las olas,
con su euritmia sonante, con su
compás grandilocuente y magnífico, me parecieron versos también, versos del
poema de Dios.
En las vías
que en hileras interminables se abrían
en grandes lienzos verdes a uno y otro lado creí ver también el ritmo,
el verso, la armonía del mundo, a la cual lo creía todo sujeto. Los árboles,
plantados a compás, las filas de dulces cañas, el telégrafo con sus palos a
iguales distancias, el paso uniforme de las cabalgaduras, la cadencia de las
coplas que los arrieros entonaban en la carretera por donde iban hacia la capital
veinte pueblos con los productos de los campos: todo penetró en mis oídos como
una armonía magnífica y grande, digna de la idea que yo acariciaba del mundo y
de sus seres.
Fascinado
por el canto robusto y valiente de la vida, vi pasar pueblos alegres delante de
mis ojos, vi cruzar como relámpagos las atronadoras diligencias, con los
estrépitos y fanfarrias de su cascabelería loca y triunfal; oí acentos
distintos, contemplé rostros diversos, me llené de sagrado terror ante los
barcos que surcaban las olas con el juego de sus turgentes velas al viento, y
percibí allá, del lado de la capital, un grave concierto de campanas broncas
que me hablaban de una soñada Babilonia, de algo desmesuradamente grandioso que
se esfumaba en los límites de mi ensanchada y palpitante fantasía.
De pronto,
entre aquel caluroso río de bestias y cargas, cayó uno de los brutos más
débiles, uno que llevaba más peso del que podía soportar; tan extenuado y
mísero se hallaba, tan consumido por el excesivo trabajo, y de tal modo se acusaba
el engranaje de sus huesos a través de su piel en carne viva…, que arrancó una
carcajada brutal de cuantos lo vieron caer en tierra.
-¡Eh, tú,
aprovecha el esqueleto pa un guijarro!- dijo al dueño del animal caído un
arriero que pasaba.
-¡Ea, tápale
la boca pa que no se le vaya el espíritu!
-No le tires
del jopo, que te vas a quedar con él en las manos.
-Entónale un
responso.
-Él ha gano;
angelitos al cielo.
-Con
jerraúras y to va a entrá en la gloria.
Todas esas
frases de “misericordia” fueron dirigidas a aquella fuerza que cesaba, a aquel
impulso noble que caía, a aquel pobre animal explotado hasta hacerlo dar bajo
la carga.
El dueño,
que montaba en otra bestia vacía, dijo:
-Lo quería
apurar de una vez, y le eché tanta carga, que se le han quitao las ganas de
viví.
Y con la
ayuda de varios hombres fueron apartados carga y aparejo al caído y colocados
sobre otra bestia, que el dueño llevaba a prevención.
Al quedar
desnudo el flaquísimo asno, redoblaron los dimes y diretes.
-Ya pués
arrancarle la piel pa un mapa.
-Zí; aquella
mataúra ez América: la otra, Zebastopó; la e más ayá, la China; toas las partes
del mundo las yeva y no ha poío con una carga e cajaz.
De la
chacota pasaron los que detrás venían a los golpes de vara. Uno le dio dos
palos tales en la cabeza, que el animal hizo por huir de la muerte; otro hombre
le cortó el hopo, y dijo que era
para un relicario.
El dueño
siguió adelante, sin cuidarse más del burro que de lo que en Roma estuviese
pensando el Papa.
Súbitamente
oyóse un gran tumulto que venía en medio de la marejada de gente: eran arrieros
borrachos. Provisto uno de una larga calabaza llena de vino, que dijo era el hisopo, regó el cuerpo del asno y cantó
en voz profunda y cavernosa:
-¡Pazter
nozter!
-¡Dominuz
bobizco!- respondieron todos los hombres a coro.
Y empezaron
a simular unas exequias.
-E ne no zen
du casi tentazione.
-Ze
liberanoz a malo.
Y cayó sobre
aquella pobre bestia, que había agotado su vida en servir a la especie humana,
la más espesa lluvia de palos y patadas.
-¡Aparta, infeliz!
-¡Euzadi
orazione mea!
Nuevo
aguacero de varazos, más recio y firme que el anterior.
El animal,
en las ansias de la muerte, movía la cabeza como un péndulo y sangraba por la
boca y las orejas.
Pasado un
instante, sacaron los arrieros los cuchillos.
-No-dijo uno
de los borrachos-; antes vamos a atarlo con una zoga a un carro pa que lo
arraztre.
Y en menos
tiempo del en que se dice, fue amarrado a un carro, cuyo dueño consintió en que
fuese atado el moribundo, no sin abrir el bárbaro carrero, con una carcajada
espantosa, su boca brutal y salvaje.
Entonces
ocurrió una cosa imponente: al ritmo de una canción canallesca, entonada por
trescientas gargantas roncas, se precipitó el torbellino de hombres detrás de
la carrera desatenta del carro, revolviendo en el aire las varas, poniendo los
brazos en alto, al aire los torsos membrudos, y revueltos en una tromba de
polvo.
Rompióse la
soga de que iba amarrado el animal, y el tropel pasó por encima en
amontonamiento espantoso.
Yo caí
revuelto con el torbellino, que me había llevado en vilo sobre la carretera.
El burro
todavía respiraba.
Para acabar
con él, levantó uno de los hombres la mano, armada de un largo cuchillo, y lo
hundió en el cuerpo exánime, hasta
el mango. La acción provocó una carcajada.
Ciego ya por
la indignación más terrible, convulso hasta castañetear los dientes de coraje,
tembloroso de pies a cabeza y trepidando en un erizamiento nervioso, me arrojé,
con mis quince años, en medio de aquel círculo de fieras, y evité la segunda
puñalada al burro, que ya venía relampagueando por el aire.
-Si alguien
vuelve a tocarlo, tiene que matarme antes a mí.
-¡Ay el
mocete!-exclamó el de la ensangrentada hoja, algo sorprendido-.¿Ez uzted acaso
pariente suyo?
-No; lo
defiendo para que no se quede usted huérfano.
Sucedió
entonces lo más extraordinario. Al hallarme cerca de la bestia, al tocarla, al
hacerle, por un movimiento de memoria mecánica de mis manos, las caricias que
le prodigué tantas veces al burro que yo crié en las faldas de mis montañas, el
que estaba caído al lado mío se estremeció, lanzó un gemido con más expresión
de dolor que pudiera lanzarlo uno de aquellos salvajes, y me dirigió una mirada
en la que parecía correr las lágrimas.
-¡Careto!-exclamé,
reconociendo al pobre animal de mi aldea, el cual había visto en mí a su
antiguo amo.
Sobreponiéndose,
en un último esfuerzo, a la muerte, casi logró alzarse de la tierra; pero
vacilaron sus patas endebles, dejó ir un caño de sangre por la herida, volvió a
lamer mis manos, y murió.
Después,
todo aquel río de gente siguió su camino hacia Málaga con la algazara y la
alegría de quien va en una fiesta atronadora.
Este fue mi
primer asomo al mundo, la primera impresión que de él recibí. Y desde entonces,
cuando caen en el surco de la vida un hombre de fortuna o un mendigo, un
artista o un rey, veo que con palos o con piedras, con lenguas o con plumas
corre a acabar con ellos el salvaje tropel de lobos humanos.