martes, 28 de octubre de 2014

Aguafuerte. Salvador Rueda. Cuento.




Todavía no contaba yo los catorce cumplidos, y ni por casualidad habían visto mis ojos un alfabeto, cuando ya sabía leer de corrido en varias cosas; por ejemplo: en las hojas de un árbol, en la página movible de una fuente, en el brillante fondo de un crepúsculo.
¡Qué educación tan extraña la que me tocó en suerte! Aprendí “administración” de las hormigas; “anatomía”, desollando con evidente crueldad, a las lagartijas; “historia natural”, admirando el vestido de los insectos; “astronomía”, mirando las musarañas; “náutica”, cruzando a nado grandes distancias del mar que rompe en mi país; “antropología”, visitando las grutas en persecución de las águilas; “música” oyendo los aguaceros; “escultura”, buscando parecido a los seres en las líneas de las rocas; “color” en la luz; “poesías”, en toda la Naturaleza.
Efecto de mi perpetua soledad enfrente de árboles, ríos, mares y montañas, llegué a tener amores, a los catorce años, con todas las mariposas que deslumbraban mis ojos, con todas las fuentes que me dan de balde su música y con todas las lejanías del cielo que se teñían de púrpura para morir.
Pues bien: en estas condiciones yo tenía un burro.
Un burro retozón, inquieto, vivo, flexible de remos y de “voluntad”. Conocía yo a maravilla sus gustos, que eran no trabajar y andar de cañada en ladera tras de los buenos y abundantes pastos. No he conocido a una sola persona que no tenga los mismos gustos del burro, si se sustituye lo del pasto por el “pan nuestro de cada día”. Cuando de un salto me montaba sobre los lomos del asno, él ponía en ejecución los compases más armoniosos de su paso; iba orgulloso de mí, como un gran elefante que condujera sobre el enorme dorso una carga de riquezas. Yo le buscaba hierba, lo llevaba a abrevar en las pozas más claras, lo guarecía en verano del sol metiéndolo bajo las higueras cargadas de cigarras, lo soleaba en invierno buscándole los sitios abrigados del aire…
El excitante de un terrón de azúcar, de un pedazo de pan, de un manojo de saludables espigas, lo hacía acudir a mi llamamiento y hasta lamerme las manos. Con este trato compasivo, el burro brillaba como una joya: su pelo era de seda; su agilidad, extremada, su “entendimiento”, casi humano, pues había aprendido a ser trapacero, ladrón malicioso, y más cosas propias de nuestra especie; me tenía “agradecimiento”, pero no respeto, y de ahí que me jugase muchas malas pasadas. Mi rocín era el más notable de todos los rocines del pueblo.
Pues esta alhaja en clase de burros, este mimado animal, llegó un día en que en mi casa, en mi pobre casa, hubo necesidad de venderlo. ¡Qué tristes se quedaron los campos sin sus juegos desatentados y locos! Yo no sabía qué hacerme durante los primeros días, en la soledad de mis montañas, sin aquel bruto a quien cuidar y a quien coger los más frescos haces de hierbas. ¿Adónde había ido a parar? Ni siquiera quise averiguar quién adquirió aquella bestia criada por mí en las praderas verdes y hermosas. ¡Pobre Careto!
Pasó el tiempo. Mi padre decidió echarme a arriero, determinóse a lanzarme a esa vida trabajosa y horrible en lucha con las bestias y con las pobrezas y contrariedades del mundo.
-Prepárate, porque te echarás a la carretera este año- díjome mi padre.
Y yo me quedé reflexionando en que no necesitaba aprobar muchas asignaturas para aparejar una bestia, echarle encima dos tercios de cajas de pasas, clavarme la vara en el cinto y decir: “¡Arre, burro!”
Adiós mis religiosos amores con la Naturaleza, adiós mi perpetuo sonambulismo de poeta-niño, embelesado y absorto ante las sangrientas agonías del sol, ante las líneas fantásticas de las cordilleras, ante los cañaverales que sonaban como flautas de un idilio, ante los hilos de las arañas tramados como redes de luz, ante el misterio indescriptible de los nidos, de los olivos en flor, de las fuentes con su rezumar músico y sonoro, de las cuencas llenas de lobreguez y de miedos… ¡Adiós a todo, porque de la obra de mi vida había acabado el acto de exposición e iba a empezar el del drama!
Llegó el día en que me armé arriero andante, y muy antes de que viniese el alba, ya tenía yo puestas a la vereda las caballerías que a la sazón había en la cuadra, cada una de ellas con sus ocho cajas a los lomos y dispuesta a salvar las cuatro leguas que había de mi pueblo a la por mí tantas veces apetecida Málaga.
Era aquella salida el primer vistazo que yo iba a dar al mundo, la primera vez que iba a asomarme al panorama de lo espléndido y vario, y mi corazón aporraceaba como campana por la emoción de tantas maravillas.
Acostumbrado a no separarme de mi aldea, a pasar los años haciendo vida de embelesamiento y de contemplación a la orilla de los hormigueros, y recibiendo en el alma, como una esponja abierta, todos los sagrados misterios de la tierra, yo no sabía qué era el mundo, qué era el comercio de los hombres, qué eran una máquina, un vehículo, un palacio, un inmenso cuadro de seres.
Pronto iba a descorrerse la cortina, pronto iba a rasgarse el telón maravilloso, para que cayeran mis ojos sobre tantos prodigios.
Batieron las bestias con los cascos el suelo, me despedí de mi madre, que lloraba; de mi padre, que me daba ánimos; de mis hermanos pequeños, que me decían con voces de ángeles:
-¿Qué me vas a traer?
-¿Y a mí?
-A mí, pan blanco.
-A mí, un sombrero.
-A mí, una guitarra.
Todos estos encargos me hacían mis pequeñuelos, y partí.
Partí palpando con pies y manos las piedras puestas de punta de los caminos, pues era aún de noche, dejándome túrdigas de los dedos en las breñas, cabellos en las zarzas, sangre de mi cuerpo en la tierra. En sentimiento tenía un nudo en mi garganta. Gané la distante sierra oyendo el resoplido de las bestias, que venteaban en la sombra la senda y “adivinaban” el camino, rodeado de vertientes horribles. Por fin, toqué la más alta cresta. La luz de la mañana alumbró débilmente el lejano pueblo, la aldea llena de mis alegrías y tristezas. Di un adiós a aquel altar de mi niñez, que se “acristaló” a través de mi llanto, y traspuse la cordillera.
Ya estaba dentro del mundo.
Sin preparación alguna, de pronto, inesperadamente, surgió ante mi deslumbrada vista un portento, “prodigio azul”, una maravilla soberbia: era el mar, que se extendía cantando su gloria en el fondo de aquellos bastidores de montañas, y un pueblo de olas rodaba por su superficie, amotinado, revuelto, corriendo a estrellarse con desatentada furia en los peñascos. Mi corazón aceleró su latido a la vista de cosa tan grande.
Había yo visto el ritmo tipográfico de las líneas de una página de versos, y las olas, con su euritmia sonante, con su compás grandilocuente y magnífico, me parecieron versos también, versos del poema de Dios.
En las vías que en hileras interminables se abrían  en grandes lienzos verdes a uno y otro lado creí ver también el ritmo, el verso, la armonía del mundo, a la cual lo creía todo sujeto. Los árboles, plantados a compás, las filas de dulces cañas, el telégrafo con sus palos a iguales distancias, el paso uniforme de las cabalgaduras, la cadencia de las coplas que los arrieros entonaban en la carretera por donde iban hacia la capital veinte pueblos con los productos de los campos: todo penetró en mis oídos como una armonía magnífica y grande, digna de la idea que yo acariciaba del mundo y de sus seres.
Fascinado por el canto robusto y valiente de la vida, vi pasar pueblos alegres delante de mis ojos, vi cruzar como relámpagos las atronadoras diligencias, con los estrépitos y fanfarrias de su cascabelería loca y triunfal; oí acentos distintos, contemplé rostros diversos, me llené de sagrado terror ante los barcos que surcaban las olas con el juego de sus turgentes velas al viento, y percibí allá, del lado de la capital, un grave concierto de campanas broncas que me hablaban de una soñada Babilonia, de algo desmesuradamente grandioso que se esfumaba en los límites de mi ensanchada y palpitante fantasía.
De pronto, entre aquel caluroso río de bestias y cargas, cayó uno de los brutos más débiles, uno que llevaba más peso del que podía soportar; tan extenuado y mísero se hallaba, tan consumido por el excesivo trabajo, y de tal modo se acusaba el engranaje de sus huesos a través de su piel en carne viva…, que arrancó una carcajada brutal de cuantos lo vieron caer en tierra.
-¡Eh, tú, aprovecha el esqueleto pa un guijarro!- dijo al dueño del animal caído un arriero que pasaba.
-¡Ea, tápale la boca pa que no se le vaya el espíritu!
-No le tires del jopo, que te vas a quedar con él en las manos.
-Entónale un responso.
-Él ha gano; angelitos al cielo.
-Con jerraúras y to va a entrá en la gloria.
Todas esas frases de “misericordia” fueron dirigidas a aquella fuerza que cesaba, a aquel impulso noble que caía, a aquel pobre animal explotado hasta hacerlo dar bajo la carga.
El dueño, que montaba en otra bestia vacía, dijo:
-Lo quería apurar de una vez, y le eché tanta carga, que se le han quitao las ganas de viví.
Y con la ayuda de varios hombres fueron apartados carga y aparejo al caído y colocados sobre otra bestia, que el dueño llevaba a prevención.
Al quedar desnudo el flaquísimo asno, redoblaron los dimes y diretes.
-Ya pués arrancarle la piel pa un mapa.
-Zí; aquella mataúra ez América: la otra, Zebastopó; la e más ayá, la China; toas las partes del mundo las yeva y no ha poío con una carga e cajaz.
De la chacota pasaron los que detrás venían a los golpes de vara. Uno le dio dos palos tales en la cabeza, que el animal hizo por huir de la muerte; otro hombre le cortó el hopo, y dijo que era para un relicario.
El dueño siguió adelante, sin cuidarse más del burro que de lo que en Roma estuviese pensando el Papa.
Súbitamente oyóse un gran tumulto que venía en medio de la marejada de gente: eran arrieros borrachos. Provisto uno de una larga calabaza llena de vino, que dijo era el hisopo, regó el cuerpo del asno y cantó en voz profunda y cavernosa:
-¡Pazter nozter!
-¡Dominuz bobizco!- respondieron todos los hombres a coro.
Y empezaron a simular unas exequias.
-E ne no zen du casi tentazione.
-Ze liberanoz a malo.
Y cayó sobre aquella pobre bestia, que había agotado su vida en servir a la especie humana, la más espesa lluvia de palos y patadas.
-¡Aparta, infeliz!
-¡Euzadi orazione mea!
Nuevo aguacero de varazos, más recio y firme que el anterior.
El animal, en las ansias de la muerte, movía la cabeza como un péndulo y sangraba por la boca y las orejas.
Pasado un instante, sacaron los arrieros los cuchillos.
-No-dijo uno de los borrachos-; antes vamos a atarlo con una zoga a un carro pa que lo arraztre.
Y en menos tiempo del en que se dice, fue amarrado a un carro, cuyo dueño consintió en que fuese atado el moribundo, no sin abrir el bárbaro carrero, con una carcajada espantosa, su boca brutal y salvaje.
Entonces ocurrió una cosa imponente: al ritmo de una canción canallesca, entonada por trescientas gargantas roncas, se precipitó el torbellino de hombres detrás de la carrera desatenta del carro, revolviendo en el aire las varas, poniendo los brazos en alto, al aire los torsos membrudos, y revueltos en una tromba de polvo.
Rompióse la soga de que iba amarrado el animal, y el tropel pasó por encima en amontonamiento espantoso.
Yo caí revuelto con el torbellino, que me había llevado en vilo sobre la carretera.
El burro todavía respiraba.
Para acabar con él, levantó uno de los hombres la mano, armada de un largo cuchillo, y lo hundió en el cuerpo exánime, hasta el mango. La acción provocó una carcajada.
Ciego ya por la indignación más terrible, convulso hasta castañetear los dientes de coraje, tembloroso de pies a cabeza y trepidando en un erizamiento nervioso, me arrojé, con mis quince años, en medio de aquel círculo de fieras, y evité la segunda puñalada al burro, que ya venía relampagueando por el aire.
-Si alguien vuelve a tocarlo, tiene que matarme antes a mí.
-¡Ay el mocete!-exclamó el de la ensangrentada hoja, algo sorprendido-.¿Ez uzted acaso pariente suyo?
-No; lo defiendo para que no se quede usted huérfano.
Sucedió entonces lo más extraordinario. Al hallarme cerca de la bestia, al tocarla, al hacerle, por un movimiento de memoria mecánica de mis manos, las caricias que le prodigué tantas veces al burro que yo crié en las faldas de mis montañas, el que estaba caído al lado mío se estremeció, lanzó un gemido con más expresión de dolor que pudiera lanzarlo uno de aquellos salvajes, y me dirigió una mirada en la que  parecía correr las lágrimas.
-¡Careto!-exclamé, reconociendo al pobre animal de mi aldea, el cual había visto en mí a su antiguo amo.
Sobreponiéndose, en un último esfuerzo, a la muerte, casi logró alzarse de la tierra; pero vacilaron sus patas endebles, dejó ir un caño de sangre por la herida, volvió a lamer mis manos, y murió.
Después, todo aquel río de gente siguió su camino hacia Málaga con la algazara y la alegría de quien va en una fiesta atronadora.

Este fue mi primer asomo al mundo, la primera impresión que de él recibí. Y desde entonces, cuando caen en el surco de la vida un hombre de fortuna o un mendigo, un artista o un rey, veo que con palos o con piedras, con lenguas o con plumas corre a acabar con ellos el salvaje tropel de lobos humanos.


jueves, 23 de octubre de 2014

Instrucciones para cantar. Julio Cortázar. Microrrelato.



Empiece por romper los espejos de su casa, deje caer los brazos, mire vagamente la pared, olvídese. Cante una sola nota, escuche por dentro. Si oye (pero esto ocurrirá mucho después) algo como un paisaje sumido en el miedo, con hogueras entre las piedras, con siluetas semidesnudas en cuclillas, creo que estará bien encaminado, y lo mismo si oye un río por donde bajan barcas pintadas de amarillo y negro, si oye un sabor de pan, un tacto de dedos, una sombra de caballo.
Después compre solfeos y un frac, y por favor no cante por la nariz y deje en paz a Schumann.


De Historias de Cronopios y famas. 


 

Fe y milagros en la octava dimensión. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.



Los habitantes de la octava dimensión somos seres sin fe, desesperados. ¿Cómo mantener la fe, si nunca encontramos un milagro?
El milagro sería no volver a soportar la lluvia de fuego, esa que lo arrasa todo, pero que siempre llega. No podemos precisar cuándo, a veces el tiempo entre dos lluvias permite varias cosechas, pero otras, preludio de hambre y muerte, las gotas caen cuando las plantas solo son brotes, pequeños, delicados, que arden rápido bajo el calor del fuego.
Siempre ocurre de la misma manera, el cielo se oscurece, de rojo pasa a granate, luego azul, morado y negro. Las nubes se amontonan, se aprietan, se estrangulan, y al rozarse lanzan chispas que chirrían y forman gotas de fuego que caen sobre la tierra sin importar lo que atraviesan, hojas, cuerpos o alas.
Para nosotros es el terror ver oscurecerse el cielo, asistir a ese trenzado devastador de las nubes; pero aun más nos sobrecoge el chillido metálico de los cuervos blancos. Su alarido de pavor comienza horas antes y se mantiene en los pocos minutos que dura la lluvia.  Miles de chillidos se elevan al mismo tiempo, ensordecen nuestros oídos y nos dejan aturdidos y aterrorizados, ocultos en las cuevas.
Pasada la tormenta las aves dejan de chillar, todas al mismo tiempo, pero aun las podemos oír, vibrando en nuestro interior, por mucho rato.
Salimos de las cuevas y añadimos al espanto otro espanto más, la visión de los árboles ardiendo, las ramas retorciéndose despacio, como pidiendo ayuda o clemencia.
Todo alrededor es fuego,  hogueras que antes eran nuestro hogar, esas pequeñas casas volviendo a ser cenizas,  nada negra.
Pero hoy soy un ser con fe, camino entre las cenizas y descubro el milagro de la flor blanca. Tiene pétalos pequeños, apretados, con puntitos amarillos, naranjas y negros. Es una flor preciosa, prodigio natural, que crece entre ceniza muerta. Su milagro me conmueve, ¿se puede abrazar a una flor? yo la abrazo, y parece temblar entre mis manos como tiemblo yo mientras las nubes se amontonan allá arriba y empezamos a escuchar el graznido desesperado de los cuervos, que nos avisan de que acabó el milagro, de que llega otra vez la lluvia mortal, de fuego.