Quien
le reclamaba la mitad de la huerta era el Doctor Quijada, Doctor en
Leyes como él, e Inquisidor de Valladolid, y entonces su amigo más
cercano, el cirujano Contreras le aconsejaba que se plegase y no
pensase en pleitear por muy buenas razones que tuviera, porque
¿acaso no le había confesado un día que había recibido en
herencia esta huerta de una abuela o tatarabuela suya que ni él
recordaba cómo se llamaba, pero sí que el padre de esa abuela o
bisabuela se llamaba don Moysén. De manera que, con un abuelo así
que no se podía nombrar, ¿cómo iba a andar sacando sus escrituras?
-Entre
gentes de sangres limpias, como nosotros –decía el Doctor Quijada-
debemos arreglar estas cuestiones lo mejor posible. Y no me quitaría
yo en abonar algunos dineros a Vuesa Merced por mitad de esa huerta
que siempre se tuvo por nuestra en la familia.
Y
él contestó que no se apartaba de discutir lo que hubiera que
discutir, pero no comprendía por qué el señor Inquisidor se había
encaprichado de la mitad de su huerta y mucho menos comprendía por
qué le recitaba siempre un parentesco estrecho en sus familias, y
gracias al cual la mitad de la huerta correspondía a cada uno de
ellos.
-También
podemos discutir sobre nuestras familias. Hasta Job se puso a
discutir con Dios y Dios con él –argumentó el Doctor Quijada
-Pero
olvida Vuestra Señoría, señor Doctor, que Job se quejaba con
amargura de que Dios quiera discutir con él, porque Dios era Dios y
él Job, sólo polvo y ceniza.
Y
añadió:
-O
todavía menos, “hebel” o humo o vapor de agua, como decía el
Génesis.
Entonces
el Doctor Quijada hizo un gran silencio, y luego, mostrando una gran
sonrisa dijo:
-¿Así
que sabéis que Job se quejaba de ese modo, y que la Biblia Hebrea
llama “hebel” al hombre y al mundo? Es interesante,
verdaderamente.
Tornó
a callarse un gran tiempo, pero se iba adelgazando tanto el silencio,
y tanto estuvieron los ojos del uno buscando y rehuyendo los del
otro, que ese silencio se quebró y desde la estancia se oía el
gritar de los vencejos al final de una tarde calurosa, y luego
también se oyó el ladrido de un perro; y el Doctor Quijada volvió
a sonreír, mientras a él le temblaban las piernas. Y entonces,
finalmente, en voz muy baja concluyó diciendo que, pensándolo bien
le cedía a Su Señoría la huerta entera. Y el Doctor Quijada volvió
a sonreír, y luego dijo:
-En
realidad no me interesa vuestra huerta ni partida ni entera. Lo que
nos interesaba a los señores Inquisidores era saber si erais y sois
“de ellos”, pese a vuestro apellido postizo; y ya lo he
comprobado. No quiero más de vos. Podéis iros.
Él
quedó anonadado y apenas si pudo levantarse del asiento. Tardó
mucho en llegar a su casa que era casi paredaña con la del señor
Inquisidor, y allí se metió en la cama de la que no volvió a
levantarse, y al cabo de unos meses murió. El señor Inquisidor fue
a dar el pésame a la mujer y al hijo de su vecino, y al despedirse
dijo:
-Si
hubiéramos discutido el asunto, como Job y Dios discutieron todo se
hubiera arreglado y él no tendría que haber muerto.
Pero
ni Doña Sara, la viuda del difunto, ni su hijo Moysén, dijeron nada
a esto, sino que ellos también le regalaban la huerta entera al
señor Inquisidor, y esa misma noche se fueron de Sefarad con unos
arrieros flamencos, aunque no sin haber sembrado secretamente de sal
la tierra de la huerta, y haber envenenado el pozo. Y en cinco siglos
aquel terreno no puede sembrarse ni aquel agua beberse, ni tampoco
puede edificarse sobre él. Sólo hay un peral seco, pero que nadie
se ha atrevido a cortar, y aquel pago se llama “la huerta de Job”,
que no pertenece a nadie, y figura como un baldío...
¿Dónde está publicado este cuento?
ResponderEliminar