Somos
pobres. Nunca hemos podido tener un perro. ¡Y nos gustan tanto! Por
eso decidimos turnarnos: cada uno haría de perro un día entero.
Al
principio nos dio un poco de vergüenza, sobre todo a mis padres. Lo
imitaban muy mal. Algún ladrido y mucho olfatear. Yo era el que más
gozaba, orinando donde quería.
Pero
se convirtió en una fiesta. Esperábamos que nos tocara, nerviosos.
La noche antes ya se nos escapaba algún grrrr, algún guau.
Mamá no se ocupaba de la casa. Papá no iba al trabajo. Yo me
salvaba de la escuela. Y ellos se divertían más que yo, saltándose
las reglas, mordiéndose y lamiéndose y rascándose y montándose
encima y revolcándose, aunque a los dos no les tocara ser perro. Les
decía que era trampa. Me mandaban al cuarto.
La
casa está hecha un asco. A papá lo botaron. Yo tengo que ir a
clases todas las mañanas y luego las tareas. «Otro día haces de
perro», me dicen, «otro día», riéndose.
No
es justo.
El guardián del museo. Julio Miranda, 1992.
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