Estiré
la mano y lo toqué. Sobresaltado encendí la lámpara y... allí
estaba, flotando a unos centímetros del piso, con su título
reluciente: Cien años de soledad.
Lentamente
me acerqué y cuando creí que eran el momento y la distancia
apropiados me descargué sobre él. Inútil. Permaneció suspendido
en el aire. Al cabo de cierto tiempo - y sin que mediara mi
intervención - se posó en el piso. Lo palpé y lo releí renglón
por renglón, cuidadosamente. Todo igual, excepto algo: no estaba
Remedios la Bella.
jueves, 31 de agosto de 2017
miércoles, 16 de agosto de 2017
Águila Fénix. Virginia Vidal.
Transcurrido
el tiempo, el águila consternada no puede ocultar que su pico muy
endurecido y encorvado, le impide cazar. Tampoco sus apretadas y
flexibles garras cada vez más enroscadas le permiten atrapar a
ninguna presa. Su pico largo y puntiagudo se arquea, apuntando contra
el pecho. Sus alas envejecidas y pesadas y sus plumas gruesas le
dificultan volar. Con el paso del tiempo –cuarenta años
transcurridos, la mitad de su existencia- todo su plumaje se ha
vuelto viejo y su peso le impide desplazarse con mayor agilidad.
Desolada, el águila comprueba que debe tomar una terrible decisión. Tiene sólo dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación.
Se siente desganada, sin ánimo, pero poco a poco reúne todas sus energías, vuela hasta la cima de la más alta montaña y permanece en un nido cercano a un paredón.
Renovada por el aire puro de las alturas, comienza a golpear su pico en la pared hasta conseguir arrancárselo.
Apenas lo arranca, debe esperar a que le nazca un nuevo pico. Día a día lo prueba hasta tener la certeza de que con él puede arrancar sus viejas uñas. Cada tirón le causa un dolor horrible que le llega al corazón mismo y la deja sin aliento. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, siente que su paso se afirma y adquiere seguridad.
Decide seguir estrenando su firme pico en el empeño de quitarse las plumas. Cada tirón a las remeras le provoca escalofríos. Corre sangre de cada hueco resultante del desprendimiento de cada cañón. Sin su ropaje, sus alas parecen mutiladas. Siente terror de sólo pensar que ya no va a volar nunca más. Luego llega el turno a las timoneras y es peor el padecimiento porque a cada pluma arrancada se le desgajan las entrañas.
Tarda jornadas completas en desplumar su cuerpo y, pese al dolor intenso, se va librando de su viejo ropaje. Aterida, frío atroz resultante de ese arrancar la prolongación de su piel, siente una indefensión mucho más terrible que la vergüenza de la desnudez.
Al fin, después de cinco meses de sufrir, agonizar y renacer padecimientos sin nombre se inunda de una potencia nueva que la predispone a emprender vuelo.
Respira más hondo, hasta siente que ve mejor. Y se ve mejor: su nuevo plumaje castaño oscuro, se torna dorado en la cabeza y el cuello y nevado en los hombros y el extremo de la cola.
La muda ha durado cinco meses: ciento cincuenta amaneceres, ciento cincuenta anocheceres y un millón de tormentos. Ahora, su cuerpo está dispuesto a vivir otros cuarenta años.
Renacida, ensaya su vuelo en picada a una velocidad que duda pueda ser superada por alguna otra ave. Caza en el aire un suculento pájaro y se lo come con ganas. Planea satisfecha y su potente vista le permite ubicar un ratón por allá, una familia de zorros, un gato salvaje, unas ardillas y conejos acullá; y no faltan ciervos, jabalíes, lobos y toda clase de pájaros.
Dueña del espacio, reina de las alturas, dispuesta a la aventura y el cortejo, el águila fénix comienza su nuevo reinado, poderosa señora de las cumbres.
Desolada, el águila comprueba que debe tomar una terrible decisión. Tiene sólo dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación.
Se siente desganada, sin ánimo, pero poco a poco reúne todas sus energías, vuela hasta la cima de la más alta montaña y permanece en un nido cercano a un paredón.
Renovada por el aire puro de las alturas, comienza a golpear su pico en la pared hasta conseguir arrancárselo.
Apenas lo arranca, debe esperar a que le nazca un nuevo pico. Día a día lo prueba hasta tener la certeza de que con él puede arrancar sus viejas uñas. Cada tirón le causa un dolor horrible que le llega al corazón mismo y la deja sin aliento. Cuando las nuevas uñas comienzan a nacer, siente que su paso se afirma y adquiere seguridad.
Decide seguir estrenando su firme pico en el empeño de quitarse las plumas. Cada tirón a las remeras le provoca escalofríos. Corre sangre de cada hueco resultante del desprendimiento de cada cañón. Sin su ropaje, sus alas parecen mutiladas. Siente terror de sólo pensar que ya no va a volar nunca más. Luego llega el turno a las timoneras y es peor el padecimiento porque a cada pluma arrancada se le desgajan las entrañas.
Tarda jornadas completas en desplumar su cuerpo y, pese al dolor intenso, se va librando de su viejo ropaje. Aterida, frío atroz resultante de ese arrancar la prolongación de su piel, siente una indefensión mucho más terrible que la vergüenza de la desnudez.
Al fin, después de cinco meses de sufrir, agonizar y renacer padecimientos sin nombre se inunda de una potencia nueva que la predispone a emprender vuelo.
Respira más hondo, hasta siente que ve mejor. Y se ve mejor: su nuevo plumaje castaño oscuro, se torna dorado en la cabeza y el cuello y nevado en los hombros y el extremo de la cola.
La muda ha durado cinco meses: ciento cincuenta amaneceres, ciento cincuenta anocheceres y un millón de tormentos. Ahora, su cuerpo está dispuesto a vivir otros cuarenta años.
Renacida, ensaya su vuelo en picada a una velocidad que duda pueda ser superada por alguna otra ave. Caza en el aire un suculento pájaro y se lo come con ganas. Planea satisfecha y su potente vista le permite ubicar un ratón por allá, una familia de zorros, un gato salvaje, unas ardillas y conejos acullá; y no faltan ciervos, jabalíes, lobos y toda clase de pájaros.
Dueña del espacio, reina de las alturas, dispuesta a la aventura y el cortejo, el águila fénix comienza su nuevo reinado, poderosa señora de las cumbres.
lunes, 14 de agosto de 2017
El crimen del desván. Enrique Anderson Imbert.
El detective Hackett
golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá
llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados, una anciana -Lady Malver, evidentemente-, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
-¿Donde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-En el desván, revelando sus fotografías -atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
-¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-Ah, vengan, ¡por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte, pero le habían echado llave.
-¡Abra, Sin Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen! -dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba… Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, un tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad era redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca.
A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal a las espaldas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
-El asesino -dijo mirando a todos, uno por uno -está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal desde lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé…
Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han llevado el secreto… Tal vez se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? -comentó sardónicamente el detective -. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!” todos, la misma Lady Malver y hasta el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y, sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron, por el aire, con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar a los estantes otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
Cuando al fin el criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron de diferentes lados, una anciana -Lady Malver, evidentemente-, un joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre sonriéndose.
-¿Donde está Sir Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-En el desván, revelando sus fotografías -atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de dos en dos; Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván estaba cerrada. Golpearon.
-¡Sir Eugen, Sir Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado una voz temblorosa, angustiada:
-Ah, vengan, ¡por favor!
Hackett hizo fuerzas con el picaporte, pero le habían echado llave.
-¡Abra, Sin Eugen!
Lady Malver ya estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen! -dijo, apenas.
Oyeron, por el lado de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el ruido de un cuerpo que se desplomaba… Y un silencio.
Hackett volvió a empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, un tumulto.
En el primer momento no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la lámpara roja. La oscuridad era redonda, densa, rosada, pulposa. Y en eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca.
A Sir Eugen le estaba creciendo un puñal a las espaldas. Era un mundo hermético, como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el revólver.
-El asesino -dijo mirando a todos, uno por uno -está aquí. El asesino aprovechó la atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato y no suicidio. No había escapes ni siquiera para un mono tití. Tampoco pudieron arrojarle el puñal desde lejos. La habitación no tenía mecanismos.
La anciana, desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo sobrenatural? No sé…
Esas horribles placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender la luz blanca, esas placas se han llevado el secreto… Tal vez se han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino sobrenatural.
-¿Sobrenatural? -comentó sardónicamente el detective -. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír ese “¡no hay nada sobrenatural!” todos, la misma Lady Malver y hasta el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos chorros. Una carcajada a coro, simultánea, una sola carcajada reída por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y, sin dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis pálidas llamas. Después los personajes se acercaron, por el aire, con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas policiales.
Libre, invisible, aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión solitaria y fue a buscar a los estantes otra novela de detectives. ¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los papeles.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
sábado, 12 de agosto de 2017
El sabio. David Lagmanovich.
Vivía
solo. Murió súbitamente, rodeado de miles de libros, papeles,
cuadros y testimonios de gratitud de instituciones científicas.
Cuando revisaron todo aquello encontraron un papel azul con el
comienzo de una confesión: “Yo hubiera querido ser actor”.
viernes, 11 de agosto de 2017
La guerra. Eduardo Galeano.
Al
amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era
la
hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con
sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su
mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y
ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1988.
hora de los arcos y las cerbatanas.
A la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo con
sangre y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su
mundo arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no hubiera sido aniquilada.
Ese espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la sangre.
Sintió asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había niebla y
ganas de dormir y dejarse devorar.
Pero la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1988.
jueves, 10 de agosto de 2017
Quizás, quizás. Ana María Shua.
Si
los elefantes duelen y la carpa tiene un sabor amargo, si las
serpientes empapan de sudor frío los trapecios y los tigres te
devoran la memoria, si se oyen los gritos del mago pidiendo socorro
pero nadie lo ve, si el domador azota a la ecuyere y no hay payasos,
sobre todo si no hay payasos, es aconsejable retirarse despacio, sin
que nadie lo note, quizás no sea un circo, a veces es mejor no
preguntar.
miércoles, 9 de agosto de 2017
No oyes ladrar los perros. Juan Rulfo.
–Tú que vas allá
arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
–No se ve nada.
–Ya debemos estar cerca.
–Sí, pero no se oye nada.
–Mira bien.
–No se ve nada.
–Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy -decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargado desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
El llano en llamas. Juan Rulfo, 1953.
–No se ve nada.
–Ya debemos estar cerca.
–Sí, pero no se oye nada.
–Mira bien.
–No se ve nada.
–Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.
Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy -decía él.
Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí.
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargado desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.
Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
El llano en llamas. Juan Rulfo, 1953.
lunes, 7 de agosto de 2017
Baile. Orlando Van Bredam.
El
odio, a diferencia del amor, siempre es recíproco. El bailarín de
tango y la bailarina se despreciaban con la misma tenacidad con que
alguna vez se quisieron. Sólo los unía la fama y contratos
envidiables. Cada baile era un desafío a los mecanismos más
profundos del rencor. Se deleitaban en esa humillación mutua más
cercana a la perversidad que al oficio. Cuanto más se odiaban, más
los aplaudían. Ella incorporó al vestuario inconsulto, dos largas
trenzas criollas, vivaces y relampagueantes bajo la luz de los
reflectores. Las agitaba como cadenas, como látigos, como sables. Él
soñaba con quebrarla sobre sus rodillas como una caña hueca. Se
miraban siempre a los ojos, no dejaban de mirarse nunca en esa guerra
bailada, en ese combate florido. La noche que más los aplaudieron
fue la última, cuando ella, después de tantos ensayos, logró
enredar sus trenzas en el cuello del bailarín y siguió girando y
girando hasta el último compás.
La vida te cambia los planes. Orlando Van Bredam, 1994.
La vida te cambia los planes. Orlando Van Bredam, 1994.
domingo, 6 de agosto de 2017
Las musas. Arantza Portabales.
No
había visto llorar a mi madre hasta el día en que mi padre murió.
Hay algo antinatural y sobrecogedor en el llanto de una madre. Uno no
sabe cómo consolarla.
Papá murió un lunes de madrugada. Estiró su mano y agarró la de mi madre tan fuerte que le rompió los veintisiete huesos de su mano. Si le preguntas a mi madre cuál es el sonido de la muerte, te dirá que es muy semejante a un estallido de pajas secas. Ella, como pudo, se liberó de la mano inerte de mi padre. Luego se levantó, se aseó y se vistió de luto riguroso. A mi padre lo velaron en la biblioteca, rodeado de toda su obra: doce novelas, un libro de cuentos y tres ensayos.
Anochecía cuando llegaron ellas. Altas, hermosas y sutilmente transparentes. Así las recuerdo. La mayor de todas se acercó a darnos el pésame. Mamá, que llevaba toda la vida esperando este momento, levantó su mano sana y le dio un bofetón. “Ahora es solo mío”, dijo. La musas, respetuosas, retrocedieron en silencio. De repente, sus ojos dorados se fijaron unánimemente en mí. Sentí sus voces susurrantes. La menor de todas se me acercó y me miró fijamente a los ojos.
Fue en ese momento cuando mi madre, totalmente vencida, rompió a llorar.
Blog: Una nube de historias. Arantza Portabales, 11 mayo 2017.
Papá murió un lunes de madrugada. Estiró su mano y agarró la de mi madre tan fuerte que le rompió los veintisiete huesos de su mano. Si le preguntas a mi madre cuál es el sonido de la muerte, te dirá que es muy semejante a un estallido de pajas secas. Ella, como pudo, se liberó de la mano inerte de mi padre. Luego se levantó, se aseó y se vistió de luto riguroso. A mi padre lo velaron en la biblioteca, rodeado de toda su obra: doce novelas, un libro de cuentos y tres ensayos.
Anochecía cuando llegaron ellas. Altas, hermosas y sutilmente transparentes. Así las recuerdo. La mayor de todas se acercó a darnos el pésame. Mamá, que llevaba toda la vida esperando este momento, levantó su mano sana y le dio un bofetón. “Ahora es solo mío”, dijo. La musas, respetuosas, retrocedieron en silencio. De repente, sus ojos dorados se fijaron unánimemente en mí. Sentí sus voces susurrantes. La menor de todas se me acercó y me miró fijamente a los ojos.
Fue en ese momento cuando mi madre, totalmente vencida, rompió a llorar.
Blog: Una nube de historias. Arantza Portabales, 11 mayo 2017.
sábado, 5 de agosto de 2017
Viernes en el Café Nación. Miguel Torija.
“No
perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único
importante.” Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café
Nación. Habla sola, ajena al auditorio de sombras que, al otro lado
de los ventanales, desafían al frío armadas con la cálida
esperanza de que tampoco hoy Doña Rosa recuerde que no es viernes.
Mientras habla, arrastra torpemente las sillas y las mesas vacías
componiendo una coreografía enternecedora, que da como resultado una
maraña tan indescifrable como su monólogo. “Volverán aquellos
tiempos, si nos unimos, si no tenemos miedo, volverán” continúa
diciendo.
En la calle, la luz del amanecer comienza a dibujar en las sombras rostros famélicos uniformados con vivaces ojos que, insistentemente, buscan entre la bruma el reloj del campanario. “Falta poco” se escucha justo antes de que, desde el campanario, lleguen ocho tañidos melancólicos. Doña Rosa, al oír las campanas, se acerca a la puerta y la abre. Lanza una mirada desconcertada hacia la docena de indigentes que se han agolpado ante la puerta. Todos le sonríen tensos mientras saca del bolsillo del delantal dos carteles magnéticos. Intenta leerlos pero a las letras les cuesta descubrir el camino correcto entre la lengua y el paladar. Solo algunas palabras suenan diáfanas: “horario, almuerzo, té, bollería, gratis, hoy viernes”. Las dos últimas parecen inquietarle y las repite “hoy viernes”, “hoy viernes”. Finalmente, da un último vistazo a los dos carteles, se decide por uno de ellos y lo acerca al marco de la puerta para que quede allí adherido. La expectación termina con un sonoro alivio. Hoy vuelve a ser viernes en el Café Nación.
Cuando la vida se pone perra. Miguel Torija, 2013.
En la calle, la luz del amanecer comienza a dibujar en las sombras rostros famélicos uniformados con vivaces ojos que, insistentemente, buscan entre la bruma el reloj del campanario. “Falta poco” se escucha justo antes de que, desde el campanario, lleguen ocho tañidos melancólicos. Doña Rosa, al oír las campanas, se acerca a la puerta y la abre. Lanza una mirada desconcertada hacia la docena de indigentes que se han agolpado ante la puerta. Todos le sonríen tensos mientras saca del bolsillo del delantal dos carteles magnéticos. Intenta leerlos pero a las letras les cuesta descubrir el camino correcto entre la lengua y el paladar. Solo algunas palabras suenan diáfanas: “horario, almuerzo, té, bollería, gratis, hoy viernes”. Las dos últimas parecen inquietarle y las repite “hoy viernes”, “hoy viernes”. Finalmente, da un último vistazo a los dos carteles, se decide por uno de ellos y lo acerca al marco de la puerta para que quede allí adherido. La expectación termina con un sonoro alivio. Hoy vuelve a ser viernes en el Café Nación.
Cuando la vida se pone perra. Miguel Torija, 2013.
viernes, 4 de agosto de 2017
Mi padre. Manuel Toro.
De niño siempre
tuve el temor de que mi padre fuera un cobarde. No porque le viera
correr seguido de cerca por un machete como vi tantas veces a Paco el
Gallina y a Quino Pascual. ¡Pero era tan diferente a los papás de
mis compañeros de clase! En aquella escuela de barrio donde el valor
era la virtud suprema, yo bebía el acíbar de ser el hijo de un
hombre que ni siquiera usaba cuchillo. ¡Cómo envidiaba a mis
compañeros que relataban una y otra vez sin cansarse nunca las
hazañas de sus progenitores! Nolasco Rivera había desarmado a dos
guardias insulares. A Perico Lugo lo dejaron por muerto en un zanjón
con veintitrés tajos de perrillo. Felipe Chaveta lucía una hermosa
herida desde la sien hasta el mentón.
Mi padre, mi pobre padre, no tenía ni una sola cicatriz en el cuerpo. Acababa de comprobarlo con gran pena mientras nos bañábamos en el río aquella tarde sabatina en que como de costumbre veníamos de voltear las telas de tabaco. Ahora seguía yo sus pasos hundiendo mis pies descalzos en el tibio polvo del camino y haciendo sonar mi trompeta. Era esta un tallo de amapola al que mi padre con aquella su mansa habilidad para todas las cosas pequeñas había convertido en trompeta con sólo hacerle una incisión longitudinal.
Al pasar frente a la Aurora me dijo.
-Entremos aquí. No tengo cigarrillos para la noche.
Del asombro por poco me trago la trompeta. Porque papá nunca entraba a La Aurora, punto de reunión de todos los guapos del barrio. Allí se jugaba baraja, se bebía ron y casi siempre se daban tajos. Unos tajos de machete que convertían brazos nervudos en cortos muñones. Unos tajos largos de navaja que echaba afuera los intestinos. Unos tajos hondos de puñal por los que salía la sangre y se entraba la muerte.
Después de dar las buenas tardes, papá pidió cigarros. Los iba escogiendo uno a uno con fruición de fumador, palpándolos entre los dedos, llevándolos a la nariz para percibir su aroma. Yo, pegado al mostrador forrado de zinc, trataba de esconderme entre los pantalones de papá. Sin atreverme a tocar mi trompeta, pareciéndome que ofendía a los guapetones hasta con mi aliento, miraba a hurtadillas de una a otra esquina del ventorrilo. Acostado sobre la estiva de arroz veía a José el Tuerto comer pan y salchichón echándole los pellejitos al perro sarnoso que los atrapaba en el aire con un ruido seco de dientes. En la mesita del lado tallaban con una baraja sucia Nolasco Rivera, Perico Lugo, Chus Maurosa y un colorao que yo no conocía. En un tablero colocado sobre un barril se jugaba dominó. Un grupo de curiosos seguía de cerca las jugadas. Todos bebían ron.
Fue el colorao el de la provocación. Se acercó donde papá alargándole la botella de la que ya todos habían bebido:
-Dese un palo, don.
-Muchas gracias, pero yo no puedo tomar.
-Ah, ¿con que me desprecia porque soy un pelao?
-No es eso, amigo. Es que no puedo tomar. Déselo usted un mi nombre.
-Este palo se lo da usted o ca… se lo echo por la cabeza.
Lo intentó pero no pudo. El empellón de papá lo arrojó contra el barril de macarelas. Se levantó medio aturdido por el ron y por el golpe y palpándose el cinturón con ambas manos dijo:
-Está usted de suerte, viejito, porque ando desarmao.
-A ver, préstenle un cuchillo-. Yo no podía creerlo pero era papá el que hablaba.
Todavía al recordarlo un escalofrío me corre el cuerpo. Veinte manos se hundieron en las camisetas sucias, en los pantalones raídos, en las botas enlodadas, en todos los sitios en que un hombre sabe guardar su arma. Veinte manos surgieron ofreciendo en silencio de jíbaro encastado el cuchillo casero, el puñal de tres filos, la sevillana corva…
-Amigo, escoja el que más le guste.
-Mire don, yo soy un hombre guapo pero usté es más que yo-. Así dijo el colorao y salió de la tienda con pasito lento.
Pagó papá sus cigarros, dio las buenas tardes y salimos. Al bajar el escaloncito escuché al Tuerto decir con admiración:
-Ahí va un macho completo.
Mi trompeta de amapola tocaba a triunfo. ¡Dios mío que llegue el lunes para contárselo a los muchachos!
El cuento. Revista de la imaginación. 143 .
Mi padre, mi pobre padre, no tenía ni una sola cicatriz en el cuerpo. Acababa de comprobarlo con gran pena mientras nos bañábamos en el río aquella tarde sabatina en que como de costumbre veníamos de voltear las telas de tabaco. Ahora seguía yo sus pasos hundiendo mis pies descalzos en el tibio polvo del camino y haciendo sonar mi trompeta. Era esta un tallo de amapola al que mi padre con aquella su mansa habilidad para todas las cosas pequeñas había convertido en trompeta con sólo hacerle una incisión longitudinal.
Al pasar frente a la Aurora me dijo.
-Entremos aquí. No tengo cigarrillos para la noche.
Del asombro por poco me trago la trompeta. Porque papá nunca entraba a La Aurora, punto de reunión de todos los guapos del barrio. Allí se jugaba baraja, se bebía ron y casi siempre se daban tajos. Unos tajos de machete que convertían brazos nervudos en cortos muñones. Unos tajos largos de navaja que echaba afuera los intestinos. Unos tajos hondos de puñal por los que salía la sangre y se entraba la muerte.
Después de dar las buenas tardes, papá pidió cigarros. Los iba escogiendo uno a uno con fruición de fumador, palpándolos entre los dedos, llevándolos a la nariz para percibir su aroma. Yo, pegado al mostrador forrado de zinc, trataba de esconderme entre los pantalones de papá. Sin atreverme a tocar mi trompeta, pareciéndome que ofendía a los guapetones hasta con mi aliento, miraba a hurtadillas de una a otra esquina del ventorrilo. Acostado sobre la estiva de arroz veía a José el Tuerto comer pan y salchichón echándole los pellejitos al perro sarnoso que los atrapaba en el aire con un ruido seco de dientes. En la mesita del lado tallaban con una baraja sucia Nolasco Rivera, Perico Lugo, Chus Maurosa y un colorao que yo no conocía. En un tablero colocado sobre un barril se jugaba dominó. Un grupo de curiosos seguía de cerca las jugadas. Todos bebían ron.
Fue el colorao el de la provocación. Se acercó donde papá alargándole la botella de la que ya todos habían bebido:
-Dese un palo, don.
-Muchas gracias, pero yo no puedo tomar.
-Ah, ¿con que me desprecia porque soy un pelao?
-No es eso, amigo. Es que no puedo tomar. Déselo usted un mi nombre.
-Este palo se lo da usted o ca… se lo echo por la cabeza.
Lo intentó pero no pudo. El empellón de papá lo arrojó contra el barril de macarelas. Se levantó medio aturdido por el ron y por el golpe y palpándose el cinturón con ambas manos dijo:
-Está usted de suerte, viejito, porque ando desarmao.
-A ver, préstenle un cuchillo-. Yo no podía creerlo pero era papá el que hablaba.
Todavía al recordarlo un escalofrío me corre el cuerpo. Veinte manos se hundieron en las camisetas sucias, en los pantalones raídos, en las botas enlodadas, en todos los sitios en que un hombre sabe guardar su arma. Veinte manos surgieron ofreciendo en silencio de jíbaro encastado el cuchillo casero, el puñal de tres filos, la sevillana corva…
-Amigo, escoja el que más le guste.
-Mire don, yo soy un hombre guapo pero usté es más que yo-. Así dijo el colorao y salió de la tienda con pasito lento.
Pagó papá sus cigarros, dio las buenas tardes y salimos. Al bajar el escaloncito escuché al Tuerto decir con admiración:
-Ahí va un macho completo.
Mi trompeta de amapola tocaba a triunfo. ¡Dios mío que llegue el lunes para contárselo a los muchachos!
El cuento. Revista de la imaginación. 143 .
martes, 1 de agosto de 2017
El muro. Eva Sánchez Palomo.
“Apoyaban
los cuerpos contra el muro y luego disparaban”. Así se lo contó
un anciano que casi masticaba las palabras. “Sigue aquel sendero,
deja atrás el cementerio, y verás, a lo lejos, las ruinas de lo que
antaño fue una casa. El muro que queda en pie fue el testigo, el
único herido por las balas.”
El viajero no encontró un alma por las calles, estaban cerradas puertas y ventanas. Solo las golondrinas llenaban con su vuelo una estampa que, de no ser así, parecería la de un lugar habitado solo por fantasmas.
El muro lo acogió con un calor de piedra al mediodía, dejó que tocara sus heridas y que sintiera en sus manos que las piedras saben muy bien guardar el dolor que llevaron los hombres y mujeres muy dentro en sus entrañas.
Hoy las golondrinas de entonces ya están muertas, como muerto está el aire alrededor de aquellas piedras y el alma de lo que fue la casa, y solo queda en pie la piedra herida en la que habita impasible la memoria.
El viajero no encontró un alma por las calles, estaban cerradas puertas y ventanas. Solo las golondrinas llenaban con su vuelo una estampa que, de no ser así, parecería la de un lugar habitado solo por fantasmas.
El muro lo acogió con un calor de piedra al mediodía, dejó que tocara sus heridas y que sintiera en sus manos que las piedras saben muy bien guardar el dolor que llevaron los hombres y mujeres muy dentro en sus entrañas.
Hoy las golondrinas de entonces ya están muertas, como muerto está el aire alrededor de aquellas piedras y el alma de lo que fue la casa, y solo queda en pie la piedra herida en la que habita impasible la memoria.