Todo
empezó con aquel ángel expulsado del paraíso y condenado a
malmorir como ermitaño en el viento, por haber nacido con tres alas,
deformación horrorosa que, al volar, causaba chirrido en los oídos
y desilusión en los ojos.
La
segunda expulsión fue la de ese otro ángel nacido con una sola ala,
desfiguración no menos detestable que aquélla, dado que al volar
dejaba en los ojos la mitad de una totalidad y en los oídos un
sonido fracturado por irritantes silencios.
A
partir de entonces comenzó una larga y escandalosa sucesión de
acechanzas y conjuras, que derivó en la disolución de la especie,
debido a la comprobación de que todos ellos, ya desde su origen,
eran fatalmente discriminables: unos, por sencillamente feos (los
había hasta melancólicos, y algunos de labios torcidos por una
sonrisa); otros, por definitivamente idiotas: unos pocos, por
intelectuales dedicados clandestinamente al estudio del mundo
anterior al mundo; y el resto, los más, por ser monstruosamente
humanos.
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