miércoles, 27 de septiembre de 2017

Bajo el sauce llorón. Senel Paz.

Me despierto por las madrugadas y me gusta. Oigo las vacas mugiendo en el corral y las voces de abuelo y mis tíos que les gritan. Ninguna es tan desobediente como Caramelo, una colorada que se sabe la más linda del potrero. Al oscurecer, en cuanto me arrimo a la cerca a observarlas, baja despacito la loma que tiene en lo alto los piñones florecidos para que yo la mire, y la miro, y veo como queda dentro del arco que forman sus tarros el primer lucero de la tarde, y conversamos. Abuelo se levanta a las tres de la mañana, cuando suenan los dos despertadores. Llama a mis tíos, que regresan tarde de visitar a sus novias, y salen los tres a buscar las vacas. Esa vez yo no oigo los relojes, ni los oigo la segunda vez, a las cuatro y media. Entonces es abuela quien se levanta, hace café, y se sienta a esperar que abuelo llegue con el primer cubo de leche, lo hierve y manda desayuno al corral. Son sus trajines lo que me despierta a mí, el crujir de la leña en el fogón, el chocar de alguna vasija, el cuchicheo de ellos dos. O tal vez es la luz del quinqué y el fogón que llega al comedor desde la cocina, dobla hacia el cuarto donde duermo y penetra a través de la puerta semiabierta. A esa hora estoy solo en la habitación y me gusta mirar ese pequeño resplandor rojizo y escuchar todo lo que se oye: las vacas, las voces, los ratones, de casualidad un caballo, y sentir el friecito de que mi mamá está lejos, muy lejos de esta casa. Quisiera entonces hablar con las matas o los animales. Me dejo llevar por los pensamientos y monto a caballo tan lindo como tío Armando, soy el novio de Isabel, la novia de tío Alberto, o vengo de Canarias y conozco a abuela luego de haber vendido una vega de tabaco, estrenándome una guayabera de guarandol, y nos casamos. Va y pienso en que encontré mucho dinero y se lo regalo a mamá y le hago una casa y vivimos todos juntos. Porque nosotros somos cuatro: mi otra abuela, mamá, mi hermana Gloria y yo. Aquella abuela trabaja en Gavilanes, recogiendo café. Me gusta que trabaje allá porque siempre trae queso y dulce de guayaba y todos los cuentos son nuevos, pero dice que hay unos peñascos y unas lomas que el que se caiga no aparece más. Y yo quiero que ella aparezca siempre, no sólo por los cartuchitos de caramelos, queques y raspaduras, sino porque cuando me visita se sienta en el comedor frente a esta abuela y se ponen a hablar de tanta gente que conocen. Yo las miro a ver si decido cual de las dos es más linda o a cual quiero más. Si son muchas las raspaduras y queques que me trajo aquella abuela me parece que ganó, pero si con ésta hace poco que fui a buscar nidos de gallinas o me llevó a la charca de las pomarrosas y me bañé, creo que ganó ella. Mamá viene a verme menos que abuela, trabaja en el pueblo y es la que compra la ropa y los zapatos, y mi hermana está en casa de su madrina. A veces soy yo quien está en casa de la madrina y mi hermana aquí, o los dos en casa de Clotilde, una prima de mamá, o en casa de don Gervasio, que no sé qué parentesco tiene con nosotros. A mí también me dejan en lo de Mundito Gutiérrez, compadre de la abuela, pero a mi hermana no porque ya ella está grande y el nieto de Mundito también y puede haber salido fresco como su padre, que en paz descanse. Abuelo dice que Gloria y yo no podemos estar aquí al mismo tiempo, que es donde más nos gusta, porque seguro que le damos mucha guerra a la abuela, nos enfermamos de nada y son dos bocas; pero uno primero y el otro después, sí. Otra cosa que él dice es que mamá puede entrar y salir de esta casa cada vez que quiera, de día o de noche, y cuando llegue se le atiende y se le da de lo mejor que hay aporque mamá no fue la mala, el malo fue mi papá, y mi hermana y yo no tenemos culpa. Mis tres tías solteras son las que no quieren que mamá venga a la casa, y le ponen escobas con sal detrás de la puerta y se esconden en los cuartos con las bembas empinadas hasta que se marcha, y lo que menos les gusta de nosotros es que nos orinamos en la cama de sinvergüenzas, porque mira que ellas nos lo dicen y encargan. Donde único podemos orinarnos sin que peleen es en casa de la prima Clotilde porque allá dormimos con los demás primitos, todos en una cama, y por la mañana no se sabe cuál vejigo fue el que se orinó. Pero resulta que en casa de la prima Clotilde no nos orinamos ni mi hermana ni yo, cabrones que son nuestros primitos. A abuela no sé si le gusta que mamá venga, porque ella la recibe en la sala y le brinda café y le hace cuentos de lo obedientes y tranquilitos que somos nosotros, igualito que si no hubiera muchachos en la casa, y si no fuera por la comida podíamos estar los dos. Con todo, basta con que abuelo diga que podemos estar aquí para que estemos, y que mamá puede visitarnos para que nos visite, porque en contra de abuelo si no hay quien se atreva. Ni la vaca Caramelo.
Pero no es de eso de lo que yo iba a hablar, ni por lo que estoy bajo este sauce llorón desde el amanecer, vestido con el pantalón y la camisa de salir, todavía peinado y sin quitar ni un momento los ojos del camino. Esta madrugada hablaba con abuela en la cocina, esperando que la neblina levantara para llegar al corral y ver ordeñar las últimas vacas, cuando abuelo entró y se dirigió a mí: “¿Usted sabe qué día es hoy?” Yo no sabía y miré a la abuela apara que me ayudara. “Hoy es nochebuena y vamos a asar un puerco” dijo él. “Pero lo importante es que hoy viene su padre a conocerlo. Que lo peinen y lo vistan desde temprano y no se ensucie para que lo encuentre decente”. Se quedó mirándome y yo lo miré y miré a abuela. “Vamos a acostarnos otro ratico”, dijo ella cuando abuelo salió y me llevó cargado para su cama. Pero no dormí. Lo primero que decidí fue no comer ni una mandarina ni una guayaba para tener mucha hambre y comer mucho delante de mi padre cuando sirvan la mesa. Y en cuanto mis tías se enteraron de que hoy viene papá se alegraron mucho y dijeron que iban a sacudir y baldear la casa y fregar los muebles y me peinaron y vistieron. Vine para el patio con mi sombrero a escoger el lugar donde esperar a papá. “¡Eh! ¿A dónde va ese tan emperifollado? ¿Se creerá que es el Mundito Gutiérrez?”, dijeron las gallinas en cuanto me vieron salir. Pero yo no les hice caso y le dije a los claveles de las diez que abrieran a las nueve, y al galán de noche que perfumara de día, y a las mariposas que estuvieran vigilando para volar en cuanto aparezca papá, y a los gatos que cazara cada uno un ratón y lo recibieran con él en la boca para que vea qué buenos cazadores son. Me planté en medio de los rosales, con la idea de quedarme allí y hacerme el que no veía llegar a papá para que él preguntara: “¿Y ese hombre que está cuidando las matas, quién es?” “Ése -responde abuela-, ése es tu hijo”; pero luego había mucho sol y me fui para la sombra de la guásima del patio y cogí un hacha para ponerme a picar leña y que lo que dijera papá fuera: “¿Y ese señor que trabaja tanto, quién es?” “¡Ah -dice abuela-, ése es tu hijo!” Pero me pareció que mejor no, porque el tronco de la guásima tiene en lo alto un comején feísimo y vine para este sauce llorón y aquí estoy esperando,en esta postura que parezco un vaquero. “¿Quién es ese hombre tan serio y de tanto respeto que hay parado ahí?”, preguntará papá. “¡Ese es tu hijo!”, responde abuela. “¡No me digas: qué grande y qué bonito! Corre acá, hijo, que te quiero saludar y dar los regalos. ¿Cómo están tu hermana y tu madre? Les das saludos míos.” Y cuando me acerque dirá: “Es igualito a mí. Ahora lo voy a criar yo, me lo voy a llevar para Camagüey y ponerlo en una escuela”. Papá aparecerá por el camino montado en su caballo blanco y con las alforjas llenas de regalos. Cuando esté cruzando el arroyo, se parará en los estribos y gritará: “¡Que venga a alcanzame mi hijo!”, y yo correré cuanto pueda con el sombrero en la mano, y él me alzará hasta la montura y el caballo blanco resoplará haciendo temblar su piel como hacen lindo los caballos, moviendo la crin y la cola y con los ojos bien abiertos de alegría. Mi padre es mi padre y yo lo quiero conocer. Por eso sigo debajo de este sauce llorón sin cambiar mi postura de vaquero. Él es el hombre que está retratado en la sala, cuando era jovencito. Ha tenido más novias que los tíos Armando y Alberto juntos, dice abuela, y no porque sea su hijo, dice, pero no había hombre más guapo en este barrio, ni que inventara mejor una décima. Mi hermana lo vio una vez y me contó que es más alto que abuelo, más ancho, pero tiene su misma voz, la risa de tío Armando, los ojos de tío Alberto y únicamente la nariz de abuela. Tío Alberto es el que más se le parece, por el caminar, las cejas, y porque también habla así, como echando las palabras por un solo lado de la boca. A los dos les gustan las camisas de cuadros, los pantalones tejanos, los sombreros negros y pararse como vaqueros que son. Yo también me parezco a él, todo el mundo lo dice, me sacan por la pinta, y es que se me ocurren las mismas cosas, tengo el mismo lunar, la misma forma de andar, de dormir, todo esto sin haberlo visto nunca, no más que en el retratico de la sala, y es porque la sangre llama, es la misma. Abuela dice que, cuando niño, él también era chiquito y flaquito que daba lástima, pero no se enfermaba tanto y trabajaba más que yo. En mi casa no lo puedo mentar, y cuando los parientes de mamá dicen que es un sinvergüenza y mi madre muy buena, y que cuando yo crezca tengo que cuidar mucho a mi madre y si él me necesita decirle que no, que se acuerde de que no se ocupó de mí cuando debía, digo que sí, que así mismo haré, pero me da pena con mi padre tan sinvergüenza que todo el mundo habla mal de él. A lo mejor es un brebaje que le echó alguna mujer. A veces me imagino que soy mi padre y estoy retratado en la sala, en ese mismo caballo, y luego voy al pueblo y le traigo a abuela los mandados que le gustan para que los guarde en la alacena vieja. Enseguida me casaba de nuevo con mamá. Otra veces pienso que es con él con quien duermo, no con tío Alberto, y me tapa para que no me piquen los mosquitos, y mejor aún cuando no es tío Armando quien me lleva a dar vueltecitas en la yegua vieja, sino él, y hablamos, me pregunta por mi hermana, y yo lo invito a que nos haga una visita.
Pero no acababa de venir, y ya tuve que ir a comerme una mandarina, y me como otra, sin darme cuenta, y luego una guayaba, sin darme cuenta. Me perdí la puñalada del puerco, no vi cómo lo metieron en esa puya ni cómo es por dentro un puerco muerto. Las tías acabaron de arreglar la casa y está la última en el baño. Abuela me dijo que sí, que mi papá viene, está al llegar, y fui hasta el palmar y se lo dije a las palmas, que son amigas mías, y ahora ellas no más están esperando que aparezca para salir también a recibirlo. Las tías cortaron flores nuevas para todos los búcaros y abuela tiene sobre un taburete su delantal blanco y bordado para ponérselo en cuanto él esté cerca. A cada rato se asoma al camino y me pregunta a mí si todavía nada. “Ése llegará para las doce”, dijo. Pero pasaron las doce y tuve que decirle a los claveles de las diez que tampoco cerraran a la una y al galán de noche que siguiera echando perfume, por favor. Menos mal que unos pájaros dan una fiesta en la guásima. Y yo me estoy derritiendo porque es poco el sol que tapa este sauce llorón. Si se me ensucia la camisa no tengo más. Seguro que mamá me pregunta: “¿Qué te dijo tu padre, te encontró grande, gordo, bonito, te preguntó por nosotros, por tu hermana, te dio algún dinero?”. Yo lo que quiero es que acabe de llegar.
-¡Ahí viene Joaquín! -oigo que dice de pronto mi tía Rosa desde una esquina del portal, y suelta la escoba y corre para adentro arreglándose el vestido.
-¡Ahí viene Joaquín! -repiten desde la cocina todas las tías y abuela, y los tíos abandonan corriendo el puerco que asan bajo el caimito. Únicamente el abuelo permanece allí, se acomoda el cinto y el sombrero. Los gatos buscan sus ratones, Caramelo viene hasta la cerca, el techo de la casa brilla, se alborotan las mariposas, cantan los pájaros en las matas, y todas las gallinas vienen hacia el frente de la casa como si acá estuvieran repartiendo maíz.
Joaquín es mi padre, y lo descubro sobre su caballo blanco, apareciendo y desapareciendo por entre los troncos de las palmas, pero allá en el camino. Llegará a la puerta y tomará el trillo. En ese momento aún no tenemos que salir a alcanzarlo, sino después de cruzar el arroyo, cuando el caballo comience a subir la cuesta y venga despacito bajo la sombra de los bienvestidos. Ya entonces le veré la cara. Abuela ha salido de la cocina con el delantal blanco y bordado, limpiándose los tiznes y grasas del fogón. Vienen después las tías, con flores en el pelo, todo el mundo sonriente, y luego los tíos. Yo me quedo donde estoy, bajo el sauce llorón, con un pie sobre una piedra y una mano en la cintura como si fuera mi tío Alberto conversando, y ya todo el mundo viene por el jardín. Los claveles de las diez, el galán de noche, los jazmines y las rosas echan sus olores. Ya mi padre atraviesa el palmar, es casi tan alto como las palmas, que han corrido hasta el borde del trillito y lo aplauden. Las biajacas en el arroyo saltan. El caballo blanco es enorme y ya se ve que viene sonriendo y a mí se me salta el primer botón de la camisa de tanto que me crece el pecho. Abuela no resiste la tentación y corre. Alcanza a papá en medio del potrero, escucho sus risas, y él le tiende los brazos, la sube al caballo. Abuela se ríe y lo besa y le quita el sombrero. Mejor me voy a picar leña bajo la guásima, pero ya no da tiempo. Las tías esperan en la puerta del batey y el perro de mi padre anda por los patios. Papá deposita a abuela en el suelo, da un salto, cae él y abraza y besa a su primera hermana, a la segunda sin que lo suelte la primera, a la tercera sin que lo suelten la primera, la segunda y la abuela, y le toca el turno a los tíos, unos abrazos fuertes cuyas palmadas oigo desde aquí, y vienen todos abrazados y riendo. ¿Le gustará a papá el dulce de toronja como a mí? Se lo preguntaré a la abuela, y si a él no le gusta a mí tampoco me va a gustar. Se acercan al sauce llorón. Ya se me saltó el segundo botón de la camisa y los pajaritos de todas las matas pían porque también quieren ver a mi padre y su caballo que sigue la comitiva, muy orgulloso de ser tan blanco y lindo. Ya llegan. Por fin lo veo. Veo a mi padre que no me ha visto. Lo veo completamente. De aquí en adelante lo recordaré así, con esa sonrisa, los dientes tan blancos y como si estuviera acabado de bañar, parado yo bajo el sauce llorón y él contra el sol. Siento que no podré decir: “La bendición, papá, ¿cómo está usted?, ¿y su mujer?”, ni podré contestar ahora cuando me pregunte por mi hermana y mi familia porque… qué grande es, qué bigotes tiene, cómo se ríe de bonito, cómo se ríen todos de sabroso y yo siento vergüenza porque no me estoy riendo y ellos vienen. Va a pasar por mi lado sin verme. Mejor cambio de postura, sin dejar de parecer un vaquero como él. O ya sé: toseré, diré algo, “Tía Rosa, ¿tú has visto mi cabullita de jugar?” Abuela me mira. Tenía que ser ella con tantas flores bordadas en su delantal blanco quien me viera. Ahora lo sé bien, la quiero más que a la otra abuela. Aparta con su brazo el tumulto de familia, abre un sendero que va de mí a padre, señalándome con la mano, dice: “Mira, Joaquín, este es tu hijo” ¿Cómo no tengo ahora en la mano el caracolito que me da suerte? Ya voy a echar a correr hacia él pero su mirada me detiene, y espero las palabras que va a decir: “Con los ojos saltones, como la familia de la madre”, dice, y cierra el círculo de su familia, y siguen todos hacia la casa, de donde sale abuelo con los brazos abiertos. “Ya creía que usted no llegaba, don”, le dice. Se están abrazando. Seguro que van a ver el puerco asado.
Yo voy a ir a comerme una guayaba y a seguir por ahí, buscando nidos de gallina.

La isla contada. El cuento contemporáneo en Cuba. Francisco López Sacha (compilador). 1996.

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