Mi abuela sirve el
té arriba en la casa, hace gárgaras antes de ir a la iglesia
metodista mientras nosotros, mi abuelo y yo, encalamos el sótano,
renovamos las brasas del calefactor, pintamos los zapatos de color
amarillo.
Se baña mi abuelo y
me regaña porque lo miro desnudo. Sus pliegues de piel cansada me
recuerdan de un viejo elefante de color rosa. Me acaricia con su
mejilla de chayote y pregunta si debe rasurarse. El sótano huele a
hulla, agua caliente, cal y moho. Mi abuelo, que se llama “El gran
Cid”, masca tabaco y escupe en los frascos adornados con estrellas
de plata que le regalo en su cumpleaños.
Afuera en el jardín
encontramos nidos de pajarillos entre la hiedra, nueces bajo el
nogal. Trasplantamos un cerezo; se abre un hoyo grande y se le echa
bastante agua. El hoyo es el sótano del árbol.
Mi abuelo me lleva
sobre la grava en su carretilla. Me esconde entre un montón de hojas
aromáticas y de maple y cuando aparezco de repente finge
sorprenderse.
Llega la hora de
escuchar la radio en el cuarto donde duerme mi abuelo en el sótano y
veo el cuadro de un boxeador que le pintó mi tío. Mi abuelo me
enseña la A la B la C con sus lentes puestos y su lápiz de
carpintero.
Los domingos preparo
agua de limón y subimos la montaña. Desde arriba se ve el río como
culebra, el panteón de la Guerra Civil. Mi abuelo me explica todo.
Me dice que hay que andar despacito y nunca meterse en los líos de
otros. Me dice los nombres de los árboles en latín. Encontramos
yerbabuena para nuestra agua de limón y más para sembrar en el
jardín.
Mi abuelo tiene un
tatuaje azul de un ancla porque era marinero y trabajaba en los
muelles cargando baúles antes de que se hiciera doctor. Todavía le
gusta pasar la noche junto a las vías del tren cantando con los
hombres que viajan en los furgones de carga. Cuando era novio mi
abuelo viajaba cuatro mil kilómetros de polizonte para pasar una
tarde con mi abuela. Ahora lava los trastos con jabón tocador hasta
que huelen a perfume. Cuando termina se pone su sombrero y nos vamos
a la farmacia. Toda la gente saluda a mi abuelo en la calle. El dueño
de la farmacia me invita a un helado y nos sentamos en la barra para
platicar. Cuando se incendió la farmacia hace algunos años mi
abuelo le prestó dinero para construirla de nuevo y ahora preparan
las medicinas como mi abuelo les dice. Una se llama “El Ungüento
del Gran Cid”. Es negro y parece chapapote. También el “Elixir
para el Estómago del Gran Cid” que sabe a orozuz. La farmacia
huele a vitaminas, chocolates y hule y se llama “La Farmacia
inclinada” porque se encuentra frente a la estación del Tren
inclinado.
Subimos la montaña
en este tren que, según un letrero que me lee mi abuelo, es el tren
más inclinado del mundo. Realmente son dos trenes; uno en cada
extremo de un cable muy largo. Cuando un va, el otro viene. El cable
se enrosca en un gran carrete de fierro dentro de una jaula. Los
turistas que quieren conocer la cima compran boletos y suben en el
tren inclinado y las personas que viven arriba bajan en él para ir
al trabajo o de compras. Nosotros subimos en el tren pero bajamos a
pie por un camino que mi abuelo conoce, que pasa por donde vivía con
su mamá cuando ella cosía mandiles para pagar sus estudios. Ya no
se ve más que la chimenea de piedra y los enormes rosales en flor
donde antes era la cocina, porque el monte se come la casa.
Si apenas nos
tardamos diez minutos en subir al mirador en el Inclinado, nos lleva
el resto del domingo descender porque el camino es largo y retuerce
mucho. A veces cruzamos las vías del tren o nos paramos para
desarraigar alguna mata.
Todo el jardín de
la casa de mi abuelo está sembrado con árboles que antes crecían
en la montaña. Los maples del lado de la calle que se ponen rojos en
otoño, el sicomoro con sus hojas en forma de estrellas, el capulín
que tanto le gusta a los pájaros, la acacia, los helechos, las
violetas, la madreselva. Sólo la exótica mimosa con sus borlas
rosadas no viene de la montaña porque es de China. Mi abuelo me
enseña cómo se duermen sus hojuelas cuando uno las toca.
Tengo un escondite
debajo del pinabeto a un lado del porche. Sólo puedo entrar si me
trepo encima del barandal junto a la puerta, y salto hasta abajo,
nada más lo hago cuando mi mamá no me ve porque me ragaña. Nadie
me puede encontrar en este cuarto secreto que tiene como muros las
tupidas ramas del árbol por un lado y la cimentación de la casa por
el otro. Hasta una ventana tiene para asomarme al sótano.
Allí mi abuelo está
lavando la ropa. Tenemos una máquina con rodillo y varias pilas de
agua. Se llena la máquina de agua caliente con una manguera
anaranjada y luego se le echa jabón y la ropa blanca. La máquina
agita la espuma hasta que se escurre al piso y entonces mi abuelo lo
recoge y nos hacemos barbas blancas y nos miramos al espejo. Mi
abuelo me ha hecho también una casita para jugar junto a la mimosa.
Es de ladrillo rojo y tiene una puerta y dos ventanas. Adentro pintó
cada pared de un color diferente, como si fueran cuartos distintos.
La cocina es de color plateada. También construyó una casita para
él. Es su “despacho” y allí pone su silla de dentista que es
muy cómoda porque tiene una palanquita para acostarse. Allí guarda
mi abuelo su maletín de doctor y sus medicinas.
A veces voy con él
a ver a los enfermos. Caminamos hasta el otro lado del río donde las
casas están más chicas y más pegadas. Aquí viven María Ema y su
madre José que trabajan en la posada que tienen los vecinos de mi
abuelo. José se baña por la mañana y por la tarde pero cuando
nació María Ema tenía miedo de que se le fuera a disolver en el
agua. María Ema es la única de sus bebés que vivió. María Ema y
José toman agua de un bebedero que dice “de color” y no pueden
lavar sus manos en el lavabo para “los blancos”. Mi abuelo es un
médico con pacientes negros y pacientes blancos. A la enferma le han
tapado con una sábana blanca blanca. Ven acá, hija -me dice José y
me lleva afuera donde crecen las uvas. Son negras y saben a sangre y
son para hacer vino. Después mi abuelo descansa en el porche y canta
con José. De regreso a casa me deja cargar su maletín. Le han
regalado una mata de uvas para sembrar.
Mi abuela se queja
de que no tenemos dinero. Los pacientes pagan con gallinas o con
jamones caseros o con cobertores acolchados que hacen con pedacitos
de tela vieja.
La bebita de los
chinos de la tiendita en la esquina tiene granitos en la cara. Mi
abuelo la examina y pasa toda la noche hablando con el señor. A la
mañana le regalan una latita de oro y laca adornada con dibujos de
palacios, barcos de vela y dragones. Mi abuelo me confía que tiene
té jazmín adentro. Es para mi abuela porque a ella le gustan este
tipo de cosas pero mi abuela lo regaña porque cómo pudiste haber
pasado la noche con esa gente. Cuando se cura la bebita de los chinos
nos regalan la mimosa y mi abuelo me pregunta en dónde la vamos a
plantar.
Ya no cabe nada en
el jardín de mi abuelo. Está lleno de hiedra, de varas de San José,
de madreselva, lirios, violetas, rosales, el cerezo, la mimosa,
flores junto a la casita para jugar. El liquidámbar, el sicomoro,
los maples, el nogal. Ahora mi abuelo está haciendo otro jardín en
el callejón detrás de la casa y como siempre, subimos la montaña
cada domingo para transplantar matas del monte.
Yo sé que algún
día mi abuelo va a estar en su cama. Que me va a llamar y le voy a
decir los nombres de los árboles en el jardín hasta que se duerma.
Yo sé que mi abuela va a vender la casa al pastor metodista. Bien
barata, porque es buena cristiana, y él la va a dividir en
departamentos.
Sé que algún día
voy a venir por el callejón para asomarme al jardín que ya no será
de mi abuelo y ya no estarán la casita para jugar ni la mimosa. Van
a arrancar el pasto y la yerbabuena y los helechos y todo lo que
trajimos para sentirnos con vida.
Van a asfaltar el
jardín de mi abuelo y a sembrar un letrero que dirá:
“Estacionamiento por hora o por mes”. Entonces vamos a pintar los
zapatos de color amarillo y vamos a subir la montaña para vivir en
el panteón junto al tren inclinado.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
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