Pasé
más o menos un año entrando y saliendo de un par de hospitales.
Conocí a varios hombres con poco más de 30 que no salieron vivos:
entre ellos mi hermano. Tomé muchas veces el menú de sus
cafeterías, compré revistas en sus tiendas de regalos, dormité en
sus asientos y a veces me tumbé en una cama vacía, fumé en sus
pasillos y paseé por sus alrededores. Llegué a conocer muchos de
sus rincones, la capilla, la biblioteca, las puertas por donde había
que entrar o salir a determinadas horas de la noche. Vi la tele en el
hospital, leí un par de libros, oí música en el aparcamiento,
celebré un fin de año. Conocí a personas que estaban en una
situación similar a la mía. Hermanos de enfermos, hijos a su vez de
padres y madres con hijos enfermos. Conocí enfermeras que me
gustaron. Entraban en la habitación de aislamiento con la mascarilla
por encima de la nariz y yo trataba de imaginar el rostro que se
escondía debajo. Sus ojos se volvían de ese modo muy expresivos.
Eran enfermeras muy amables que atendían al enfermo mientras yo
observaba sus delicadas manipulaciones. Solía haber dos pacientes
por habitación. Una de las inquietudes más normales tenía que ver
con el tipo de compañero que nos tocaría en suerte. Los había
rebeldes como el que se encierra en el baño a fumar, impertinentes
que se quejan por cualquier cosa, otros hoscos, todo el día de cara
a la pared. El mejor de los compañeros era siempre discreto y dócil
a los tratamientos. El miedo es un sentimiento que hay que manejar
con respeto por uno mismo y por los demás. En las circunstancias de
las que hablo se pasa mucho miedo. A veces hay que engañar al miedo.
En cierta ocasión que me marchaba del hospital miré hacia uno de
los ventanales de la planta donde estaba mi hermano y le dije adiós
con la mano. Me devolvió el saludo. Como sabía que me observaba
accioné mi mando a distancia, pero no entré por mi asiento, sino
que abrí el maletero y me metí en él. La puerta me cayó encima,
pero no dejé que se cerrase. Me quedé en la oscuridad apenas unos
segundos y volví a salir, patoso y desorientado. Volví a mirar
hacia los ventanales y él me dijo adiós nuevamente celebrando mi
actuación. Meses después tuve sus cenizas en mi casa. Un bote lleno
de virutas grises.
La magia de los días. Antonio Báez, 2016.
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