jueves, 7 de septiembre de 2017

Hospital. Antonio Báez.

Pasé más o menos un año entrando y saliendo de un par de hospitales. Conocí a varios hombres con poco más de 30 que no salieron vivos: entre ellos mi hermano. Tomé muchas veces el menú de sus cafeterías, compré revistas en sus tiendas de regalos, dormité en sus asientos y a veces me tumbé en una cama vacía, fumé en sus pasillos y paseé por sus alrededores. Llegué a conocer muchos de sus rincones, la capilla, la biblioteca, las puertas por donde había que entrar o salir a determinadas horas de la noche. Vi la tele en el hospital, leí un par de libros, oí música en el aparcamiento, celebré un fin de año. Conocí a personas que estaban en una situación similar a la mía. Hermanos de enfermos, hijos a su vez de padres y madres con hijos enfermos. Conocí enfermeras que me gustaron. Entraban en la habitación de aislamiento con la mascarilla por encima de la nariz y yo trataba de imaginar el rostro que se escondía debajo. Sus ojos se volvían de ese modo muy expresivos. Eran enfermeras muy amables que atendían al enfermo mientras yo observaba sus delicadas manipulaciones. Solía haber dos pacientes por habitación. Una de las inquietudes más normales tenía que ver con el tipo de compañero que nos tocaría en suerte. Los había rebeldes como el que se encierra en el baño a fumar, impertinentes que se quejan por cualquier cosa, otros hoscos, todo el día de cara a la pared. El mejor de los compañeros era siempre discreto y dócil a los tratamientos. El miedo es un sentimiento que hay que manejar con respeto por uno mismo y por los demás. En las circunstancias de las que hablo se pasa mucho miedo. A veces hay que engañar al miedo. En cierta ocasión que me marchaba del hospital miré hacia uno de los ventanales de la planta donde estaba mi hermano y le dije adiós con la mano. Me devolvió el saludo. Como sabía que me observaba accioné mi mando a distancia, pero no entré por mi asiento, sino que abrí el maletero y me metí en él. La puerta me cayó encima, pero no dejé que se cerrase. Me quedé en la oscuridad apenas unos segundos y volví a salir, patoso y desorientado. Volví a mirar hacia los ventanales y él me dijo adiós nuevamente celebrando mi actuación. Meses después tuve sus cenizas en mi casa. Un bote lleno de virutas grises.

 La magia de los días. Antonio Báez, 2016.

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