Trajeron
agua del río, y se lavó, despacio.
-Mire,
Adelina, déme una camisa limpia -dijo con voz ahogada-, quiero irme
decente.
La
mujer le anudó el pañuelo al cuello y le peinó el cabello largo
alrededor de las orejas.
-Bueno;
me voy -dijo con una exaltación ahogada-. Tráigame el rebenque
grande, ¿quiere?
Los
ojos, chiquitos, con un anillo de agua en la pupila, brillaron agudos
por un instante.
-Bueno;
me voy -repitió, ensimismado.
La
mujer se movió; fija la mirada triste, las manos, cruzadas sobre el
vientre.
-Bueno;
me voy -tornó a decir, y agregó con cierta firmeza: -Déjela entrar
nomás a la Elenita.
La
muchacha entró, demudada. Quedó inmóvil junto a su padre y gruesas
lágrimas empezaron a mojarle la cara.
-¿Por
qué llora, pues? -dijo él suavecito-. Enjúguese. Acérquese a
besar a su padre. No pierda el tiempo. Ya tendrá ocasión de llorar.
Béseme de una vez y hágalo entrar al Emilio.
La
separó despacito de su rostro y la muchacha salió, hipando.
Afuera
se detuvo frente a su hermano y a su madre y dijo, aspirando las
sílabas:
—¡Se
va!
La
puerta del rancho volvió a chirriar y entró el varón, serio,
indeciso, mirando con insistencia al suelo, balanceándose como si
tuviese que tomar impulso para dar un salto.
El
padre lo miró de hito en hito, y de repente, exclamó con la voz
alterada:
-Vea,
muchacho… Déme su mano… ¡Qué embromar…! ¡Si es un alivio…!
-y al apretar la mano, añadió…: -¡Esto me basta!
Y
como sabía que su hijo no iba a soltar palabra, dijo por él:
—¡Y
que me vaya lindo!
Fue
un apretón de manos corto, firme.
—Deje
entrar ahora a su madre, que está esperando.
Salió
el mozo, con la boca apretada, respirando fuerte y esquivando los
ojos. Se plantó frente a su madre y a su hermana y masculló entre
dientes, como con rabia:
-¡Se
va!
Y
entró la madre. Se aproximó lentamente al hombre; los ojos
colorados, la boca estremecida.
-Siéntese
-murmuró él-. Quédese un ratito así. No me diga nada. ¿Comprende?
Varillas
de luz caían desde el techo del rancho. Oían distintamente el ruido
que hacían los dos al respirar.
Él
no necesitó mirarla para saber que tenía los ojos llenos de
lágrimas. Le dijo con dulzura:
-Mire,
Adelina, usté no pudo ser mejor de lo que fue… Mire… ¡y ojalá
yo hubiese sido como usted quiso que fuera…! ¡Verdá…! ¡Verdá…!
Hizo
un instante de silencio y luego:
-¡Está
bueno…! Mire, Adelina, prepárese nomás. Y déjese de andar
lloriqueando. Todas las partidas son lo mesmo. Verdá. Y ahora, con
su licencia, déjeme que me vaya.
Entonces
la mujer se arrodilla y barbota entro sollozos:
-No;
Bautista, si usté no se me va. ¡Qué se me va a ir! ¡Cómo me va a
dejar a mí solita! ¡Hemos andado tanto tiempo acollarados! ¡No; si
usté no se me va!
Pero
se interrumpe de golpe porque la mano de su hombre ha caído inerte
fuera del camastro.
Ahora
se enjuga los ojos, sale del rancho, enfrenta desesperada a sus hijos
y dice con voz ronca:
¡Se
jue!
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