En
el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que
la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que
era uno de los satélites de comunicaciones que permitirían a su
ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.
-Mi
capitán –transmitió el cabo-. Aquí sólo hay varios civiles
refugiaos, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de
un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El
capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los
prismáticos.
-Registradlo
todo con cuidado.
-Mi
capitán –transmitió otra vez el cabo-, también hay un
perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer
un salvador y otras cosas raras.
-A
ese me lo traéis bien sujeto.
-Mi
capitán –añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha
puesto de parto.
-Bienvenido
al infierno –murmuró el capitán, con lástima.
A
la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres
camellos cargados de bultos y el capitán los observaba acercarse,
indeciso.
-Abrid
fuego –ordenó al fin-. No quiero sorpresas.
Palabras
en la nieve. Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y José María
Merino, 2007.
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