Yo
sabía que aquella faldita de cuadros con los leotardos debajo iba a
alterar a María porque a mí mismo, a distancia, ya me había dado
un vuelco el corazón. Pude, aun con todo, reaccionar a tiempo y
disimuladamente le hice cambiar de acera con un pretexto vago pero
urgente que ahora no recuerdo.
No
quería que viera a aquella niña que, entre las piernas de una
pareja de adultos, se afanaba de puntillas por alcanzar a ver un
escaparate iluminado vestida con una ropa tan parecida a la de
nuestra hija. No quería que la viera porque esa silueta en el
contraluz de la vidriera tenía además su tamaño y sus coletas.
Sabía que no podría soportarlo porque yo no podía soportarlo,
aunque de hecho no hacía otra cosa más que eso, soportarlo, de la
misma manera que quedé cristalizado y sin embargo andaba y
gesticulaba, que juraría haber llorado y mis ojos permanecieron
secos, que quedé sin habla y no paraba de hablar intentando llamar
la atención de mi mujer en dirección opuesta, señalándole sombras
de la noche, objetos lejanos, cómo entre la llovizna de octubre las
farolas dejaban caer sobre las cosas un débil vapor amarillento. A
veces, simplemente no mirar se hace más duro que un penoso esfuerzo
físico, no mirar a aquella niña que apoyaba sus manitas en el
cristal, volver la vista, renunciar a toda esa dolida ternura y
fingir interés por cosas que en realidad resbalan, colocadas en
medio de la tarde para resbalar en la mirada. La tarde húmeda de
otoño repleta de objetos resbalosos, hecha de calles mojadas
resbaladizas y gotas de agua en torno a la luz y en los escaparates
deslizándose.
De
repente el estrépito y los gritos de los transeúntes nos hicieron
volver sobre nuestros pasos. La niña, al tiempo que gritaba “mamá”,
había pretendido cruzar la calle en diagonal hacia donde estábamos,
se había escurrido en el asfalto y al camión de las gaseosas no le
dio tiempo a detenerse. Frenó pero patinó, dijeron. En seguida la
gente se arremolinó en la calzada, dejaban sobre los charcos las
bolsas con sus compras, se deshacían despreocupadamente de sus
paraguas, no tiene importancia, el caso es ayudar, enterarse bien de
todo, señalar al culpable, correr al teléfono, ofrecer una tila, no
pudo usted hacer nada, ya lo vimos, se le echó encima, a mí casi me
ocurre la semana pasada. Al cielo preguntaban a berridos “¿de
dónde ha salido esta niña?, ¿de quién es la niña?”. Los
presuntos padres de la cría, los que estaban con ella junto al
escaparate, pertenecían ahora al grupo de los interrogadores. Caí
en la cuenta de esto apenas un instante antes de oír la voz de mi
mujer imponerse claramente en el agitado desorden: “¡Es mi hija!
¡Retírense, es mi hija!”.
Es
ésta la estación de los patinazos. Resbalan personas y cosas sobre
la tierra, acaso también sucesos o días enteros que caen en
silencio como esas estrellas viejas que se desploman en mitad de la
noche o las hojas de los árboles que se desprenden dejando por todas
partes dorados montones de tristeza.
No
pudo hacerse nada por ella. Como casi siempre ocurre, también esta
vez fue tarde. Compadecidos de nuestro estado nos han facilitado el
papeleo, las pastillas y todo lo demás, nos hemos sentido arropados
a pesar de no tener familia en este país tan lejano del nuestro. La
maestra de la pequeña nos ha dicho que la última semana la niña
anduvo lejana y despistada, le extrañó todos los días el mismo
vestido gris, y tan tristona, despeinada, dijo, quizá cansada. Nos
han llevado en volandas nuevamente al cementerio donde hemos creído
morir otra vez mientras nos despedíamos de la niña. Aunque mi mujer
y yo juraríamos haberla enterrado dos jueves atrás, haber pasado ya
por ese trago, haberlo soportado todo abrazados bajo el mismo
paraguas, las náuseas, el temblor de piernas, todo, todo igual que
esta tarde.
Hace
dos jueves. Todo igual. Hubiéramos asegurado entonces que no era
posible sufrir más. Que no era posible volver a sentir alegría pero
tampoco un dolor tan punzante como el de ese momento. Ese otro jueves
perdido en la lluvia de este mismo otoño resbaladizo la dejamos en
este mismo recinto, muy cerca de aquí, en una tumbita pequeña que
esta tarde, con tantos nervios y tanta agua y tan poca fuerza en las
piernas, no hemos sabido hallar.
Frío de vivir. Carlos Castán, 2004.
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