Un águila seguía
siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del
día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera
que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico, y toda su sombra
pasaba por los vellones de las reses.
Tendíase el pastor
encima de la grama; y se apretaba el ganado contra el peñascal del
resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos,
huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el
horizonte de humo…
El pastor pensó:
“veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve;
si ahora viniese el hijo del amo, y yo lo despeñara, nadie lo
sabría, estando delante de tanta tierra.”
Se revolvía muy
contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente
una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos.
Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el
águila. El pastor botaba, y maldecía, y apuñalaba el aire como un
poseído. Crujía su honda, y zumbaba su cayado. Y el águila se iba
elevando.
Cuando se acostaba
en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el
mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas
zagueras. Arriba, despacio y recta volaba el águila, vigilándoles
su camino.
Toda la soledad
estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y
rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas
enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el
pastor y el águila se aborrecían. “¿Desde dónde estará
mirándome ahora?”, se preguntaba de noche el pastor. Y escondió
armandijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo
y hasta el pan de su comida.
Despertábale un
temblor de huesos, de aletazos, de gañiles. En los cepos se
retorcían raposas, grajas, perros, búhos…; y el pastor los
aplastaba con sus esperteñas y con sus manos. No eran ellos los
aborrecidos, y porque no eran los aborrecía y los chafaba. Y una
mañana su risa y su voz rodaron triunfalmente por el valle. El
águila aleteaba, desgraciada y magnífica, sangrándole las garras
entre los muelles de presas. Recostóse el pastor a su lado y estuvo
aguantando todo el sol para regodearse mirándola; quiso verse dentro
de sus ojos inmóviles de brasas redondas, y en esas lumbres se
estremecía una frialdad de bravura y de señorío indomable. Se los
hubiera reventado, mordiéndolos como un fruto, lo mismo que ella a
él, si el pastor hubiese muerto en el desamparo del monte. Pero
cegándola, ya no sabría que él la miraba. La miraba
implacablemente. El águila entreabrió el pico convulso; se le
doblaban las alas como unos hombros desventurados con su manto de
hermosura a cuestas como una cruz. Vino el mastín; la rodeó
latiéndole y humeándole las fauces. La cabeza del águila se
erguía, toda tallada sobre el azul, como la proa de una nave sobre
el horizonte, y en sus ojos encendidos se reflejaba el perro, el
pastor y un círculo gozoso de la mañana campesina.
“¿Cómo la
mataré?”, pensaba el pastor. ¿Cómo la mataría para que durase
mucho muriendo? Entonces el mastín y el amo se miraron
culpablemente; y el perro embistió. No pudo llegar a la cautiva, y
le brincó la lengua en la tierra como un sacre herido, y le
crujieron las quijadas. “¡No te atreves con ella!” –le dijo
sin voz la risa gorda del amo-. Era verdad: no se atrevía. En torno
del águila bramaba el aire con el ímpetu de su aliento, de sus
plumas erizadas, de su rencor trágico. Y al pastor se le hinchaban
de rabia las venas de su frontal, porque tampoco él osaba agarrarla
ni acometerla. Levantóse de súbito, y se fue a su rancho. Dejó al
mastín guardando el águila. No podía escaparse, pero es que no
quería que descansara viéndose sola ni un instante. Un instante
tardó en volver; trajo un bozal viejo.
Acudió gente: un
labrador, una vieja del caserío, un arriero que pasaba, un chico que
iba a la escuela rural. Y le preguntaron:
-¿Es esta el águila
que te seguía siempre como tu alma?
El chico quería que
se la diesen para holgarse en la lección. La vieja le pidió una
pluma remera y una uña, y el entresijo, para hacer remedios de
aojamientos y enfermedades. Todos rodearon al águila y le pusieron
el bozal de perro trenzándole las ataderas de alambre. Después la
arrancaron del cepo como si ya fuese una oca. Le colgaba un dedo, y
el pastor se lo quebró del todo, tirándoselo al mastín que lo
cogió de un brinco y en seguida lo soltó y le huía como si le
diese la sensación de toda el ave. Se la llegaba el pastor a los
ojos. Dentro de la reja del bozal, la cabeza del águila tenía un
infortunio pavoroso, y su mirada ardía tan humanamente que el pastor
se la apartó, porque, estando tan cerca, le angustiaba el bozal,
como si fuese él quien lo llevara clavado en su carne y en su
sangre.
Todos la cogían,
pasándola de brazo en brazo; la tentaban la pechuga, soplándole al
plumón para verle los piojos en la piel desnuda; le apretaban el
pico, quitándole el resuello; sentían el palpitar de sus párpados;
le rascaban las conchas y el calo de sus garfas. Removióse todo el
animal en una sacudida delirante; tronó un aletazo duro y brincó
entre el sol.
Y la gente decía:
-Se morirá como un
perro, un perro en el cielo y en las cumbres.
-Se morirá de
reconcomio como una persona y cuando era feliz.
Y la miraban,
riéndose. El águila iba entrándose en el azul, gloriosa y libre,
con el bozal de perro.
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