Acodado
en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi
taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca
con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes.
Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de
la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de
su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con
naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos
desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor,
remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende
más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su
efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción
—repugnante en el más genuino sentido de la palabra— de algo
como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que
bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan:
la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de
masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de
oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros
edificios.
Demonios del lugar. Ángel Olgoso, 2007.
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