miércoles, 22 de noviembre de 2017

Diario de bar. Roberto Bolaño y A. G. Porta.

Jueves, 8 de febrero de 1979


Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado. Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que era chileno?




Viernes, 9 de febrero de 1979


Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.




Sábado, 10 de febrero de 1979


Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.




Domingo, 11 de febrero de 1979


En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era triste, pero no lo pensó.




Lunes, 12 de febrero de 1979


Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.




Martes, 13 de febrero de 1979


Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.




Miércoles, 14 de febrero de 1979


En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.




Jueves, 15 de febrero de 1979


Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.




Viernes, 16 de febrero de 1979


Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.




Sábado, 17 de febrero de 1979


Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con cara de sueño.




Domingo, 18 de febrero de 1979


La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público. Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.




Lunes, 19 de febrero de 1979


Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta. Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si abajo estuviera el mar.

Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.
 

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