Jueves, 8 de febrero
de 1979
Hacia las siete de
la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo
acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los
brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario
se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar
los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días.
Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas
pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno,
respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con
movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo
italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con
abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había
nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta
y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado.
Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna
vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le
pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de
trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra
del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y
sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de
barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía
y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche
en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras
ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego
prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido
negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de
una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de
coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo
hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo
solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno
saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para
que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso.
Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una
muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se
acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana
pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para
adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la
mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera
unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la
mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos
esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al
chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las
alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de
voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía
ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que
era chileno?
Viernes, 9 de
febrero de 1979
Encontraron el
pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico,
junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde
luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto
y basta.
Sábado, 10 de
febrero de 1979
Vila pensaba en el
suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las
calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido
recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía
eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza,
de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de
forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su
cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el
resto de la jornada.
Domingo, 11 de
febrero de 1979
En medio del
silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de
paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no
tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio
se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se
descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el
chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba
de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio
interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que
era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni
siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o
el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más
veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos
años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela
que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde
se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por
el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también
llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar
adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus
cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la
aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los
otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi
turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos.
Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el
viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le
veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de
la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta
del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una
cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era
triste, pero no lo pensó.
Lunes, 12 de febrero
de 1979
Aproximadamente a
las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta
para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era
muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta
que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a
modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía
un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de
las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija
de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una
mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas
acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran
llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de
la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor.
¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono.
Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario.
Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por
el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del
inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido
una carta.
Martes, 13 de
febrero de 1979
Entró un muchacho
completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió
una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío.
Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por
eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le
ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú
donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado
pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario
no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel
momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a
los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias
habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la
sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en
el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola
del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la
volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través
de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre
gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con
ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior.
No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos
chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de
su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera
preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era
preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia,
por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente,
pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.
Miércoles, 14 de
febrero de 1979
En el fondo era una
historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de
fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las
entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la
parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la
ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No
tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de
trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de
color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos
papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego
subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro
niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después
más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y
no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.
Jueves, 15 de
febrero de 1979
Era estudiante y
tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de
Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana
de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le
mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le
había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él
era estudiante y la carta llegó tarde.
Viernes, 16 de
febrero de 1979
Pensó que con una
pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer
sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de
residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila
mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no
tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo;
relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación,
se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas
escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué
ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase,
palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos
por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró
Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a
bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida
caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera
unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la
guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando
con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la
intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los
ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta
muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.
Sábado, 17 de
febrero de 1979
Vila puso en marcha
la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta
metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un
cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió
detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas
cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de
cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el
fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y
las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y
tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos
de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría
de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se
preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por
qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó
Mario con cara de sueño.
Domingo, 18 de
febrero de 1979
La calle no se había
despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público.
Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a
misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.
Lunes, 19 de febrero
de 1979
Pasó un coche rojo.
Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo
de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café
con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi
todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la
gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas,
con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién
estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras
horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la
puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas
por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días,
respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono.
Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que
murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca
sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector
preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle.
El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo,
viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del
barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la
puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su
camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía
Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que
sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la
novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el
dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde
de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la
camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado
sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida
sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio
unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que
volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más
corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le
detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos
de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro,
como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente
piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino.
¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta.
Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese
el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al
bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última
mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano
mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin
vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior.
Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si
abajo estuviera el mar.
Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.
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