El hombre y su
machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles
aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas
silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El
hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos
rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo
resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo
que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre
tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en
el suelo.
Ya estaba tendido en
la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La
boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa
también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas
dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el
antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su
camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no
se veía.
El hombre intentó
mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura
del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente
la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y
adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que
acababa de llegar al término de su existencia. La muerte. En el
transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras
años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro
turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista;
tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación
a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último
suspiro. Pero entre el instante actual y esa postrera expiración,
¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en
nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor,
antes de su eliminación del escenario humano! Es éste el consuelo,
el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan
lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
¿Aún…?
No han pasado dos
segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no
han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el
hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el
hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué
cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la
naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
Va a morir. Fría,
fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste
-¡es tan imprevisto ese horror!- y piensa: es una pesadilla; ¡esto
es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese el bananal?
¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como
él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas
desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el
viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero
deben ser las doce. Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve
desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé
el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe
muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en
la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle
el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre;
el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles,
el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que
cambiar…
¡Muerto! ¿pero es
posible? ¿no es éste uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo
con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de
él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de
púa? ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de
espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del
caballo… Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto
nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste
descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de
monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo
sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado,
midió la distancia.
¿Qué pasa,
entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en
Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda!
Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo… Nada,
nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su
persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el
potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses
consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su
familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una
cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se
muere.
El hombre muy
fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se
resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el
aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las
once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el
puente.
¡Pero no es posible
que haya resbalado…! El mango de su machete (pronto deberá
cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente
oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años
de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte.
Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa
un rato como de costumbre. ¿La prueba…? ¡Pero esa gramilla que
entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes
de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y
ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre!
Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del
alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo
distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de
la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande,
pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése,
ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado,
pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a
las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo
rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a
buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de
su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá!
¡Piapiá!
¿No es eso…?
¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…
¡Qué pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como
todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor
silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara
inmóvil ante el bananal prohibido.
…Muy cansado,
mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él
llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy
fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a
lentos pasos. Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si
quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él
construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico
con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado
empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más
lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un
poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas
recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo,
como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla -descansando,
porque está muy cansado.
Pero el caballo
rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del
alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear
el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas
-¡Piapiá!- vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al
bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el
hombre tendido que ya ha descansado.
Antología del cuento literario. Selección y edición de Miguel Díez Rodríguez. 1995.
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