Estábamos
en la cama, después de hacer el amor. Era el dormitorio del otro,
aquel que provocaba mi odio. Yo había querido evitar discusiones
sobre el lugar.
Ella
encendió un cigarrillo. Aunque yo no fumaba, no objeté su gesto.
Sabía que lo hacía constantemente: en su casa, en la calle, en el
café, mientras dictaba clases o en compañía de su amante, el otro,
el que sin saberlo nos había cedido su piso y su lecho.
-¿De
veras me quieres? -pregunté, falto de originalidad como todo
enamorado.
-Hasta
la muerte -respondió ella, mientras arrojaba la cerilla encendida en
el recipiente con gasolina que el otro, el innombrable, había dejado
precisamente en aquel rincón.
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