Estaba
sentado en el sillón del living, leía un libro. Cuando escuché el
timbre me sobresalté. No esperaba a nadie: nunca espero a nadie.
Pocas veces alguien toca mi timbre. Algunas mañanas el portero del
edificio, cuando limpia el tablero de la puerta de entrada. A veces
algún vendedor, o religiosos a quienes jamás atiendo. De modo que,
en mi sillón, leía un libro, escuchaba música, tomaba un trago,
una copita de licor irlandés, y escuché el sonido del timbre. Pensé
quedarme así, sentado en el sillón. Después de todo no tenía por
qué atender a nadie. Era sábado por la tarde, mi día de descanso.
Había trabajado toda la semana, y me quedaría allí para disfrutar
de mi licor Baileys, de mi libro de Carver, del disco de Chet Baker.
Pero de pronto pensé otra cosa. Fue como una revelación. Podía ser
ella. Sí, podía ser ella que volvía. Podía ser ella, que volvía
a buscarme, a decirme que no se había olvidado de mí. Me levanté
de un salto y corrí hasta levantar el auricular del portero
eléctrico. Grité “hola, hola, sí, quién es, hola”. Pero nadie
respondió. Abrí la puerta y salí al pasillo. Como el ascensor no
funcionaba debí bajar los tres pisos, saltar rápido los escalones
de dos en dos. Abajo tampoco había nadie. Mala suerte, me dije, y
emprendí el lento ascenso de los tres pisos. En casa la música se
había terminado y ya no quedaba licor. Quedaba el libro, pero ya no
tenía ganas de leer.
El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo, 2007.
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