Si
hubiera sospechado lo que se oye después de muerto, no me suicido.
Apenas
se desvanece la musiquita que nos echó a perder los últimos
momentos y cerramos los ojos para dormir la eternidad, empiezan las
discusiones y las escenas de familia.
¡Qué
desconocimiento de las formas! ¡Qué carencia absoluta de
compostura! ¡Qué ignorancia de lo que es bien morir!
Ni
un conventillo de calabreses malcasados, en plena catástrofe
conyugal, daría una noción aproximada de las bataholas que se
producen a cada instante.
Mientras
algún vecino patalea dentro de su cajón, los de al lado se insultan
como carreros, y al mismo tiempo que resuena un estruendo a mudanza,
se oyen las carcajadas de los que habitan en la tumba de enfrente.
Cualquier
cadáver se considera con el derecho de manifestar a gritos los
deseos que había logrado reprimir durante toda su existencia de
ciudadano, y no contento con enterarnos de sus mezquindades, de sus
infamias, a los cinco minutos de hallarnos instalados en nuestro
nicho, nos interioriza de lo que opinan sobre nosotros todos los
habitantes del cementerio.
De
nada sirve que nos tapemos las orejas. Los comentarios, las risitas
irónicas, los cascotes que caen de no se sabe dónde, nos atormentan
en tal forma los minutos del día y del insomnio, que nos dan ganas
de suicidarnos nuevamente.
Aunque
parezca mentira -esas humillaciones- ese continuo estruendo resulta
mil veces preferible a los momentos de calma y de silencio.
Por
lo común, éstos sobrevienen con una brusquedad de síncope. De
pronto, sin el menor indicio, caemos en el vacío. Imposible asirse a
alguna cosa, encontrar una a que aferrarse. La caída no tiene
término. El silencio hace sonar su diapasón. La atmósfera se
rarifica cada vez más, y el menor ruidito: una uña, un cartílago
que se cae, la falange de un dedo que se desprende, retumba, se
amplifica, choca y rebota en los obstáculos que encuentra, se
amalgama con todos los ecos que persisten; y cuando parece que ya va
a extinguirse, y cerramos los ojos despacito para que no se oiga ni
el roce de nuestros párpados, resuena un nuevo ruido que nos espanta
el sueño para siempre.
¡Ah,
si yo hubiera sabido que la muerte es un país donde no se puede
vivir!
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