Librada la batalla
de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló
con el poeta y le dijo:
-Las proezas más
claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que
cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio.
¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a
los dos?
-Sí, Rey -dijo el
poeta-. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las
disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta
fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de
Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me
autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más
complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende
nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los
amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los
linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las
virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas
y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis
rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la
piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu
batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.
El Rey, a quien lo
fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con
alivio:
-Sé harto bien esas
cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra.
Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de
sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el
Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada
palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real
costumbre ni de tus inspiradas vigilias-
-Rey, la mejor
recompensa es ver tu rostro-dijo el poeta, que era también un
cortesano.
Hizo sus reverencias
y se fue, ya entreviendo algún verso.
Cumplido el plazo,
que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo
declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo
iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que
agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey
habló.
-Acepto tu labor. Es
otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción y a
cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas.
No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los
clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la
espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el
porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la
asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la
sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de
Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu
clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.
Hubo un silencio y
prosiguió.
-Todo está bien y
sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la
sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido.
Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los
vikingos. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa,
poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de
plata.
-Doy gracias y
comprendo -dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro
derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el
poeta retornó con su códice, menos largo que el anterior. No lo
repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo
ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no
quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción
de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el
Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que
guerrearían, centenares de años después, en el principio de la
Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular
podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las
normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas
eran arbitrarias o así lo parecían.
El Rey cambió unas
pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de
esta manera:
-De tu primera loa
pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en
Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila.
Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero
sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del
único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente
podemos esperar todavía una obra más alta.
Agregó con una
sonrisa: -Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las
fábulas prima el número tres.
El poeta se atrevió
a murmurar: -Los tres dones del hechicero, las tríadas y la
indudable Trinidad. El Rey prosiguió: -Como prenda de nuestra
aprobación, toma esta máscara de oro.
-Doy gracias y he
entendido -dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del
palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin
estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo,
había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar
muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas
palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.
-¿No has ejecutado
la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá
Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes
repetirla?. -No me atrevo.
-Yo te doy el valor
que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el
poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta,
el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o
una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho
que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi
juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi
lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos
alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi
murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y
pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas
son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo
las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
-En el alba -dijo el
poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no
comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un
pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora
compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la
Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo.
Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que
será el último.
Le puso en la
diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del
palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de
Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.
El libro de arena. Jorge Luis Borges, 1975.
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