Sigo castigada. Al
asomarme a la puerta entornada de mi cuarto escucho el rumor de sus
voces a través del hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi
padre sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el que el
doctor Ocampo le ha recomendado internarme. Escucho el sonido de sus
pasos, ploploplop, y su voz acercándose y alejándose luego, porque
no deja de moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del
zoológico. Seguramente camina con las manos a la espalda como cuando
está muy enfadado, mientras mamá llora sentada en su sillón, con
las piernas muy juntas y un pañuelo blanco hecho una bola entre las
manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice mi padre, y
después se hace el silencio.
Van a llevarme allí,
no sé si Laurita vendrá conmigo, pero a mí seguro que me llevan.
Tú tienes la culpa, le digo muy enfadada, girándome desde la
puerta. Mi hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama y
encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de todos los
castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella me ordena, siempre se
libra.
Me cortarán el pelo
al cero en ese asqueroso colegio para niñas malas, me pondrán un
vestido de arpillera, me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y
cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda recoger en la
palma de la mano, a través de los barrotes de un ventanuco. Les he
dicho la verdad y no me han creído. Tengo miedo. Ahora lloro bajito,
hihihi, como nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce
favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá en la mano.
El año pasado mi padre se quedó tercero en el torneo del club y le
dieron aquel ridículo señor de bronce, con gorra y un palo de golf
levantado, que pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en
contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como siempre, la que
me ordenó que tomara el trofeo de la vitrina y lo atara a un extremo
de nuestra cuerda de saltar, quien me susurró que Jasper sufría
mucho por culpa del reuma y era mejor para todos que anudara muy
fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me negué al
principio, como de costumbre, pero Laurita me dijo que entonces
jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí que no.
Jasper estaba ciego
y apenas podía mover las patitas de atrás porque ya tenía doce
años. Lloriqueó bajito cuando me arrodillé junto a él para
acariciarle sus orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey
francés, y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta
el borde de la piscina. Después lo vi patalear brevemente en la
superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le
fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan
quieto, pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no
parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y
muy gorda. Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos tumbadas tan
tranquilas sobre mi cama, leyendo a medias un libro de Los Cinco que
nos gusta mucho, cuando escuchamos el alarido de mi madre en el
jardín.
La verdad es que
últimamente Laurita está muy pesada, pero mi padre no cree una
palabra de lo que digo, y mamá se echa a llorar cuando acuso a
Laurita de obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que
aguantar el juego de la muertita, si no también harían todo lo que
ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita querida, le confesé a mi
madre la penúltima vez, Laurita es mala y dice que se morirá
delante de mí si no le obedezco. Pero mamá me miró como si no
entendiera, con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos de
su muñeco Otellito entre las manos, sin dejar de susurrar una y otra
vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria, por qué? Ella no se imagina
la pena que me dio estampar contra el suelo el muñeco negro de
porcelana que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve que
cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé de color
chocolate, que tenía las manitas gordezuelas levantadas como si
estuviera muy contento y fuera a empezar a aplaudir de un momento a
otro, era el último recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya.
Era lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca
abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco de
pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita. Mi abuela
Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de punto azul
celeste que llevaba, también los diminutos patucos con botones de
nácar, y mamá lavaba a mano aquellas prendas cada semana para
evitar que cogieran polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la
ropa se secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como si
fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los brazos y las
piernas de Otellito, su cara de negrito feliz, y tarareaba una
canción de cuna que la abuela Silvia le había enseñado cuando
vivían en La Habana. Yo sabía cómo iba a dolerle encontrar a
Otellito hecho trizas, que también a ella se le iba a partir el
corazón en un montón de pedazos pequeños que nadie iba a poder
recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la cabeza de un
lado para otro mientras yo le suplicaba y le ofrecía mis canicas de
vidrio azul, la bañera con patas de latón de mi casa de muñecas,
hasta el guardapelo de oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta
eres, me dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro un
mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o jugamos, dijo, y
lo siguiente que recuerdo es que me subí a una silla para alcanzar
al inocente de Otellito, que estaba allí, como siempre, sentado en
su esquina del armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera
el terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la sonrisa
de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.
Me alejo deprisa de
la puerta porque escucho los pasos cansinos de mi madre al pie de la
escalera. Corro hacia la cama y empujo bruscamente a Laurita, para
que me haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre dientes,
así es que nos sentamos a lo indio y nos ponemos a jugar a piedra,
papel o tijera. Mamá se detiene junto a la puerta y da dos
golpecitos muy suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí,
Victoria?, con una voz tan triste que me tiembla la garganta al
contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando
tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo sé, y espera
un poco con la mano puesta en el tirador antes de entrar. Laurita y
yo no decimos nada cuando la vemos aparecer, tan sólo sonreímos de
oreja a oreja para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero
mamá no sonríe. Parece un fantasma triste, le están saliendo canas
plateadas por toda la cabeza y ese horrible vestido negro dos tallas
más grande le queda fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla
el cojín en forma de corazón. Después me mira.
-Victoria. ¿Por
qué?
Ya estamos. Sólo me
habla a mí, como siempre, y la sonrisa se borra de mi rostro. Me
enfado, me enfado mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra
vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea que no
miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro los ojos. Le digo que
Laurita se empeñó en jugar a eso por primera vez un domingo por la
mañana, a la vuelta de misa, y que luego insistía siempre en volver
a hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras arriba,
mientras papá se quedaba leyendo el diario en la sala de estar y
ella marchaba a la cocina a supervisar la tarea de Matilde, nuestra
cocinera. Yo caminaba unos pasos por detrás de Laura y la veía
trotar hasta el dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para
morirse. Entonces se tumbaba en la cama de matrimonio y levantaba el
brazo para indicarme con un gesto imperioso que entornase la puerta
de la alcoba. Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la
contraria, a pesar de que aquel juego me aterraba.
Mi madre me pide por
favor que me calle, pero no le hago caso. En lugar de eso le digo que
no soportaba mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no
podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama, viendo flotar sus
rizos negros contra el almohadón de raso, como la cabellera
fosilizada de aquella actriz famosa que se tiró al río y salió en
todos los periódicos. Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si
se apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le brillaban
dentro. Laurita parecía más que nunca una muñeca, y me daba miedo
mirar sus fosas nasales de adorno, sus largas pestañas disecadas en
torno a los párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que
las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la funeraria nos
dijo que podíamos pasar a verla, porque ya estaba arreglada. El
vestido de seda azul que mamá nos ponía a las dos los domingos
dejaba de ser idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil
de una lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos
enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un par de
merceditas de charol negro, muy relucientes y con sus suelas nuevas.
Yo estaba viva y mi
hermana Laurita se había muerto. Parada junto a la cama la realidad
y el juego se mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba
viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía culpable de
seguir de pie y de temblar como una hoja, con los ojos llenos de
lágrimas que apenas podía contener, mientras mi hermana se quedaba
quieta para siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus
zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse. Entonces corría
hacia el armario, abría la puerta y me escondía dentro. Me quedaba
allí encogida mucho rato, hasta que Laurita empezaba a reírse y a
saltar sobre el colchón, gritándome que era una sonsa y una
cobardica, y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía
más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.
Ya no estoy
enfadada, ahora me río acordándome de mi cara roja como un tomate,
de las ruidosas carcajadas de Laurita señalándome, muerta de la
risa y dando patadas en la cama de mis padres. Cuando termino de
contarle todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera espero
ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey su pañuelo arrugado y
se seca el rastro que las lágrimas han dejado en sus mejillas.
Laurita me mira con ojos llenos de rencor. Yo miro a mamá,
expectante y entonces ella dice, y sé que me lo dice a mí:
-Cariño, tu hermana
está muerta. ¿Entiendes eso?
Pero no le contesto
ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se
lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la
risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella.
Azul Ruso. Patricia Esteban Erlés, 2010.
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